Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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«Yo mato…»

La amenaza que contenía la inscripción y los puntos suspensivos eran aterradores. Roger tenía veintiocho años y no era un héroe; sin embargo, algo más fuerte que él le empujó hacia la puerta de lo que probablemente era el dormitorio. Se detuvo un instante, con la boca seca por la tensión, ante la hoja entornada, y después la empujó con un gesto decidido.

Notó una tufarada de olor dulzón, que le cogió de la garganta y le provocó náuseas. Ni siquiera tuvo fuerzas para gritar. Durante los años que le quedaran de vida, aquella visión le provocaría pesadillas cada noche.

El policía que estaba subiendo a bordo y la gente reunida en el muelle le vieron salir al puente como loco, doblarse por encima de la borda y vomitar en el mar; su cuerpo se sacudía con violentas convulsiones histéricas.

5

Frank Ottobre se despertó y tomó conciencia de su cuerpo, tendido entre las sábanas de una cama que no era la suya, en una casa que no era la suya, en una ciudad que no era la suya.

Un instante después, el recuerdo se filtró en su cabeza como el sol entre las persianas; el dolor seguía intacto, como la noche anterior. Si todavía había un mundo y en ese mundo había una forma de olvidar, su mente le prohibía ambas cosas. Comenzó a sonar el teléfono inalámbrico apoyado en la mesilla de noche, a su izquierda. Ottobre se volvió en la cama y tendió la mano hacia el aparato y su titilante señal roja.

– ¿Diga?

– Hola, Frank.

Cerró los ojos y enseguida vio el rostro que le evocaba esa voz. Nariz roma, pelo color arena, ojos grises, olor a loción para después de afeitar, andar indolente, gafas oscuras en ocasiones, y un traje gris que era casi un uniforme.

– Hola, Cooper.

– Ya sé que para ti es temprano, pero estoy seguro de que ya estabas despierto.

– Ya… ¿Qué sucede?

– Aquí, en este momento, prácticamente de todo. La locura total. Estamos de servicio durante las veinticuatro horas. Si fuéramos el doble de los que somos, todavía necesitaríamos el doble de hombres para hacerle frente. Todos realizan un gran esfuerzo por simular que no ha sucedido nada, pero tienen miedo. Y no podemos reprochárselo, porque nosotros también tenemos miedo.

Una breve pausa.

– ¿Y cómo estás tú?

«Sí, ¿cómo estoy yo?»

Frank se planteó la pregunta como si en ese preciso instante hubiera recordado que estaba vivo.

– Bien, supongo. Me divierto con la jet set de Montecarlo. El único peligro es que, entre tantos millonarios, corro el riesgo de creerme rico también yo. Me iré cuando me den ganas de comprarme un yate de cuarenta metros y encima me parezca algo normal.

Se levantó de la cama, desnudo, fue al baño en penumbras, con el teléfono pegado a la oreja, y se puso a orinar.

– Si consigues comprarlo, cuéntame cómo lo has hecho; quizá pruebe yo también.

Cooper no se había dejado engañar por su ironía, pero prefería seguirle el juego. Frank se lo imaginó sentado en su despacho, con una sonrisa tensa y, pintada en el rostro, la pena que sentía por él. Cooper era el de siempre. Él, en cambio, era un hombre que se estaba yendo a pique, y ambos lo sabían.

Otro instante de silencio; después, a Frank casi le pareció oír con claridad el silbido con que se deshinchaba el fingido buen humor de Cooper. Su voz se volvió más dura, más ansiosa.

– Frank, ¿no crees…?

Ya sabía lo que iba a decirle, y le interrumpió enseguida.

– No, Cooper. Todavía no. No quiero volver. Es demasiado pronto.

– ¡Frank, Frank, Frank! Ya ha pasado casi un año. ¿Cuánto tiempo crees que necesitarás para…?

En la cabeza de Frank, las palabras del amigo se perdieron en el enorme espacio que se abría entre Montecarlo y Estados Unidos. Oía solo las voces de sus pensamientos.

«Sí, ¿cuánto tiempo, Cooper? ¿Un año, cien años, un millón de años? ¿Cuánto necesita un hombre para olvidar que destruyó dos vidas?»

