Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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– Hola, Peter, ¿qué haces por aquí?

– Necesito hablar contigo, Vivien.

Había una nota de incomodidad en su voz, y ella abandonó la sonrisa del saludo.

– Claro, dime…

– No, aquí no. ¿Quieres dar un paseo?

Sorprendida, Vivien asintió y poco después estaban en el exterior. Curtin se dirigió hacia la Tercera Avenida y Vivien lo acompañó. Había tensión y él trataba de aligerarla. Ella no entendía a favor de quién.

– ¿Cómo van las cosas aquí? ¿Bellew sigue teniendo a todo el mundo con la cuerda tensa?

– No des rodeos, Peter, ¿qué ocurre?

Su colega miraba a otro lado. Y ese lado a Vivien no le gustaba nada.

– Sabes bien cómo van las cosas en esta ciudad. Escort y cosas por el estilo. Asian Paradise, Ebony Companions, Transex Dates. Y el ochenta por ciento de los que anuncian spa, masajes, etcétera, no son más que casas de citas. Sucede en todo el mundo, pero esto es Manhattan. Éste es el centro del mundo y aquí sucede todo más… -Peter se interrumpió. Finalmente se decidió a mirarla a los ojos-. Hemos tenido un soplo. Un sitio de lujo en el Upper East Side, frecuentado por hombres a los que les gustan las chicas muy jóvenes. A veces los chicos. En cualquier caso, todos menores de edad. Entramos y pillamos a varias personas. Y…

Hizo una pausa que para Vivien fue una premonición. Con un hilo de voz pronunció un ruego con una sola palabra:

– ¿Y?

Y la premonición se había transformado en realidad.

– Una de esas personas era tu sobrina.

De golpe, todo el mundo subía a una noria. Vivien sintió dentro de sí algo parecido a la muerte.

– Fui yo quien entró en la habitación donde…

Peter no tuvo fuerzas para añadir nada. Ese silencio fue lo que dejó vía libre a la fantasía de Vivien y resultó peor que las peores palabras.

– Por suerte la conocía y por un milagro logré sacarla del prostíbulo. -Peter le cogió los brazos-. Si se hace pública esta historia, meterán la nariz los asistentes sociales. Con una situación familiar como la vuestra,, es seguro que será confiada al cuidado de alguna institución. Es una chica que necesita ayuda.

Vivien lo miró a los ojos.

– No me lo estás diciendo todo, Peter.

Un instante de terror. Después una respuesta que él hubiera querido no dar y que ella hubiera querido no escuchar.

– Tu sobrina se droga. Le encontramos cocaína en un bolsillo.

– ¿Cuánta?

– No suficiente como para pensar que camellea. Pero debe de esnifar bastante cada día si ha llegado a…

«A prostituirse para conseguir dinero», terminó la frase Vivien en su cabeza.

– ¿Dónde está?

Peter señaló un coche, en un punto indefinido de la calle.

– Está en mi coche. Una colega la vigila.

Vivien le apretó una mano. Para transmitir y para recibir.

– Gracias, Peter. Eres un amigo. No te debo una, sino miles…

Se dirigieron hacia el coche de Peter. Vivien recorrió el breve trayecto como una sonámbula, con la urgencia y el miedo de encontrarse con su sobrina, con…

… la misma ansiedad con que la esperaba ahora.

El sonido de unos pasos la obligó a abrir los ojos y la transportó a un presente que era un pasado un poco mejorado.

Se levantó y se volvió hacia la entrada. Se encontró ante su sobrina. Llevaba en la mano una bolsa de deportes. Era tan guapa como su madre, y como su madre estaba de algún modo hecha trizas. Pero para ella había una esperanza. Debía de haberla.

