Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Se la metió en el bolsillo de la camisa y siguió investigando el contenido de la bolsa. Sacó un objeto de plástico negro rectangular, algo más largo y ancho que un paquete de cigarrillos. Estaba rodeado por una banda elástica para que no se abriera. En un extremo tenía una serie de botones de diferentes colores.

Ziggy se quedó mirándolo sorprendido. Parecía un mando a distancia artesanal. Tal vez rudimentario, pero el aspecto era ése. Lo dejó junto a las otras cosas y sacó el último objeto. Era un gran sobre marrón un poco roto. Tenía escritos un nombre y una dirección un poco borrados por el roce. Por el tamaño podía deducirse que había servido para enviar el álbum de fotos.

Lo abrió y encontró unas hojas de papel común, manuscritas con una caligrafía tosca pero bastante legible. Era la escritura de una persona que no tenía familiaridad con la palabra escrita, quizá tampoco con la hablada.

Ziggy empezó a leer. Las primeras páginas eran más bien aburridas, anécdotas cotidianas expuestas de modo rudo y a veces desarticulado. Él era alguien que leía libros y sabía reconocer la mano de un hombre con estudios que sabía escribir. Ésa no era esa mano.

Pero advirtió que lo que decía no carecía de interés, no obstante la torpe prosa. Más por lo que contaba que por cómo lo hacía. Siguió leyendo con creciente atención y poco a poco ésta se transformó en interés y, al fin, en una especie de fiebre. Cuando terminó de leer no pudo evitar ponerse de pie de un salto. Sintió que un escalofrío le recorría el espinazo y el vello de los brazos se le erizó como por efecto de una descarga eléctrica.

Ziggy Stardust no podía creer lo que había leído. Se sentó lentamente, con las piernas abiertas y la mirada en el vacío.

La gran ocasión había llegado.

Lo que tenía entre manos podría valer millones de dólares si se encontraban las personas adecuadas. La idea le daba vueltas en la cabeza. Las posibles ventajas que obtendría le hicieron dejar de lado las seguras consecuencias que tendrían para otros.

Con extremo cuidado puso las hojas sobre la cama, como si fueran objetos frágiles. Después comenzó a pensar en cómo obtener provecho de esa fortuna inesperada. En cómo moverse para empezar a destilar el material para suscitar el máximo interés y, en consecuencia, obtener los mayores beneficios.

Y sobre todo con quién contactar.

Muchos pensamientos se sucedieron en su cerebro a la velocidad de la luz.

Encendió la impresora y puso las hojas sobre la mesa, junto al monitor del ordenador. Lo primero era hacer fotocopias. Una copia sería suficiente como para despertar el interés de cualquiera, y ese cualquiera estaría dispuesto a desembolsar una buena cifra si quería hacerse con el original, que quedaría en su poder hasta la finalización del negocio. Una vez hecha la fotocopia habría conservado sólo una parte suficiente como para dejar que imaginaran sin que se revelara nada definitivo. El resto lo habría destruido. La copia auténtica de esa bendita carta la metería en un sobre y la expediría a una casilla de correos anónima que usaba de vez en cuando. Allí reposaría hasta que alguien le diera motivos para ir a retirarla.

Y esos motivos sólo podrían ser una bonita suma de dólares.

Empezó a fotocopiar, poniendo los originales junto a la copia hecha. Ziggy era un tipo minucioso en el trabajo. Y ése era el trabajo más importante que le había tocado en la vida.

Colocó una de las últimas hojas en el vidrio del escáner, bajó la tapa y apretó el botón. La luz de lectura recorrió el aparato hasta que la memoria dispuso de la página completa. Cuando quiso imprimir, el sensor advirtió que se había terminado el papel y una luz naranja empezó a parpadear a la izquierda de la máquina.

Ziggy fue a coger más papel de un paquete que tenía sobre un estante de la biblioteca y lo introdujo en el cajetín.

En ese momento sintió un ruido a sus espaldas, un leve clic metálico, como de una llave que se rompe en la cerradura. Se volvió y tuvo tiempo de advertir que la puerta se abría y de ver a un hombre con una chaqueta verde.

