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Giorgio Faletti: Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato» Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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– ¿Y por qué la dueña de una cabeza tan hermosa decide tenerla inclinada durante horas y horas sobre un tablero?

Arijane arqueó una ceja y le devolvió la pelota, respondiendo a su pregunta con otra pregunta:

– ¿Por qué el dueño de una cabeza tan interesante decide esconderla en esa especie de cazuela en la que acostumbráis ponerla los pilotos?

Léon Uriz, el representante del Unicef que había organizado la velada, llegó en ese momento para reclamar su presencia en el gran salón. Jochen dejó a Arijane de mala gana y lo siguió, decidido a regresar cuanto antes para responder a la pregunta. Antes de cruzar el umbral de las grandes puertas de cristal se volvió a mirarla. Estaba de pie cerca de la balaustrada, observándole, con una mano en el bolsillo. Con una sonrisa y un gesto cómplice levantó hacia él la copa de champán que sostenía en la otra mano.

Al día siguiente, después de los entrenamientos libres del jueves, fue a verla al torneo. Su llegada provocó sensación entre el público y los periodistas. Resultaba evidente que la presencia de Jochen Welder, dos veces campeón del mundo de Fórmula Uno, en una partida de Arijane Parker no podía ser fruto de la casualidad, ni tampoco de un súbito interés por el ajedrez. Ella estaba sentada ante el tablero, separada del jurado y el público por una barrera de madera. Volvió la cabeza al oír los murmullos y, al verle, su expresión no cambió en absoluto, como si no le hubiera reconocido. Un instante después, su mirada se fijó otra vez en el tablero que la separaba de su adversario. Jochen admiró su concentración, su cabeza inclinada sobre el juego, la seductora incongruencia de esa figura delgada de mujer en un ambiente en general muy masculino. A partir de ese momento, Arijane cometió algunos errores incomprensibles. Él no entendía nada de ajedrez, pero lo intuyó por los comentarios del apasionado público que colmaba la sala. De golpe, ella se levantó y echó el rey sobre el tablero, en señal de rendición. Sin mirar a nadie, con la cabeza baja, salió por la puerta de madera que se abría al fondo de la sala. Jochen intentó alcanzarla, pero ella desapareció sin dejar rastro.

Las pruebas cronometradas y las obligaciones previas a la competición le impidieron buscarla, pero la mañana del Gran Premio, poco después de la rueda de prensa de los pilotos, se la encontró por sorpresa en el box. Mientras controlaba la ejecución de las modificaciones del coche que había propuesto a los mecánicos después de los ejercicios de calentamiento, la voz de Arijane lo sorprendió como en el primer encuentro.

– Debo decir que el mono no te sienta tan bien como el esmoquin, pero al menos es más alegre.

Se dio la vuelta y la vio frente a él; sus brillantes ojos verdes y el pelo medio oculto bajo una gorra. Llevaba una camiseta liviana, debajo de la cual se adivinaban los senos, y un pantalón corto, rojo, como casi todos los que allí estaban. Alrededor del cuello llevaba un cordón del que pendía un pase de la federación y un par de gafas de sol sostenidas por una tira de plástico. La sorpresa le había paralizado, tanto que Alberto Regosa, su ingeniero de pista, le soltó con tono burlón:

– ¡Eh, Jochen! ¡Si sigues con la boca abierta no podrás abrocharte el casco!

Apoyó una mano en la espalda de Arijane y respondió al mismo tiempo a ella y a la broma del amigo.

– Ven, salgamos de aquí. Podría presentarte a este individuo, pero no vale la pena, ya que mañana deberá buscarse otro trabajo.

La acompañó fuera del box mientras, con el dedo medio de la mano derecha oculta tras la espalda, contestaba a la broma del ingeniero. Después miró con descaro las hermosas piernas que dejaba ver el pantalón corto.

– La verdad, tampoco a ti te quedaba mal el esmoquin, pero prefiero esto. Siempre pesa una sombra de legítima sospecha sobre las piernas de una mujer con pantalones.

