– Padre McKean, si me baso en sus reglas de medición, esta salsa puede ser considerada como pecado de gula.
– O sea que además de temer por nuestros cuerpos deberíamos temer por nuestras almas…
Desde el extremo opuesto de la cocina, los chicos que limpiaban y cortaban verduras sonrieron. Ese tipo de esgrima verbal era habitual entre el sacerdote y la cocinera, fruto del afecto y de la necesidad de divertirse. Janet Carraro cogió una cuchara de madera, la introdujo en la salsa y se la ofreció al sacerdote con gesto de desafío.
– Compruébelo usted mismo, hombre de poca fe. Y acuérdese de santo Tomás.
McKean sopló sobre la salsa para que se enfriara y se acercó la cuchara a los labios. El gesto de duda de un primer instante cedió paso a una expresión de éxtasis. Sin dudarlo, reconoció el robusto sabor de la salsa a la amatriciana de la señora Carraro.
– Le pido perdón, señora Carraro. Es la mejor salsa boloñesa que he probado.
– Es una salsa a la amatriciana.
– Entonces tendré que recordarlo, si no seguirá sabiéndome a salsa boloñesa.
La cocinera fingió sentirse indignada.
– Si no fuera usted la persona que es, por esa afirmación metería solapadamente una dosis extra de guindillas en su plato. Y no esté seguro de que no vaya a hacerlo. -Pero su cara sonriente y su tono desmentían su amenaza. Le señaló la puerta con la cuchara-. Y ahora váyase y deje trabajar a las personas, si quiere comer cuando vuelva. Boloñesa o amatriciana o lo que sea.
El sacerdote se encontró con John Kortighan junto a la puerta del patio. Sonreía por el pequeño espectáculo que había presenciado. Mientras le sostenía la puerta vertió su juicio crítico.
– Muy divertido. Tú y la señora Carraro podríais dedicaros a la comedia.
– Ya lo ha dicho Shakespeare. Ragú or not ragú, that is the question , ¿recuerdas?
La risotada de su colaborador lo siguió hasta el exterior y se perdió sin ecos en el aire fresco. Estaban en el patio y se dirigieron hacia el flanco derecho del edificio, donde esperaban los chicos dentro de un pequeño autobús que clamaba por un repaso de chapa y pintura.
El padre McKean se detuvo un momento y alzó la vista hacia el cielo sereno. A pesar del intercambio de bromas, le había entrado una sensación de desasosiego a la que no lograba dar un nombre.
No obstante, cuando subió al vehículo y saludó a los chicos, la ternura y la alegría de estar juntos lo alejaron un momento del pensamiento que había tenido un rato antes, como una mala noticia. Mientras el viejo autobús recorría el camino de tierra hacia la salida del predio, dejando atrás la casa envuelta en una nube de polvo, la sensación de amenaza volvió a tomar posesión de sus pensamientos. Revisó las imágenes que había visto en televisión y tuvo la impresión de que el viento, el mismo que impedía que ángeles y hombres lloraran, había dejado de soplar de golpe.
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.
El reverendo McKean estaba de pie a la izquierda del altar, ante un atril, un par de escalones por encima del suelo de la iglesia. Cuando con su voz profunda concluyó la lectura, se quedó un instante en silencio, con la mirada fija en la página, para dejar que sus palabras llegaran a todos los rincones. No era un recorrido largo, pero en ese momento tampoco era fácil. Al fin, alzó la cabeza y recorrió con la mirada la iglesia llena de gente.
Después empezó a hablar.
– Las frases que acabáis de oír pertenecen a uno de los más célebres sermones de Jesús. Y la celebridad le ha llegado no sólo por la belleza de las palabras y su fuerza evocativa, sino por su importancia durante los siglos que siguieron. En esos pocos pasos está incluida la esencia de la doctrina que Jesús predicó durante los últimos tres años de su vida. Él, que haciéndose hombre trajo a la Tierra el pacto entre los hombres y el Padre, nos indica la esperanza con su mensaje pero no nos invita a la rendición. No significa que cada uno de nosotros deba aceptar pasivamente lo que sea injusto, doloroso y funesto en un mundo hecho por Dios pero gobernado por los hombres. Ante todo nos recuerda que nuestra fuerza y nuestro sostén en la lucha de cada día están en la fe. Y nos la pide. No la impone. Como un amigo, simplemente nos la pide.
Hizo una pausa y volvió a dirigir la mirada al atril. Cuando levantó la cabeza permitió sin reparo que los presentes vieran que las lágrimas bajaban por sus mejillas.
– Todos sabéis lo que ocurrió ayer en nuestra ciudad. Las terribles imágenes que cada uno de nosotros tenemos ante los ojos no son nuevas, como tampoco el horror que producen, el dolor y la piedad cuando nos encontramos frente a pruebas como ésta, pruebas que debemos superar.
Hizo una pausa para que los presentes entendieran y recordaran.
– Que todos debemos superar, sí, todos, hasta la última persona, porque el dolor que golpea a uno solo de nosotros lo hace con todo el género humano. Estamos hechos de carne, con nuestras debilidades y nuestra fragilidad, y cuando llega un hecho luctuoso e inesperado, un hecho incomprensible que compromete nuestra existencia y supera nuestra tolerancia, la primera reacción es la de preguntarse por qué Dios nos ha abandonado.
El de preguntarnos por qué, si es que somos sus hijos, permite que sucedan estas cosas. También lo hizo Jesús, cuando en la cruz sintió que su parte humana exigía el tributo de dolor que le había requerido la voluntad del Padre. Y entendedlo: en ese momento Jesús no tenía fe.
Hizo una pausa. Ese domingo había un silencio nuevo en la parroquia.
– En ese momento Jesús era la fe. -Subrayó especialmente esa frase antes de seguir-. Si le ocurrió al hombre que vino al mundo con el propósito de traernos la redención, es comprensible que pueda ocurrimos también a nosotros, que somos los beneficiarios de aquella voluntad y sacrificio, y a la cual damos gracias cada vez que nos dirigimos al altar.
Una nueva pausa y su voz volvió a ser la de un amigo, más que la de un predicador de la fe.
– Oíd: a un amigo se lo acepta tal como es. A veces tenemos que hacerlo aun cuando no comprendamos, porque en algunos casos la confianza debe estar antes que la comprensión. Si actuamos así por un amigo, que es humano y lo sigue siendo, con más razón debemos hacerlo por Dios, que es nuestro Padre a la vez que nuestro mejor amigo. Cuando no entendamos debemos ofrecer esa fe que se nos pide aunque seamos pobres, estemos enfermos, tengamos hambre y sed, nos persigan, insulten o acusen injustamente. Porque Jesús nos enseñó que la fe viene de nuestra bondad, de la pureza de nuestro corazón, de nuestra misericordia y de nuestro deseo de paz.
»Y nosotros, recordando las palabras de Jesús en la montaña, tendremos esa fe. Porque nos prometió que si bien el mundo en que vivimos es imperfecto, si el tiempo en el que envejecemos es imperfecto, lo que obtendremos a cambio será un sitio maravilloso, sólo para nosotros. Y que no habrá un tiempo, porque será para siempre.
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