«No, no hoy, no ahora cuando lo tenía todo en mis manos…»

En cambio tenía ante sí otra mano, una que empuñaba un cuchillo.

Seguro que era la hoja con la que había forzado aquella birria de cerradura. Y por la mirada del hombre supo que no se limitaría a eso.

Sintió cómo se le aflojaban las piernas y no tuvo fuerzas para decir nada. Mientras el hombre se le acercaba, Ziggy Stardust se echó a llorar. Por miedo al dolor y por miedo a la muerte.

Pero sobre todo por la desilusión.

11

El Volvo se movía sin dificultades entre el tráfico que lo empujaba hacia el Bronx. Subir hacia el norte a esa hora podía transformarse en una verdadera migración. De todos modos, una vez fuera de Manhattan, Vivien había encontrado un tráfico bastante fluido. Desde que dejara el Triborough a la derecha, había recorrido la Bruckner Expressway bastante rápido.

A sus espaldas el sol se estaba poniendo y la ciudad se preparaba para el atardecer. El cielo tenía una profunda luminosidad azul, tan nítida que parecía pintada. Un color que sólo la brisa de Nueva York sabía regalar, cuando lograba limpiar esa pequeña porción de infinito que cada uno se ilusionaba que tenía sobre sí.

El teléfono del coche interrumpió la música de la radio. La tenía como acompañamiento de fondo a bajo volumen, un sonido con reglas e intenciones precisas de mezclarse con el informe murmullo del tráfico.

Activó el manos libres y concedió permiso de entrada a quien llamaba. En su coche y en sus pensamientos.

– ¿Vivien?

– Sí.

– Hola, soy Nathan.

Una aclaración inútil. Había reconocido la voz de su cuñado. La habría incluso reconocido en el fragor de una batalla.

«¿Qué quieres, bastardo de mierda?», pensó.

– ¿Qué quieres, bastardo de mierda? -dijo.

Hubo un instante de silencio.

– No me perdonarás nunca, ¿verdad?

– Nathan, el perdón es para quien se arrepiente. El perdón es para quien trata de reparar el mal que ha hecho.

Su interlocutor esperó un poco, como para dar tiempo a que las palabras de Vivien se perdieran en la distancia que los separaba.

– ¿Has visto a Greta en este tiempo?

– ¿Y tú?

Vivien lo agredió, porque sentía ganas de pegarle cada vez que lo veía o lo oía. En ese momento, si hubiera estado sentado a su lado, le habría roto la nariz de un codazo.

– ¿Cuánto hace que no ves a tu mujer? ¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu hija? ¿Por cuánto tiempo crees que podrás seguir escondiéndote?

– Vivien. Yo no me escondo, yo…

– ¡Yo, una mierda, grandísimo hijo de puta!

Había aullado. Y se había equivocado al hacerlo. El desprecio que sentía por ese hombre no tenía que manifestarse con bramidos. Debía expresarse con el silbido de una serpiente.

Y se transformó en serpiente.

– Nathan, tú eres un gallina. Lo has sido siempre y lo seguirás siendo. Y cuando te encontraste con dificultades demasiado grandes para ti, hiciste lo único que sabes hacer: salir pitando.

– Siempre he cubierto todas sus necesidades. A veces hay elecciones que…

Ella lo interrumpió con brusquedad.

– No tenías elección. Tenías responsabilidades y debías asumirlas. Esa basura de cheque que envías cada mes no es suficiente para compensar tu fuga. Y mucho menos para dar paz a tu conciencia. O sea que no me llames para saber cómo está tu mujer. Ni para preguntarme por tu hija. Si quieres sentirte mejor, levanta ese puto culo sobre el que te sientas y ve a comprobarlo personalmente.

Apretó el fin de llamada con tanta fuerza que por un momento temió haberlo roto. Se quedó mirando al frente, mientras conducía y escuchaba los latidos de su corazón. Una pocas y punzantes lágrimas le empañaron los ojos. Se secó la cara con el dorso de la mano y trató de serenarse.

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