Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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– ¿Alguna vez vio a esta persona?

Carmen examinó la foto de un muchacho moreno con un gran gato negro.

– No, nunca.

Mientras la detective se guardaba los objetos en el bolsillo, Carmen tuvo la sensación de que su declaración la había desilusionado pero no sorprendido.

– ¿Sabe usted si ocurrió algo extraño, algo insólito en la vida de su marido, algo que él pudiera haberle contado, tal vez sin darle mucha importancia?

Vivien dejó que Carmen reflexionara un poco. Después optó por subrayar un punto.

– Señora, por motivos comprensibles no puedo revelarle nada, pero debe saber que todo esto tiene una gran importancia. -Su tono afligido logró transmitir la ansiedad que sentía.

Carmen siguió pensando y después no tuvo más remedio que hacer un gesto resignado con las manos.

– No. A pesar del pasado más bien movido de Mitch, llevábamos una vida tranquila. De vez en cuando se encontraba con sus viejos amigos, los Skullbusters quiero decir, pero aparte de alguna noche que llegaba a casa un poco pasado de cerveza, era una persona que trabajaba con seriedad. En casa hablaba poco de su trabajo. Todo el tiempo estaba jugando con Nick.

La detective estaba por decir algo cuando fueron interrumpidos por el ruido de una llave en la puerta, que se abrió. La charla fue suplantada por un ruido de tacones en el suelo, que a todos les pareció más elocuente que las palabras. Carmen vio a su hija, que cruzó el pasillo y apareció en la sala de estar.

Tenía el cabello corto y en punta, mantenido tieso con fijador, los ojos pintados en exceso y los labios violeta, y llevaba medios guantes negros. Los vaqueros eran un par de tallas más grandes que la suya y llevaba un top que le dejaba el ombligo al aire, un ombligo atravesado por un piercing.

No se sorprendió de encontrar a su madre en compañía de dos desconocidos. Los miró con cierta altivez, primero a Carmen, después a ellos.

– Podías ahorrarte llamar a la pasma. Sabes que siempre vuelvo.

Ellos no…

La chica la interrumpió mientras metía la llave en su bolso. Parecía más molesta que impresionada.

– Éstos llevan la palabra poli escrita en la cara. ¿Crees que nací ayer?

Volvió a mirar a su madre.

– Bien. La chica mala ha vuelto a casa y tus dos sabuesos pueden volver por donde han venido. Y diles que sin una orden de registro no pueden llevarse ni una servilleta de esta casa.

Carmen vio cómo una sombra se cernía sobre los ojos de Vivien y los oscurecían. Como si lo supiera, como si ya hubiese vivido esa misma situación en otra parte.

Oyó cómo la detective se dirigía a Allison con una voz obligada por la paciencia.

– No estamos aquí por ti. Le hemos traído a tu madre una noticia.

Pero Allison, indiferente, les había vuelto la espalda. Desapareció en el pasillo dejando tras de sí el sonido sarcástico de su voz.

– ¿Por qué a ese bonito discurso no le agregamos «qué carajo me importa»?

Lo dijo cuando ya subía las escaleras en dirección a su dormitorio. Desde arriba, el ruido de un portazo cayó sobre el silencio y el embarazo de los tres.

Carmen no sabía qué decir. Fue Vivien quien habló. La escena vivida la autorizaba a entrar en confianza con la mujer.

– Carmen, ¿puedo decirle un par de cosas a tu hija?

La otra se sorprendió por el pedido.

– Sí, claro, creo que sí.

La detective consideró necesaria una explicación.

– Mis palabras serán un poco rudas, por decirlo de alguna manera, ¿de acuerdo?

– Entiendo, pero no creo que le hagan daño.

Vivien se incorporó. Carmen le dedicó una pequeña sonrisa, cómplice y espontánea.

– Arriba, primera puerta a la derecha.

Vivien subió por la escalera, hacia una conversación que le parecía justo mantener con aquella chica. El que se había presentado como Russell puso una expresión de irónica circunstancia. Hasta ese momento había guardado silencio, pero cuando hizo sentir su voz, sonó exactamente como Carmen esperaba.

