Detrás de los cristales de la ventana sin cortinas se entreveía el mar, que reflejaba el azul ventoso del cielo de abril. Cuando Michael McKean era niño, en días serenos como aquél, su madre le decía que el sol le daba al aire un color como el de los ojos de los ángeles y que el viento les impedía llorar.
Una arruga amarga dio una nueva forma a su boca y cambió la expresión a su rostro. Aquellas palabras llenas de fantasía y color habían sido transmitidas a una mente todavía tan limpia como para absorberlas y conservarlas en la memoria para siempre. Pero la CNN transmitía en ese momento otras palabras y otra iconografía, llamadas a componer en la memoria futura unas imágenes que, desde siempre, sólo la guerra tenía el triste privilegio de representar.
Y la guerra, como cualquier epidemia, antes o después llegaba a todas partes.
En primer plano aparecía la cara de Mark Lassiter, un enviado especial con la expresión consciente, a la vez que incrédula, de todo lo que estaba viendo y diciendo, y que llevaba bajo los ojos, en el cabello y el cuello de la camisa, las marcas de una noche en blanco. A sus espaldas, las ruinas de un edificio destripado de cuyo interior aún salían unas burlonas volutas de humo, hijas moribundas de unas llamas que habían iluminado durante horas la oscuridad y el espanto de las personas. Los bomberos habían luchado toda la noche para apagar el fuego y ahora, a un lado, los largos chorros de las motobombas indicaban que el trabajo no había terminado.
«Lo que ven ustedes detrás de mí es el inmueble que ayer fue parcialmente destruido por una potentísima explosión. Después de una primera inspección sumaria, los expertos se han abocado al trabajo de establecer las causas. Hasta el momento no se conoce reivindicación alguna que sirva para establecer si se trata de un atentado terrorista o de un simple y trágico accidente. Lo único que sabemos es que el número de muertos y desaparecidos es bastante alto. Los bomberos están trabajando sin descanso y sin ahorro de medios para extraer de las ruinas los cuerpos, con la esperanza de encontrar algún superviviente. Éstas son las impresionantes imágenes aéreas, enviadas por nuestro helicóptero, que muestran sin necesidad de comentarios la magnitud de esta tragedia que ha caído sobre la ciudad y todo el país, y que traen a la memoria otras imágenes y otras víctimas que la historia no dejará de recordar.»
La toma había cambiado y Lassiter pasó a comentar las tomas aéreas. Desde las alturas, la escena era aun más desgarradora. El edificio, una construcción de ladrillo rojo de veintiuna plantas, había resultado seccionado por la mitad en sentido longitudinal. La parte derecha se había derrumbado pero, en vez de arrastrar todo el edificio, había caído de lado dejando una espina erecta, como un dedo que indicara la dirección del cielo. La línea de fractura era tan nítida que de ese lado se veían las habitaciones sin pared externa y retazos de muebles y demás objetos que para los seres humanos constituyen la vida cotidiana.
En la última planta, una sábana blanca había quedado clavada en una reja y se movía desolada por el viento y por el desplazamiento del aire que provocaba el helicóptero, como una bandera de rendición o de luto. Por ventura la parte separada se había derrumbado hacia una zona arbolada, un pequeño parque con juegos para niños, una cancha de baloncesto y dos pistas de tenis, que había recibido el derrumbe evitando que golpeara otros edificios y aumentara el número de víctimas. Al expandirse hacia East River, la explosión no había afectado a los edificios de la parte opuesta, aun cuando todos los cristales, en un perímetro considerable, se habían pulverizado. Alrededor del edifico martirizado y sus ruinas había un colorido batiburrillo de vehículos de socorro y hombres que entregaban todo su vigor y esperanza en aquella lucha contra el tiempo.
El comentarista volvió al primer plano sustituyendo con su rostro grave las imágenes de muerte y desolación.
