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Giorgio Faletti: Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato» Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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– ¿Por qué la centralita no filtró la llamada?

– Nadie entiende qué ha sucedido. Raquel dice que la llamada no pasó por ella. Por un motivo que no se explica, llegó directamente a la línea del estudio. Habrá habido algún cruce, qué sé yo. Para mí, que la nueva centralita electrónica ha comenzado su lucha por la independencia. Ya verás, terminaremos peleando contra las máquinas, como en Terminator.

Salieron de la dirección uno al lado del otro, hacia el despacho de Bikjalo; no tenían el valor de mirarse a la cara. Entre ellos se alzaba la pared invisible de aquellas dos palabras:

«Yo mato…»

Pasaron perplejos ante el puesto de los ordenadores. Daba la impresión de que el sonido angustiante de aquella voz aún seguía flotando en el aire.

– ¿Y aquella música, al final? Me parece conocerla…

– A mí también. Si no me equivoco, es la banda sonora de una película. Creo que Un hombre yuna mujer, un viejo filme de Lelouch. Del sesenta y seis, o quizá anterior.

– ¿Y qué significa?

– ¿A mí me lo preguntas?

Jean-Loup todavía estaba aturdido. Se enfrentaban a algo absolutamente nuevo, imposible de comparar con ninguna de sus anteriores experiencias radiofónicas. Sobre todo desde el punto de vista emocional.

– ¿Qué piensas tú?

– Una broma estúpida.

Laurent acompañó sus palabras con un gesto de indiferencia, pero aun así parecía que había hablado más para convencerse a sí mismo que para convencer al otro.

– ¿Eso crees?

– Pues sí. Dejando de lado el misterio de la centralita, creo que no ha sido más que un idiota que nos ha gastado una broma de pésimo gusto.

Se detuvieron frente a la puerta del despacho de Bikjalo, y Jean-Loup empuñó el picaporte. Al fin se miraron a la cara. Laurent reafirmó su pensamiento.

– Solo será algo que contar en el Sporting y reírse un rato.

Sin embargo, la expresión de Laurent revelaba que no estaba totalmente convencido de lo que decía. Jean-Loup empujó la puerta y, mientras entraban en el despacho del director, se preguntó si aquella llamada era una promesa o una apuesta.

3

Jochen Welder accionó el mando del cabrestante eléctrico y mantuvo pulsado el botón para hacer descender el ancla y un largo de cadena suficiente para fondear el Forever. Concluida la maniobra, apagó el motor. La embarcación, un espléndido velero de dos mástiles de veintidós metros, diseñado por su amigo Mike Farr y construido expresamente para él en el astillero Beneteau, comenzó a virar despacio. Empujado por una brisa ligera que soplaba en dirección a tierra, siguió la corriente, y quedó con la proa hacia el mar abierto. Arijane, que se había encargado de controlar el descenso del ancla, fue hacia él; atravesó el puente con paso desenvuelto, apoyándose solo de vez en cuando en la borda para amortiguar el efecto del leve balanceo de las olas. Jochen, con los ojos entornados, la contemplaba mientras se aproximaba, y admiró por enésima vez su figura esbelta, atlética, vagamente andrógina. Con una sensación de calor en la boca del estómago, absorbió la solidez de su cuerpo y el encanto de sus gestos. Sintió que el deseo ascendía como un pequeño dolor y pensó con gratitud en las casualidades del destino: le había ofrecido una mujer que ni siquiera de haber podido hacerla él con sus propias manos se habría acercado tanto a su ideal de perfección.

Todavía no había tenido el valor de decirle que la amaba.

Ella lo alcanzó cerca del timón, le pasó los brazos alrededor del cuello y le dio en la mejilla un beso suave. Jochen sintió el calor de su aliento y el aroma natural de su cuerpo, y pensó una vez más que no existe mejor perfume que el de una piel que huele bien. La de ella sabía a mar y a secretos por descubrir, poco a poco, sin prisa. La sonrisa de Arijane resplandeció en el contraluz del crepúsculo y Jochen, más que verlo, imaginó el reflejo centelleante de sus ojos.

