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Giorgio Faletti: Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato» Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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– Te amo, Arijane. Te amaba ya antes de conocerte, y no lo sabía.

Ella no respondió. Se limitó a mirarlo bajo el reflejo de la luz de la cabina. Jochen sintió un pequeño escalofrío de inquietud; pero ya lo había dicho, y no podía ni quería volver atrás.

Segundo carnaval

La cabeza del hombre emerge del agua no muy lejos de la proa del Forever . A través del cristal de sus gafas de bucear, identifica la cadena del ancla y braceando con lentitud la alcanza. La aferra con la mano derecha y se queda observando el barco, cuyo casco de fibra de vidrio refleja la luz de la luna llena. Su respiración es acompasada y tranquila.

La botella de cinco litros que carga a la espalda no permite inmersiones largas, pero es ligera, manejable y garantiza una autonomía suficiente para sus necesidades. Viste un mono de neopreno negro, anónimo, sin inscripciones ni accesorios de color, suficientemente grueso para brindarle una buena protección del frío durante el tiempo que permanezca en el agua. No puede usar una linterna, pero la claridad casi descarada del plenilunio le permite prescindir de ella sin dificultad. Intentando evitar el menor chapoteo, se desliza de nuevo bajo la superficie del agua, bordea la silueta del casco sumergido, cuya larga deriva, que se prolonga hacia las sombrías profundidades, se dibuja a contraluz. Luego emerge del lado de la popa de la elegante embarcación y se agarra a la escalerilla, que ha quedado baja.

Bien.

Esto le evitará inútiles acrobacias para subir a bordo. Desenrolla la cuerda que lleva alrededor de la cintura. Engancha un mosquetón a la escalerilla y ata al otro extremo de la cuerda el maletín con cierre hermético que ha traído consigo. Rápidamente comienza a quitarse la botella, las aletas y el cinturón de plomo, que deja atados a la escalerilla, a un metro por debajo de la superficie del agua.

No puede correr el riesgo de entorpecer sus movimientos, aunque conjetura que el factor sorpresa jugará a su favor: ya que es muy probable que los dos ocupantes del barco estén dormidos, debería resultarle bastante fácil cumplir con su cometido.

En el instante en que va a sacarse los plomos oye unos pasos sobre el puente. Se aparta de la escalerilla y se oculta a estribor, donde se vuelve invisible. Desde allí, entre las sombras, ve que la muchacha surge en lo alto de la escalerilla y permanece de pie allí, fascinada por el juego de la luz lunar sobre el mar en calma. Durante unos segundos, su albornoz blanco es un reflejo más; después, con un solo gesto felino, deja que se deslice hasta el suelo y queda desnuda bajo la luna.

Desde su puesto de observación, el hombre ve su perfil y admira su cuerpo esbelto y vigoroso, la línea perfecta de un pecho pequeño y firme; sigue con la mirada la curva de las nalgas, que se funde en las piernas largas y musculosas.

Con movimientos que parecen producir destellos de plata, la joven alcanza la escalerilla, extiende una pierna y con el pie prueba la temperatura del agua.

El hombre sonríe. Es la sonrisa afilada de un tiburón.

Le cuesta creer en su suerte.

Espera ardientemente que la joven no tema enfrentarse con el agua fría y sucumba a la tentación de un baño de mar bajo la luna llena. Como si hubiera leído su pensamiento, la muchacha se da la vuelta, comienza a bajar los peldaños y se desliza con suavidad en el agua; se estremece al contacto del mar frío, que le pone la carne de gallina y le endurece agradablemente los pezones.

Se aleja del barco nadando sin prisa, mar adentro, del lado opuesto al que se halla al acecho la figura con el mono negro. El movimiento silencioso con que el hombre se sumerge en el agua tiene la siniestra agilidad del predador que juega con su presa desprevenida, un juego cruel en el que siempre se apuesta a la muerte.