– Además, Homer ha dicho claramente que puedes volver al servicio cuando quieras, si eso te sirve de algo. En todo caso, nos serviría a nosotros. Sabe el cielo cuánto necesitamos a gente como tú en este momento… ¿No crees que estar aquí y volver a sentirte parte de algo…, llegar al final de todo esto…?

De pronto la voz de Frank fue como una hoja muy afilada que cortaba cualquier tentativa de acercamiento:

– Cooper, al final de todo esto hay una sola cosa.

El silencio de Cooper daba a entender que había una pregunta que gritaba en su cabeza, y que temía formularla, incluso en susurros. Al fin recuperó la voz, y la distancia que separaba Montecarlo de Estados Unidos no era nada comparada con la que se abría entre ambos.

– ¿Qué es, Frank? Por el amor de Dios…

– Dios no tiene nada que ver aquí. Es algo que me atañe a mí. A mí y solo a mí. Y tú sabes que es una lucha sin prisioneros.

Se apartó el teléfono de la oreja y se quedó mirando en la penumbra el dedo que presionaba la tecla para cortar la comunicación.

Alzó la vista hacia el cuerpo desnudo que se reflejaba en el gran espejo del cuarto de baño. Unos pies descalzos sobre el mármol frío del suelo; unas piernas musculosas; los ojos apagados, y el tórax, con cicatrices rojizas que lo atravesaban.

Movida como por voluntad propia, la mano derecha se alzó con lentitud para tocarlas. Sin hacer nada por reprimirlo, dejó que llegara el soplo cotidiano de muerte que habitaba en él.

Cuando se despertó, lo primero que vio fue el rostro de Harriet. Después, lentamente, también el de Cooper emergió de la niebla. Cuando logró enfocar el cuarto, vio a Homer Woods, sentado, impasible, en un pequeño sillón apoyado contra la pared frente a la cama; el pelo peinado hacia atrás; sus ojos azules le miraban sin expresión detrás de unas gafas con montura de oro.

Volvió la cabeza hacia su mujer y se dio cuenta, como en un sueño, de que se encontraba en una habitación de hospital. Distinguió la luz verdosa que se filtraba por las persianas venecianas, un ramo de flores en la mesa, los tubos que salían de su brazo, el bip monótono de un aparato; todo giraba. Trató de hablar, pero la voz no salía.

Harriet se inclinó y acercó su cara a la de él. Le apoyó una mano en la frente. Él sintió la mano pero no oyó las palabras, porque volvió a hundirse en ese lugar profundo del que apenas había emergido.

Cuando al fin volvió en sí y pudo hablar y saber, Homer Woods estaba allí, de pie al lado de Harriet.

Pero Cooper no.

La luminosidad de la estancia parecía distinta, pero era todavía -o de nuevo- luz de día. Frank se preguntó cuántas horas habían pasado desde su último despertar, y si Homer había permanecido allí todo aquel tiempo. Tenía el mismo traje, y también la misma expresión. Aunque Frank recordó que nunca le había visto otro traje ni otra expresión. Tal vez en su casa tenía un armario lleno de trajes y de expresiones todos iguales. En la oficina lo llamaban «Mister Husky» por sus ojos azules, que parecían de vidrio, como los de un husky.

Harriet volvió a ponerle una mano en la frente; una lágrima bajaba por su rostro. Una lágrima que parecía formar parte de ella, como si estuviera allí desde el principio de los tiempos.

– Hola, amor. Bienvenido.

Se levantó de la silla junto a la cama y posó sus labios sobre los de él, en un suave beso salado. Frank aspiró su aliento como un marinero el perfume de la costa, el aire del hogar al que regresa.

Con discreción, Homer retrocedió un paso.

– ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estoy? -preguntó Frank con una voz afónica que no le parecía la suya. Sentía un dolor raro en la garganta y no recordaba nada. La última imagen que conservaba era la de una puerta que él abría de una patada mientras sus manos apuntaban el arma hacia el interior de una habitación. Después, un relámpago y un trueno y la sensación de que una mano enorme lo lanzaba por el aire, hacia una oscuridad sin dolor.

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