Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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– Aquí Bellew.

Vivien no se perdió en exordios.

– Alan, hay novedades.

Le pregunta de Bellew se insertó como una cuña para sorpresa de Vivien.

– ¿Está Wade contigo?

– Sí.

– ¿Puedes poner el manos libres?

– Claro.

– Bien. Lo que diré debéis oírlo los dos.

Ella se sorprendió porque aquello era inusual en un procedimiento policial. Por otra parte, todos los hechos de aquel caso eran inusuales. Incluso demenciales. Después se dijo que quizás, en honor a la promesa hecha, había aceptado incluir a Russell en la investigación. O quizá Bellew quería decir algo que le concernía directamente a Russell. Vivien pulsó un botón y la comunicación se expandió por el habitáculo.

– Ya está.

La voz del capitán sonó fuerte y clara por los altavoces del coche.

– Antes háblame de tus progresos.

Vivien lo hizo.

– Estoy casi segura de que el tipo emparedado es el tal Mitch Sparrow del que te hablé. Para confirmarlo tengo un elemento para las pruebas de ADN. Habría que hacerlo ya.

– Hazme llegar lo que tienes y considéralo hecho. ¿Otra cosa?

Russell estaba admirado por la comunicación clara y telegráfica entre ambos policías. Hablaban la misma lengua y la habían aprendido en su propia piel.

Excitada, Vivien prosiguió.

– Hace años, Sparrow trabajó en una pequeña empresa de construcciones llamada Newborn Brothers. Me lo acaba de decir su mujer. Hicieron reformas en una casa de North Shore, en Long Island. Y escucha esto: parece que la casa era de un militar y que un año después de terminados los trabajos explotó. Los expertos dijeron que fue un atentado, no un accidente. ¿Qué me dices?

– Te digo que me parece una muy buena pista.

Segura de que su superior lo estaba apuntando todo, Vivien continuó.

– Habría que rastrear a Newborn Brothers y a la empresa que construyó el edificio del Lower East Side y comparar las fichas del personal, si todavía existen. Comprobar si las dos obras tuvieron algún obrero en común. Y conocer los nombres de los responsables de la empresa.

– Enseguida me ocupo de ello.

El capitán cambió el tono. Lo dicho por Vivien ya estaba archivado y en vías de ejecución. Ahora era el turno de que él hablara de sus progresos.

– Me he estado moviendo. He tenido que hablar con el jefe de policía Willard, pero en privado. Muy en privado, no sé si me explico.

– Te explicas.

– Le mostré la carta y le expliqué los detalles del suceso. Dio un salto en la silla. Pero, como era previsible, tomó distancia y se concedió su tiempo. Dijo que como pista le parece escasa y sin demasiados fundamentos, aunque no estamos en situación de descuidar nada. Piensa hacer examinar la carta por un criminólogo o un psicólogo, pero uno ajeno a los círculos policiales o del FBI. Una persona sin memoria y sin palabras, para entendernos. Está pensando en una serie de nombres. Quedamos de acuerdo en que por el momento se procederá con prudencia y tendremos los datos sólo para nosotros. Para todos es una situación muy delicada e inestable. Han muerto muchas personas y muchas otras aún están en peligro. En lo que nos concierne, podrán rodar muchas cabezas, o sobre esas mismas cabezas podrán brillar coronas de laureles. Y entre esas cabezas están las nuestras, Vivien.

Russell tuvo la sensación de que ella se lo esperaba. No hizo comentarios, ni de palabra ni con una expresión.

– Recibido.

– Wade, ¿me oye?

Por un reflejo, Russell se acercó a donde creía que estaba el micrófono.

– Sí, capitán.

– Con el jefe no he hablado de nuestro acuerdo, Wade. Si algo se sabe antes de que esta historia termine, su vida será peor que la peor pesadilla. ¿Me explico?

– Perfectamente, capitán.

Eso significaba que de ahora en adelante sus vidas estarían irremisiblemente enlazadas, sea cual fuere el resultado: con la cabeza sintiendo el filo de la guillotina o la corona. Vivien se dirigió a su superior con voz tranquila y distante. Russell admiró un autocontrol que él no poseía.