Los dos rieron; después, Jochen le explicó brevemente el ajetreo de la actividad del mundo de las carreras automovilísticas, que Arijane desconocía por completo. Le aclaró quién era quién y qué era esto y aquello; a ratos debía alzar la voz para imponerse al rugido de algún motor. Cuando llegó el momento de colocarse en la parrilla de salida, la invitó a presenciar la carrera desde el box.

– Me temo que ahora debo ir a ponerme la cazuela en la cabeza, como dices tú. Nos vemos después.

Antes de alejarse la confió al cuidado de Greta Ringer, la jefa de prensa del equipo. Luego subió a su coche y mientras los mecánicos le abrochaban el cinturón de seguridad levantó la cabeza y la miró. A través de la abertura del casco, los ojos de ambos volvieron a hablarse, en un idioma que por un instante le hizo olvidar la emoción de la competición. Para él la carrera concluyó enseguida, después de una decena de vueltas. Empezó bien, pero luego, cuando iba en cuarto lugar, la suspensión trasera, punto débil de su coche, cedió de golpe y dio una vuelta sobre sí mismo a la salida de una curva difícil. Chocó con violencia contra las barreras de protección, rebotó hacia el centro de la pista y al fin se detuvo, con su Klover F109 casi destrozado. Por radio avisó al equipo que todo estaba bien, y volvió a pie. Al llegar al box buscó a Arijane con la mirada, pero no la encontró. Solo después de haber explicado el motivo del accidente al director del equipo y a los técnicos pudo salir a buscarla. Estaba en la caravana, sentada junto a Greta, que se alejó discretamente cuando le vio llegar. Arijane se levantó y le rodeó el cuello con los brazos.

– Puedo aceptar que tu presencia me haga perder la semifinal de un torneo importantísimo, pero creo que me costará mucho más sentir que muero un poco cada vez que tú arriesgues la vida en estos circuitos. Ahora puedes besarme, si quieres…

Desde ese día no se separaron.

Jochen encendió un cigarrillo y se quedó solo, sentado en la penumbra, fumando y contemplando las luces de la costa. Había anclado el barco a poca distancia de Cap Martin, frente a Roquebrune y bajo la gran «V» azul que brillaba en la montaña: la insignia del Vista Palace, el gran hotel de lujo construido al borde de un abismo. A la izquierda resplandecía Montecarlo, hermosa y artificial como una dentadura nueva, inmersa en sus luces inmerecidas y en el dinero que no le pertenecía. Habían pasado tres días desde el Gran Premio y, después de las multitudes del fin de semana de la competición, la ciudad volvía rápidamente a su normalidad plastificada. Donde poco antes habían rugido los coches de carrera se reanudaba el tráfico perezoso y ordenado bajo el sol de mayo; pero el verano que se avecinaba en Montecarlo no habría de ser como los anteriores, ni para él ni para los demás.

Jochen Welder, a los treinta y cuatro años, se sentía viejo y tenía miedo.

El miedo era algo que conocía bien, un compañero habitual para todo piloto de Fórmula Uno, con el que se acostaba la víspera de cada carrera, fuera quien fuese la mujer que en ese momento compartiera su cama y su vida. Había aprendido incluso a reconocer su olor, en los monos impregnados de sudor colgados a secar en el box. Durante mucho tiempo había enfrentado y dominado su miedo, durante mucho tiempo lo había olvidado cada vez que se ponía el casco o subía al coche y se abrochaba el cinturón de seguridad, esperando la oleada de adrenalina que invadía sus venas. Ahora era distinto; ahora tenía miedo del miedo. Ese que sustituye el instinto con el razonamiento, que te hace despegar el pie del acelerador un segundo antes de lo necesario, y que un segundo antes de lo necesario te hace encontrar el pedal del freno. Ese que de golpe te deja mudo y habla solo a través de un cronómetro, que muestra cuan breve es un segundo para un hombre común y cuan largo, en cambio, para un piloto.

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