Detrás del mostrador había un negro con las manos esposadas a la espalda. Un agente uniformado lo sostenía por un brazo y otro estaba formalizando los detalles del arresto.
Vivien entró y respondió con un gesto el saludo del agente. Se volvió a la derecha y se encontró en una habitación amplia, pintada de un color indefinido, con sillas colocadas en línea en el centro y un panel blanco colgado de una pared. Había otro panel junto a un escritorio elevado. Era la sala de reuniones donde a los agentes se les comunicaba el orden del día y se impartían las directrices generales para las operaciones.
El capitán Alan Bellew apareció por una puerta de vidrio que daba al corredor, frente a la entrada. Apenas la vio, se le acercó con un paso veloz que transmitía la sensación de vigor físico. Era un hombre alto, práctico y capaz, a quien le gustaba su trabajo y sabía hacerlo.
Estaba al tanto de la difícil situación familiar de Vivien, y sabía de la carga que tenía que arrastrar pese a su juventud. Sus indiscutibles méritos en el trabajo lo habían llevado a tenerla en especial consideración. Entre ellos había crecido una relación de aprecio mutuo que les llevó a colaborar, siempre con óptimos resultados. Uno de los compañeros de Vivien la había definido como «la coca de Bellew», pero cuando llegó a oídos del capitán, éste se lo llevó aparte y le dijo algo. Nadie supo qué, pero desde ese momento habían desaparecido las alusiones.
Cuando la tuvo allí, según su estilo fue al grano.
– Tenemos un homicidio. Un cadáver que según dicen lleva años allí. Salió a la superficie en unas obras de demolición. Estaba emparedado entre los muros divisorios de un semisótano.
Hizo una pausa para darle tiempo a Vivien de hacerse una idea de la situación.
– Me gustaría que te ocuparas.
– ¿Dónde es?
Bellew hizo un gesto con la cabeza en una dirección imprecisa.
– A dos manzanas de aquí, en la calle Veintitrés esquina Tercera Avenida. La Científica ya debe de estar allí. El juez de instrucción también está yendo. Bowman y Salinas ya están en el lugar y tendrán la situación bajo control hasta que llegues.
En ese momento Vivien comprendió adónde se dirigían los dos agentes que había visto salir cuando llegaba.
– ¿No es un asunto que concierne a los del Cold Case?
El Cold Case Squad era el departamento policial que se ocupaba de los homicidios no resueltos después de años de haber sido cometidos. Fríos como pocos. Y, considerando las palabras del capitán, ése era un caso así.
– Por ahora nos ocuparemos nosotros. Después veremos si es oportuno pasárselo a ellos.
Vivien sabía que, debido a su carácter, el capitán Alan Bellew consideraba que el Distrito 13 era su territorio particular y que no soportaba la intromisión de polis que no dependiesen directamente de él.
La detective asintió con un gesto.
– De acuerdo, ya voy.
En ese momento dos hombres salieron de una puerta a la derecha del mostrador, al otro lado del vestíbulo. El de más edad tenía el cabello gris y un buen bronceado.
Golf, o navegación a vela. «O las dos cosas», pensó Vivien.
El traje oscuro, la cartera de cuero y el aire de gravedad eran tres elementos que le colgaban como un cartel: abogado.
El más joven, de unos treinta y cinco años, llevaba gafas oscuras y en el rostro demacrado le asomaba una barba de varios días. Su ropa era más informal y tenía trazas de una noche pasada en el calabozo. Y no sólo allí, ya que tenía un moretón en el labio y la manga izquierda de la chaqueta se veía arrancada desde el hombro.
Salieron sin mirar a nadie. Vivien y Bellew los siguieron con la mirada hasta que desaparecieron en el vaivén de la puerta de vidrio. El capitán insinuó una sonrisa.
– Anoche en el Plaza hemos tenido un huésped célebre.
