Russell Wade acababa de entrar en su casa cuando de golpe un brillante e inesperado resplandor llegó desde el Lower East Side. Las grandes ventanas, que iban del techo al suelo, se transformaron en el marco de ese relámpago, algo tan vivido que casi parecía un juego. Pero el relámpago no se apagó y siguió ardiendo y neutralizando todas las luces distantes. A través del filtro de los vidrios antiderrumbe llegó un estruendo que no era el de un trueno sino su humano y destructivo remedo. Y a continuación una sinfonía heterogénea de dispositivos de alarma, puestos en marcha por el desplazamiento del aire, insertos sin ferocidad, como pequeños e inútiles perritos que ladraran desde una jaula.
La vibración hizo que por puro reflejo Russell diera un paso atrás. Sabía qué había sucedido. Lo había entendido al instante. Lo había ya visto y probado en propia carne en otro lugar. Sabía que ese resplandor significaba sorpresa e incredulidad, polvo y dolor, alaridos, heridos, maldiciones y rezos.
Significaba muerte.
Y con un resplandor igual de inesperado, un flash de imágenes y recuerdos.
– Robert, por favor…
Su hermano, ya presa de la ansiedad, estaba controlando las cámaras y los objetivos y que los rollos estuviesen en su sitio en los bolsillos del chaleco. Sin mirarlo a la cara. Tal vez se avergonzaba de aquello. Tal vez en su mente ya veía las fotos que sacaría.
– No pasará nada, Russell. Tú sólo tienes que estar tranquilo.
– ¿Y tú adónde vas?
Robert había sentido el olor de su miedo. Estaba acostumbrado a ese olor. Toda la ciudad estaba impregnada de ese olor. Se respiraba en el aire. Como un mal presentimiento que crece, como una pesadilla que no se borra al despertar, como esos alaridos de moribundos que no terminan con la muerte.
Robert lo había mirado con unos ojos que quizá lo vieran por primera vez desde que estaban en Pristina. Un chico aterrorizado que no tenía por qué estar allí.
– Tengo que salir. Tengo que estar presente.
Russell había entendido que no podía ser de otro modo. Y al mismo tiempo había entendido que ni en cien vidas habría podido ser como su hermano. Había vuelto al sótano, bajo la trampilla oculta por una vieja alfombra, y Robert había salido por la puerta. Al sol, al polvo, a la guerra.
Ésa había sido la última vez que lo vio con vida.
Como una reacción a ese pensamiento corrió al dormitorio, donde tenía una de sus cámaras fotográficas sobre el escritorio. La cogió y volvió a la ventana. Para evitar el reflejo apagó todas las luces e hizo diversas fotos de aquel resplandor lejano, hipnótico, circundado por una luz malsana. Sabía que esas fotos no servirían para nada, pero lo hizo para castigarse. Para recordar quién era, qué había hecho y, sobre todo, qué no había hecho.
Habían pasado muchos años desde que su hermano saliera por aquella puerta invadida por el sol, amplificando por un instante el lejano tipi-tipi-tipi-tipi de las ráfagas de metralleta.
Nada había cambiado.
A partir de ese día no había habido una mañana en que no se despertara con esa imagen ante los ojos y esa resonancia en los oídos. Desde entonces, cada inútil foto que hacía era como un fotograma de su antiguo miedo. Mientras seguía encuadrando y apretando el disparador empezó a temblar. Un temblor animal, de rabia, sin quejidos, de instinto puro, como si lo que en realidad temblara fuera su alma, y tuviese el poder de sacudir y golpear su cuerpo.
El ruido del disparador se volvió neurótico.
Clic-cloc
Clic-cloc
Clic-cloc
Clic-cloc
Clic-cloc
Como en la histérica furia homicida de quien dispara a su víctima.
«Robert.»
Todas las balas a disposición y que aun así no logra parar y sigue apretando el gatillo y continúa, por inercia del sistema nervioso, obteniendo a cambio sólo el ruido seco y vacío del percutor.
«¡Mierda, basta!»