«El alcalde Wilson Gollemberg ha decretado el estado de emergencia y se ha desplazado al escenario de la catástrofe. Durante toda la noche ha participado activamente en las operaciones de socorro. Tenemos una declaración hecha por él ayer noche, después de su llegada al lugar.»
Una vez más cambiaba el encuadre, la calidad de la imagen mermada. El alcalde, un hombre alto y con un rostro franco que transmitía la sensación de vibrar de ansiedad al tiempo que irradiaba firmeza y confianza, estaba iluminado por las luces blancas de las cámaras, que así combatían el contraluz de llamas desbocadas a sus espaldas. En ese momento de confusión y emergencia había hecho pocos comentarios sobre lo que acababa de ocurrir.
«No es posible por el momento hacer un balance y sacar conclusiones. Sólo una cosa puedo prometer como alcalde a mis conciudadanos y como estadounidense a mis compatriotas. Si hay uno o más responsables de este execrable acto, han de saber que para ellos no habrá escapatoria. Su ferocidad y su infamia tendrán el castigo que merecen.»
Otra vez el cronista en directo desde un espacio que para mucha gente ya no sería el mismo.
«Por el momento es todo desde el Lower East Side de Nueva York. Una conferencia de prensa está prevista para los próximos minutos. Informaremos de inmediato si se produjeran novedades.»
La imagen y la respuesta de los presentadores del estudio llegaron al mismo tiempo que la llamada en el teléfono móvil, apoyado en una mesita junto a la butaca. El sacerdote quitó el audio del televisor y respondió. Del aparato surgió la voz ligeramente alterada por la emoción de Paul Smith, en anciano párroco de Saint Benedict.
– Michael, ¿estás viendo la televisión?
– Sí.
– Es terrorífico.
– Sí, lo sé.
– Toda esa gente, esos muertos. Toda esa desesperación. No logro entenderlo. ¿Qué puede tener en la cabeza alguien que hace algo así?
El padre McKean se sintió víctima de un extraño y desolado agotamiento. La fatiga que golpea la humanidad de un hombre cuando se ve obligado a enfrentarse a la inhumanidad de otros.
– Hay algo de lo cual tenemos que darnos cuenta, Paul. Mucho me temo que el odio ha dejado de ser sólo un sentimiento. Se está volviendo un virus. Cuando infecta el ánimo, la mente se pierde. Y las defensas de las personas son cada vez más ineficaces.
Al otro lado del teléfono hubo un momento de silencio, como si el viejo sacerdote estuviera reflexionando sobre las palabras que había oído. Después manifestó una duda, quizás el verdadero motivo de su llamada.
– Con lo que acaba de suceder, ¿crees que será oportuno celebrar una misa solemne? ¿No crees que algo más discreto sería mejor, dadas las circunstancias?
En la parroquia de Saint Benedict, la misa más importante del domingo era la de las once menos cuarto. Por eso, en la indicación de horarios en la vitrina se anunciaba como misa solemne. En la balconada sobre la entrada de la iglesia, donde estaba instalado el órgano, se situaba el coro. Durante la ceremonia, otros vocalistas cantaban salmos directamente en el altar. El inicio del culto incluía una pequeña procesión en la cual, además de cuatro monaguillos en hábito blanco, también participaban algunos feligreses escogidos entre los asiduos.
McKean lo pensó un poco y sacudió la cabeza, como si el párroco pudiera verlo.
– No creo, Paul. Pienso que la misa solemne, justo hoy, será una toma de posición y una respuesta concreta a esta barbarie, llegue de donde llegue. No dejaremos de rogar a Dios del modo que consideremos más digno. Y con la misma solemnidad rendiremos honores a las víctimas inocentes de esta tragedia. -Hizo una pausa-. Lo único que quizá podríamos hacer es cambiar la lectura. En la liturgia de hoy está previsto un pasaje del Evangelio de Juan. Yo lo sustituiría por el Sermón de la Montaña. Las bienaventuranzas. Forman parte de la experiencia de todos, aun de los no creyentes.
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