– Vivien es una joven muy decidida.

– Ya lo veo.

– Y también muy meticulosa, cuando se lo propone.

Carmen confirmó esa opinión, complacida.

– Estoy segura.

Guardaron silencio hasta que Vivien regresó. No había tardado mucho. Cruzó la sala con aire tranquilo y volvió a sentarse en el sofá.

– Hecho. Tendrá las mejillas enrojecidas por unas horas, pero habrá entendido de qué van las cosas en este mundo.

Sacó una tarjeta del billetero y la dejó en la mesita encima de la revista de crucigramas y sudokus. Cogió el bolígrafo y escribió algo en la parte de atrás. Después se inclinó y le tendió la tarjeta a Carmen.

– Éste es mi número. Detrás he anotado el del móvil. Si te acuerdas de algo de tu marido o tienes nuevos problemas con tu hija, llámame.

Vivien cogió el portarretratos y se levantó. Fue imitada por Russell, pues la visita había terminado. Carmen los acompañó hasta la puerta. Cuando estaban por salir apoyó la mano en el brazo de la detective.

– Vivien.

– ¿Sí?

– Gracias. Es algo que tendría que haber hecho yo misma hace tiempo, pero gracias de todos modos.

Vivien le sonrió y los ojos le brillaron un segundo cuando encogió los hombros para restar importancia al episodio.

– De nada. Adiós, Carmen.

Ésta esperó a que hubieran bajado los escalones y después cerró la puerta. Volvió a la sala de estar, pensando en toda aquella historia.

«Mitch, cielos, con todo lo que has tardado espero que hayas entendido cuánto te amaba…»

Sabía que lo más difícil llegaría esa noche, cuando apagara la luz y se encontrara a solas con todos sus fantasmas. Pero por el momento encendió el televisor e invitó al mundo a que le hiciera compañía.

Se sentó en el sillón y encendió el aparato con el mando a distancia. Cuando la pantalla se iluminó había un noticiario sobre la explosión del sábado en la calle Diez de Manhattan. Un recuerdo le cruzó la mente cuando vio aquellas imágenes de destrucción.

Se levantó de golpe, corrió a la puerta y la abrió. Vivien y Russell todavía estaban en la acera de enfrente, junto a un coche, como si se hubieran demorado para comentar los resultados de la entrevista.

Hizo un gesto con el brazo para llamarles la atención.

– ¡Vivien!

La detective y su acompañante se volvieron. Al verla bajo la marquesina de la entrada, fueron hacia ella.

– ¿Qué pasa, Carmen?

– Me he acordado de una cosa. Ha pasado mucho tiempo y mis recuerdos son…

Vivien parecía excitada y presa de la impaciencia.

– Dime qué es.

Carmen se amilanó. Por primera vez en su vida era parte de una investigación policial y tenía miedo de quedar mal o decir algo que la hiciera parecer estúpida.

– Bueno… No sé si será importante, pero me he acordado que hace mucho tiempo la empresa para la que Mitch trabajaba, Newborn Brothers, reestructuró una casa en North Shore, Long Island. Era la casa de un ex militar, creo recordar. Un comandante o coronel, algo así.

Vivien la apremió.

– ¿Y?

Carmen hizo una nueva pausa para coger aire y luego dijo con concisión lo que tenía que decir:

– Un año después de que terminaran los trabajos la casa explotó.

Bajo la luz incierta del crepúsculo, Carmen vio cómo la detective palidecía. Lo vio como si fuera de día.

23

Por las ventanillas del coche Vivien y Russell vieron a Carmen Montesa cerrar lentamente la puerta de su casa, una figura desamparada y sola que trataba de mantener fuera de su casa algo que, seguramente, volvería a entrar por la ventana. Y lo haría de noche y con los colmillos afilados. Un segundo más tarde Vivien ya había cogido el teléfono del coche y marcado el número del capitán. Sabía que estaba en el despacho, esperando. Sentado a su lado, Russell contó tres tonos hasta que atendieron.

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