Ayudándose con las manos, el hombre vacía por completo sus pulmones valiéndose del respirador, para descender más velozmente; luego comienza a nadar en dirección a la muchacha. Muy pronto se encuentra debajo de ella; levanta la cabeza y la ve allá arriba, una mancha oscura a contraluz sobre la superficie del mar, moviendo los pies y las manos para mantenerse a flote. El hombre sube despacio; respira con bocanadas cortas para que las burbujas no delaten su presencia. Cuando la joven está al alcance de su mano, la agarra de los tobillos y tira con fuerza hacia abajo.

Arijane se da cuenta con estupor de la fuerza violenta que la arrastra bajo la superficie. La inmersión es tan súbita que ni siquiera tiene tiempo de llenar de aire los pulmones. De golpe se encuentra un metro bajo el agua, y casi enseguida nota que se afloja la presión en los tobillos. Patea instintivamente, para impulsarse hacia arriba, pero dos manos se apoyan con fuerza sobre sus hombros y la empujan más abajo, hacia el fondo, lejos de la superficie que brilla sobre su cabeza como una promesa sarcástica de aire y luz. Luego dos brazos rapaces le rodean el busto y le presionan el pecho; reconoce el contacto resbaladizo del neopreno de un traje de buzo que se adhiere a su espalda desnuda; nota un cuerpo desconocido junto al suyo, mientras el agresor le rodea la pelvis con las piernas para impedirle todo movimiento.

El terror le bloquea la razón con un muro de hielo.

Comienza a debatirse salvajemente, gimiendo, pero sus pulmones, ya con poco oxígeno, consumen en un instante todas sus escasas reservas. A medida que aumenta la necesidad de aire, Arijane siente que las fuerzas la abandonan poco a poco, mientras su cuerpo, inmovilizado por el apretón mortal de ese otro cuerpo agarrado con tenacidad al suyo, es arrastrado, de manera inexorable, hacia la noche sin luna del fondo del mar.

Se da cuenta de que está a punto de morir, de que alguien la está matando sin que se le conceda saber por qué. De sus ojos escapan lágrimas amargas, saladas, que van a confundirse con los millones de gotas anónimas del mar que, indiferente, la envuelve. Siente que la oscuridad de ese abrazo se dilata y comienza a formar parte de ella, como un frasco de tinta negra derramada en agua limpia. Una mano fría e implacable hurga con frenesí en cada parte de su cuerpo, dentro, fuera, como tratando de extinguir hasta la menor chispa de vida que encuentre, antes de alcanzar su joven corazón de mujer y detenerlo para siempre.

El hombre nota que el cuerpo que aferra se relaja de repente, en el instante mismo en que la vida lo abandona. Espera unos segundos y después gira el cadáver de frente a él, pasa los brazos por debajo de las axilas y comienza a mover los pies, enfundados en las aletas, para emerger al aire. A medida que se acerca a la superficie iluminada, el rostro de la joven deja de ser una mancha oscura y, poco a poco, va cobrando forma ante el cristal de las gafas. Aparecen las facciones delicadas, la nariz fina, la boca entreabierta, de la que salen unas últimas, pocas, burlonas burbujas de aire. Aparecen los espléndidos ojos verdes sin vida, fijos en la instantánea morbosa de la muerte, claramente visibles al aproximarse a esa luz que ya no pueden ver, que ya no les pertenece.

El hombre observa el rostro de la mujer a la que acaba de matar como un fotógrafo contempla cómo se revela una fotografía que le produce particular impaciencia. Cuando está totalmente seguro de la belleza de esa cara, el tiburón vuelve a sonreír.

Al fin la cabeza del hombre emerge del agua. Todavía sosteniendo el cadáver, se acerca a la escalerilla. Coge la cuerda que antes ha anudado a la estructura tubular y rodea el cuello de la muerta, para impedir que se hunda mientras él se quita la botella y el snorkel. El cuerpo se desliza bajo el agua y provoca un ligero remolino. El pelo de la joven flota a pocos centímetros de la superficie, siguiendo el chapoteo de las olas contra el casco, como los tentáculos de una medusa bajo la luz de la luna.

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