Puntual como una réplica obligatoria, del exterior llegó el sonido apremiante y agudo de las sirenas.
Destellos sin cólera.
Destellos de buena luz encendida, sana, veloz. Policía, bomberos, ambulancias.
La ciudad había sido golpeada, herida, la ciudad pedía ayuda. Y todos llegaban de todas partes, con la rapidez que la civilización y la misericordia ponían a su alcance.
Russell paró de sacar fotos y con la claridad que llegaba del exterior buscó el mando a distancia del televisor. Lo encendió y lo encontró sintonizado automáticamente en el NY1. En ese momento transmitían las previsiones meteorológicas. La transmisión se interrumpió dos segundos después. El hombre y los mapas con el sol y las nubes fue sustituido por un primer plano de Faber Andrews, uno de los pesos pesados del canal. Una voz profunda, una expresión seria y consciente de la situación, no por oficio sino por humanidad.
«Nos acaban de informar que una fuerte explosión se ha producido en un edifico del Lower East Side de Nueva York. Los primeros datos hablan de cierto número de víctimas que nos parece un poco elevado. De momento no tenemos modo de saber más. Hasta ahora no se conocen las causas y los motivos de este hecho infausto, pero esperamos que pronto nos sea posible conocer la dimensión de su gravedad y no tener que definirlo como un acto criminal. El recuerdo de otros acontecimientos luctuosos del pasado reciente todavía está en la mente de todos. En este momento toda la ciudad, todo el país, tal vez todo el mundo, estarán con el corazón en la boca esperando saber qué ha sucedido. Nuestros corresponsales ya se dirigen hacia el lugar del incidente y dentro de poco estaremos en condiciones de darles noticias actualizadas. Es todo por ahora.»
Russell cambió a la CNN. También allí estaban dando una información que, con caras y palabras diferentes, era igual a la de NY1. Cortó el audio para que sólo las imágenes lo informaran. Se quedó sentado en el sofá frente al televisor, con el velo luminoso de la pantalla como única compañía. Más allá del ventanal, las luces de la ciudad parecían provenir del frío, de las lejanías del espacio sideral. Y abajo, a la izquierda, estaba aquella luz de sol asesino que devoraba todas las otras estrellas. Cuando su familia le había concedido ese piso, se alegró de que fuera en la planta 29 y de que tuviera una vista estupenda de todo el Downtown, con Brooklyn y el puente de Manhattan a la izquierda, el Flatiron a la derecha y el New York Life Insurance Building exactamente enfrente.
Ahora esa vista se había transformado en otro motivo de angustia.
Todo había sucedido con demasiada rapidez. Desde que lo liberaran de su noche en prisión todo había pasado como un relámpago. De todos modos, si lo pensaba un poco, las imágenes de su cabeza se movían como en cámara lenta. Cada instante estaba claro, cada matiz, cada color, cada sensación. Como una condena infinita a revivir aquellos instantes.
Como si volviera a estar en Pristina, y para siempre.
El viaje desde la comisaría a casa empezó en silencio. Y, según él creía, debía de ser así todo el tiempo. El abogado Corneill Thornton, viejo amigo de su familia, lo entendió y se adecuó hasta cierto punto.
Después, la tregua terminó. Y llegó el ataque.
– Tu madre está preocupada por ti.
Sin mirarlo, Russell respondió con un encogimiento de hombros.
– Mi madre está siempre preocupada por algo.
Evocó imágenes de la impecable figura y el rostro aterciopelado de Margareth Taylor Wade, dama de la alta burguesía de Boston, la que en la escala de valores de aquella ciudad podía considerarse una verdadera aristocracia. Boston era la ciudad más europea de toda la costa Este, tal vez de todo Estados Unidos. Y la más exclusiva. Y su madre era una de las representantes de mayor relieve. Margareth se movía con gracia y elegancia, y con la expresión dulce de una mujer que no merecía lo que le había tocado en suerte: un hijo muerto durante un reportaje de guerra en la ex Yugoslavia, y el otro protagonista de una vida que y si eso fuera posible, era para ella un dolor aún peor.
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