Vivien conocía bien aquella frase. En la planta superior, al lado de una gran sala donde se alineaban los escritorios de los detectives, tan próximos que parecían una exposición de muebles de oficina, había un calabozo. Solía usarse para aparcar, a veces durante toda la noche, a los detenidos que esperaban ser liberados bajo fianza o ser transferidos a la cárcel cercana, en Chinatown. Lo habían bautizado como el «Plaza», en alusión al gran hotel, por la incomodidad de los largos bancos de madera adosados a la pared.
– ¿Quién es ese tipo?
– Russell Wade -dijo el capitán.
– ¿El que ganó el Pulitzer a los veinticinco años y se lo quitaron tres meses después?
El capitán hizo una mueca con los labios. La sonrisa había desaparecido.
– Sí, el mismo.
Vivien percibía cuando en la voz de su superior había huellas de amargura. Cualquier persona la habría sentido frente a un sistemático y complaciente sentido de autodestrucción. Por motivos personales, ella también conocía esa situación.
– Lo cogimos anoche en una redada en una timba clandestina, trompa perdido. Se resistió al arresto. Creo que hasta se ganó un guantazo de Tyler. -Bellew archivó ese breve paréntesis y retomó el tema principal-. Dejemos en paz a los vivos. Ahora tendrás que ocuparte de un muerto. Ha esperado mucho, tengamos la cortesía de no prolongarle la espera.
– Creo que tiene derecho.
Bellew se fue y de golpe Vivien estaba fuera, en el aire dulce de esa tarde del final de primavera. Mientras bajaba los pocos escalones de la entrada, por un momento tuvo a su derecha una visión fugaz de Russell Wade y el abogado; se alejaban en una limusina con chófer. El gran coche se movió y le pasó por delante. El huésped de una noche del Plaza se había quitado las gafas y miró hacia fuera, sus miradas se cruzaron. Por un instante Vivien penetró en esos dos intensos ojos azules y se sorprendió por la gran tristeza que reflejaban. Después el coche avanzó y aquel rostro desapareció con el movimiento y mientras subía la ventanilla. Durante un instante dos planetas de los extremos opuestos de la galaxia se habían rozado, pero la distancia había sido restablecida por la simple barrera de un cristal ahumado.
Sólo un instante y Vivien volvió a ser quien era y lo que el mundo esperaba de ella. El lugar donde habían encontrado el cuerpo estaba tan cerca que hubiera llegado antes andando. Mientras tanto ya estaba elaborando la poca información que tenía entre manos. Una obra en construcción era el lugar ideal para hacer que una persona indeseada desapareciera para siempre. Ésta no sería la primera vez, ni la última. Un asesinato, un cuerpo escondido en una viga de cemento, la vieja historia de locura y violencia.
«¿Y cuál gana?»
El combate entre lobos había comenzado en la noche de los tiempos. A lo largo de los siglos siempre hubo alguien que alimentó al lobo equivocado. Vivien se desplazó con la inevitable excitación que sentía cada vez que se acercaba a un nuevo caso. Y con la certeza de que, lo resolviera o no, como siempre todos saldrían derrotados.
Llegó a las obras subiendo por la Tercera Avenida.
Había caminado cruzando semáforos, escaparates de bares, mucha gente, siendo una persona normal entre personas normales. Ahora saldría del anonimato que hasta ese momento la había fundido con la humanidad que la rodeaba, para volver a ser quien era. La llegada de un detective a la escena del crimen era un momento especial, como cuando para un actor se abría el telón. Nadie habría tocado nada ni movido un dedo desde que le encargaron la investigación. Conocía las sensaciones que tendría. Y sabía que, como siempre, estaría contenta de no poder prescindir de ellas. El lugar donde se había cometido un homicidio, fuera reciente o del pasado, nunca carecía de un morboso atractivo. Algunos escenarios de catástrofes incluso se habían convertido en destinos turísticos. Para ella, era el lugar donde dejar de lado las emociones y desarrollar su trabajo. Todas las hipótesis que pudiera haberse formulado durante el breve trayecto pasarían ahora la prueba de los hechos.
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