– Bajaré a ducharme. Después, si quieres, puedes ducharte tú también, y sobre todo podrías afeitarte esta barba. Quizá entonces acepte cualquier propuesta que quieras hacerme después de cenar…

Jochen esbozó una sonrisa cómplice y se pasó una mano por el mentón, cubierto por una barba de dos días.

– Qué extraño, creía que a las mujeres os gustaban los hombres con la barba un poco descuidada…

Imitó la voz de los actores de las películas de aventuras de la década de los cincuenta.

– Esos que os rodean la espalda con un brazo y con el otro navegan hacia el horizonte.

Arijane, siguiendo el juego, anduvo hacia la escalera con el contoneo de una diva del cine mudo.

– No me cuesta nada imaginarme un viaje hacia el horizonte contigo, mi héroe, pero no creo que cambie mucho si me ahorras que lo haga con las mejillas ardiendo.

Desapareció como una actriz detrás de bastidores después de un golpe de efecto.

– Arijane Parker, tus adversarios te toman por una gran ajedrecista, pero ninguno de ellos sabe qué eres en realidad…

Ella asomó la cabeza un instante, curiosa.

– ¿O sea?

– ¡La comedianta más hermosa que he conocido!

– ¡Vale! Por eso soy tan buena jugadora de ajedrez; porque no me tomo nada en serio.

Y desapareció de nuevo. Jochen vio en el puente el reflejo de la luz encendida, y poco después oyó el agua de la ducha.

La sonrisa no se borraba de su cara.

Había conocido a Arijane hacía unos meses, en ocasión del Gran Premio de Brasil, en una recepción organizada por uno de los patrocinadores del equipo, una multinacional de ropa de deporte. Por lo general trataba de evitar los compromisos mundanos, en especial cuando se avecinaba una carrera, pero esa vez se trataba de un evento a beneficio del Unicef, y no había podido negarse.

Bastante incómodo, vagaba por los salones llenos de gente; le sentaba tan bien el esmoquin que nadie habría podido imaginar que lo había alquilado para la ocasión. En la mano, una copa de champán que no terminaba de beber; en el rostro, un aburrimiento que no conseguía disimular.

– ¿Es usted siempre tan divertido, o está haciendo hoy un esfuerzo especial?

Se dio la vuelta al oír el sonido de la voz y se encontró con la sonrisa y los ojos verdes de Arijane. También ella llevaba un esmoquin de hombre, con una camisa abierta, sin la clásica pajarita. En los pies, un simple par de zapatillas de deporte blancas. Con esa ropa y el pelo negro y corto, parecía una versión elegante de Peter Pan. Jochen, que había visto muchas veces su foto en los periódicos, reconoció enseguida a Arijane Parker, la excéntrica muchacha de Boston que había salido del anonimato poniendo entre la espada y la pared a los mejores campeones de ajedrez del mundo. Le había hablado en alemán, y Jochen había respondido en el mismo idioma.

– Como alternativa me habían propuesto fusilarme. Pero, como tengo unos compromisos para el fin de semana, no tuve más remedio que aceptar esto.

Con un movimiento de cabeza señaló el salón lleno de gente. La sonrisa de Arijane se acentuó y su expresión divertida dio a Jochen la sensación de haber superado un examen. Ella tendió una mano.

– Arijane Parker.

– Jochen Welder.

Al estrecharle la mano, Jochen tuvo la clara sensación de que aquel gesto tenía un significado particular, que en las miradas que intercambiaban había algo que las simples palabras no podían expresar. Luego salieron a la gran terraza, que parecía suspendida en el respiro silencioso de la noche brasileña.

– ¿Cómo es que hablas tan bien el alemán?

– La segunda mujer de mi padre, que casualmente es mi madre, es de Berlín. Por suerte siguió casada con él el tiempo suficiente para enseñármelo.

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