Ante ella, por un desgarrón en el cemento, asomaba un antebrazo cubierto de lo que quedaba de una cazadora de tela. En el interior se veía una calavera con restos de piel apergaminada y residuos de cabello. Tenía la sonrisa alegórica de Feria de los muertos y también su significado de muerte violenta.
Vivien se acercó a la pared y observó con atención el brazo, el cuerpo y la tela de la manga. Trató de mirar dentro, intentando recoger el más mínimo detalle que le sirviera para hacerse una primera impresión, que a menudo se revelaba como la exacta.
Se volvió y vio que los de la Científica y un hombre con chaqueta deportiva y tejanos estaban más allá de la cinta policial esperando instrucciones. Vivien nunca lo había visto, pero por el aire vagamente aburrido comprendió que debía de ser el forense. Tal vez había llegado mientras ella examinaba el cuerpo.
Vivien se le acercó.
– Vale. Tratemos de sacarlo de allí.
Jeremy Cortese se aproximó y señaló al operario que se mantenía aparte.
– Si quiere, dispongo de un hombre que no tiene problemas con los cadáveres. Ayuda a su cuñado en una empresa de pompas fúnebres.
– Llámelo.
El jefe de obras hizo un gesto al obrero, que se acercó. Era un tipo de poco más de treinta años, con cara de niño y unos rasgos vagamente exóticos. A los lados del casco se veía un brillante cabello negro. Vivien pensó que entre sus antepasados había asiáticos.
Sin decir nada, el operario se acercó a la pared y se agachó para coger el martillo neumático.
Vivien se puso a su lado.
– ¿Cómo te llamas?
– Tom. Tom Dickson.
– Bien, Tom. Es un trabajo delicado y debe hacerse con gran cuidado y prudencia. Todo lo que hay dentro de este nicho puede ser muy importante. Si no te importa, preferiría que uses maza y cincel, aunque sea un trabajo más largo y engorroso.
– Tranquila. Sé lo que hago. Encontrará todo lo que necesita.
Vivien le puso una mano en el hombro.
– Me fío de ti, Tom. Adelante.
Tuvo que admitir que ese hombre conocía su oficio. Amplió la abertura de modo que el interior fuera accesible, sin mover ni una pulgada la posición del cadáver y haciendo que el desmonte cayera hacia fuera.
Vivien le pidió la linterna a Salinas y se acercó para echarle un vistazo al sepulcro. La luz del día todavía era intensa, pero dentro había una ligera penumbra que no permitía distinguir bien los detalles. Y sólo Dios sabía cuántos de esos detalles se necesitaban en un caso como ése. Barrió con la luz las paredes y los restos del hombre. La estrechez del espacio había impedido que el cuerpo resbalase y cayese a tierra. Estaba apoyado en la parte izquierda, con una inclinación innatural. Esta posición había hecho creer, desde el exterior, que tenía la cabeza sobre los hombros. El ambiente cerrado y la poca humedad lo habían casi momificado, por lo que estaba más entero que lo habitual en esos casos. Y, por lo tanto, era mucho más difícil hacerse una idea de cuánto tiempo llevaba escondido entre esas paredes.
«¿Quién eres? ¿Quién te ha matado?»
Vivien sabía que para las familias de personas desaparecidas lo peor era la incertidumbre, la ansiedad de no saber. Alguien que una noche, un día salía de casa y sin ninguna razón no regresaba. Por la falta del cuerpo, durante toda la vida sus seres queridos se preguntarían qué, dónde y por qué. Sin dejar nunca de alimentar una esperanza que sólo el tiempo sabía empañar con paciencia.
Volvió a su inspección.
Cuando iluminó el lugar se percató de que en el suelo, cerca de los pies del cadáver, había un objeto cubierto de polvo que a primera vista parecía una billetera. Pidió unos guantes de látex, se metió por la abertura y lo cogió. Después se irguió e hizo un gesto a los técnicos de la Científica y al forense.