– Bien. Lo hemos entendido. ¿Hay algo más?

El tono del capitán volvió a ser el de un policía que examina los elementos de una investigación, un verdadero profesional. La pausa íntima había terminado.

– La buena noticia es que para este trabajo tenemos a toda la policía de Nueva York a nuestra disposición. Y que podremos despertar a quien sea a cualquier hora de la noche. Incluido el jefe.

Hubo ruido de papeles.

– Aquí tengo los resultados de los primeros análisis. Los expertos han deducido cuál es el tipo de detonador. Se trata de una cosa simple y muy ingeniosa a la vez. Una serie sucesiva de impulsos de radio de diferentes frecuencias, emitidos con una secuencia precisa. En una ciudad invadida por ondas de radio, esto asegura que la bomba no estalle por una señal fortuita.

Russell tenía una duda que lo perseguía desde que conocía esta historia. Intervino en la conversación.

– El edificio que explotó fue construido hace muchos años. ¿Cómo es que después de tanto tiempo las bombas todavía funcionaban?

Era una pregunta que quizás el capitán también se había hecho, porque antes de responder suspiró. No obstante su experiencia, ésa era una pequeña señal de una incredulidad renovada ante el genio de la locura.

– No hay baterías. El hijo de puta conectó el detonador a la red eléctrica del edificio. Puede que con los años alguno se haya estropeado y no funcione, pero ¿quién nos dice en cuántos edificios ese loco ha colocado su mierda?

Hubo un sonido raro y Russell temió que se hubiese cortado la comunicación, pero la voz de Bellew volvió a oírse en el coche.

– Estáis haciendo un trabajo muy bueno, chicos. Quería decíroslo: un trabajo óptimo.

Vivien quitó el manos libres. Todo lo que debía decirse se había dicho.

– Espero saber más de ti. Llámame apenas tengas esas informaciones.

– Todo lo rápido que pueda.

Vivien cortó la comunicación y por un momento sólo el ruido amortiguado del tráfico compitió con sus pensamientos en el silencio del coche. Russell miraba la calle y las luces que iluminaban la noche. En ese día sin memoria, el tiempo los había precedido echando sobre ellos un manto de oscuridad.

Russell fue el primero en hablar. Y lo hizo con palabras que devolvían la confianza que Bellew había puesto en él, permitiéndole participar como testigo en la investigación.

– ¿Quieres el original?

Distraída en sus pensamientos, Vivien no comprendió enseguida el sentido de la pregunta.

– ¿Qué original?

– Tenías razón cuando me acusaste de presentarme con la fotocopia de la hoja que cogí de Ziggy. El original lo metí en un sobre y lo envié a mi domicilio por correo. Un sistema que me enseñó él. En este momento estará en mi buzón.

– ¿Dónde vives?

– Calle Veintinueve, entre Park y Madison.

Sin añadir nada, Vivien recorrió el Queens Boulevard en silencio y atravesó el Queensboro Bridge. Llegaron a Manhattan a la altura de la calle Sesenta y doblaron a la izquierda en Park Avenue. Bajaron hacia el sur, sometidos a los caprichos del tráfico.

– Hemos llegado.

La voz de Vivien irrumpió como un recuerdo y Russell fue consciente de que, después de apoyar la cabeza en el respaldo, se había dormido. Ahora el coche estaba aparcado en la esquina de la calle Veintinueve con Park. Sólo había que cruzar y allí estaba su domicilio.

Vivien lo miró mientras se restregaba los ojos.

– ¿Estás cansado?

– Creo que sí.

– Cuando esta historia termine tendrás tiempo para dormir.

Sin decirle que sus esperanzas eran otras, Russell aprovechó el semáforo verde y cruzó a la otra acera. Cuando llegó a la entrada de su edificio, empujó la puerta y entró en el vestíbulo. Como tantos otros edificios de Nueva York de cierta posición, el suyo disponía de servicio de portería las veinticuatro horas.

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