John Kortighan se había quedado atrás, en el umbral. Protector y vigilante, como siempre. Pero también discreto, para no invadir con su presencia aquel momento de intimidad. Le dirigió un gesto de asentimiento con la cabeza, que era a la vez un saludo y una validación. Vivien devolvió el saludo. John Kortighan era el brazo derecho del padre McKean, el sacerdote que había fundado Joy, la comunidad que en ese momento cuidaba de Sundance y otros chicos con experiencias como la suya.

Vivien le hizo a su sobrina una leve caricia en la mejilla. Cada vez que la veía no podía evitar un sentimiento de culpa. Por todo lo que no había hecho. Por estar tan ocupada atendiendo a gente lejana como para no entender que quien más necesidad tenía de ella se encontraba a un paso de distancia. Alguien que, a su manera, había pedido ayuda sin que nadie la escuchase.

– Me alegro de verte, Sunny. Hoy estás muy guapa.

La chica sonrió. En sus ojos había un aire pícaro, pero no provocativo.

– Tú eres guapa, Vunny. Yo soy estupenda, deberías saberlo.

Habían reiniciado ese juego de cuando era una niña, cuando se habían puesto esos apodos, Sunny y Vunny, que de alguna manera se habían convertido en un código. La época en que Vivien la peinaba y le decía que un día se convertiría en una mujer estupenda. Tal vez en una modelo, quizás en una actriz. E imaginaban juntas todo lo que podría llegar a ser.

«Todo, menos lo que efectivamente ha sido…»

– Bien, ¿vamos?

– Claro. Estoy lista.

La chica levantó el saco en que llevaba ropa para los días que pasarían juntas.

– ¿Has traído la ropa de rock?

– El uniforme reglamentario.

Vivien había logrado hacerse con dos entradas para el concierto de U2 del día siguiente en el Madison Square Garden.

Sundance era fan de la banda y esa circunstancia había favorecido no poco la concesión de dos días de permiso de Joy.

– Entonces iremos.

Se acercaron a John Kortighan. Era un tipo de estatura mediana, con un cuerpo enérgico, vestido con unos tejanos comunes y una camiseta de algodón. Tenía una expresión franca, ojos sin sorpresas y el aire decidido de quien piensa más en el futuro que en el pasado.

– Adiós, Sundance. Nos veremos el lunes.

Vivien le ofreció la mano. El hombre la estrechó con vigor.

– Gracias, John.

– Gracias a ti. Diviértete y haz que se divierta. Marchaos, yo me quedaré todavía un poco.

Salieron dejando al hombre en la calma de la iglesia.

La noche había abandonado cualquier traza de luz natural para vestirse con la ostentación de las luces artificiales. Subieron al coche y se dirigieron a Manhattan, el triunfo de ese make-up luminoso. Vivien conducía con serenidad y escuchaba lo que le decía su sobrina, dejando espacio a cualquier argumento que decidiera abrir.

Vivien no nombró a la madre y la muchacha tampoco lo hizo, como si por un acuerdo tácito cualquier pensamiento oscuro debiera apartarse en ese momento. No era para engañar a la memoria, ni para ignorarla. Sin necesidad de decirlo, cada una custodiaba dentro de sí la certeza de que lo que estaban tratando de reconstruir no era sólo para ellas.

Siguieron de esa manera hasta que Vivien, con cada giro de las ruedas y cada latido del corazón, tuvo la sensación de que sus papeles de tía y sobrina se transformaban poco a poco en los de amigas. Sintió que se disolvía algo dentro de sí, que se decoloraba la imagen de Greta que atormentaba sus días, y se esfumaba la que atormentaba sus noches: Sundance desnuda en brazos de un hombre más viejo que su padre.

Estaban dejando atrás la Roosevelt Island y bordeaban el East River hacia el Downtown cuando aquello ocurrió. A la derecha, medio kilómetro por delante de ellas, el fulgor de una luz se superpuso y borró todas las otras y por un instante pareció la concentración de todas las luces del mundo.

Después, el pavimento pareció temblar bajo las ruedas del coche y a través de las ventanillas llegó la inequívoca evidencia de una explosión.

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