– Bien, señores. Vuestro turno.
Mientras ellos se ponían a trabajar, examinó el objeto que tenía en la mano.
Sopló con delicadeza para quitar el velo de polvo. Era de imitación de cuero y debía de haber sido negro o marrón, y más que una billetera parecía un portadocumentos. Lo abrió con cuidado. Los compartimentos de plástico duro estaban pegados y se separaron con un ligero ruido de papel desgarrado.
Dentro había dos fotos, una a cada lado.
Les quitó la protección y metió delicadamente los dedos para no estropearlas. Las inspeccionó a la luz de la linterna. En la primera aparecía un muchacho de uniforme y con casco que, apoyado en un vehículo blindado, miraba al objetivo con seriedad. Alrededor, la vegetación traía ecos de un país exótico. La giró y detrás encontró algo escrito y desteñido por el tiempo. Algunas letras estaban desdibujadas, pero no tanto como para volverse ilegibles.
«Cu Chi District 1971.»
La otra foto, mucho mejor conservada, la sorprendió. El personaje era el mismo joven que en la otra foto miraba al fotógrafo con aire reflexivo. Estaba de civil, con una camiseta con dibujos psicodélicos y pantalones de trabajo. En esta imagen tenía el pelo largo y sonreía, mostrando a la cámara un gran gato negro que sostenía en brazos. Vivien estudió con atención a la persona y al animal. Al principio creyó que lo que veía era una deformación debida a la perspectiva, pero se dio cuenta de que la primera impresión era la buena.
El gato sólo tenía tres patas.
En el reverso no había nada escrito.
Le pidió a Bowman, el otro agente, dos bolsas de plástico en las que metió con cuidado el portadocumentos y las fotografías. Se acercó a Frank Ritter, el jefe de grupo de la Científica con quien había colaborado otras veces, y le expuso la situación.
– Querría que analizarais este material. Huellas digitales si las hubiera, y un estudio de la ropa de la víctima, con anexos y conexiones. Además quiero una ampliación de las fotos.
– Veremos qué se puede hacer. Pero yo no esperaría demasiado. Todo me parece muy viejo.
«Tenía necesidad de que me lo dijeras tú.»
Mientras hablaban, el cadáver fue extraído del nicho y colocado con delicadeza en una camilla. El forense estaba de pie ante el cuerpo y se inclinó para examinarlo. Aquello que fuera un hombre había llegado a su último día vistiendo un chaleco de tela y unos pantalones de aspecto ordinario.
El forense rodeó la camilla y se puso al lado de Vivien. Limitaron al mínimo las presentaciones.
– Jack Borman.
– Vivien Light.
Los dos sabían quién era el otro, dónde estaban y qué estaban haciendo. En aquel momento, cualquier otra consideración pasaba a un segundo plano.
– ¿Podrá darme alguna pista sobre la causa de la muerte?
– Por la posición de la cabeza, y sin tecnicismos, puedo suponer que alguien le rompió el hueso del cuello. Con qué, no lo sé. Eso quedará claro después de la autopsia.
– ¿Cuánto tiempo cree que llevaba allí?
– Por el estado de conservación, diría que unos quince años, pero también hay que tener en cuenta las condiciones del lugar; con el análisis de los tejidos podremos ser más precisos. Creo que en esto será significativo lo que digan los de la Científica sobre la ropa.
– Gracias.
– De nada.
Mientras el forense se alejaba, Vivien se dio cuenta de que todo lo que podía hacerse ya se había hecho. Dio la orden de trasladar el cadáver, saludó a los presentes y los dejó ocupándose de sus asuntos. Tal como estaban las cosas, decidió que era inútil hablar con el obrero que había encontrado el cadáver. Le había hecho el encargo a Bowman de que anotara los datos de todas las personas que podrían ser útiles para la investigación. Las escucharía más adelante, incluyendo al señor Charles Brokens, el propietario de la empresa que cada mañana se despertaba teniendo a aquella bruja a su lado en la cama.
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