Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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De nuevo se hizo el silencio, como para confirmar que ya se había dicho todo lo que se podía decir.

Hulot se levantó, indicando que la reunión había concluido.

– Señores, es inútil que les recuerde la importancia que el menor indicio puede tener en este caso. Tenemos a un asesino en libertad que de algún modo juega con nosotros proporcionándonos indicios de lo que parece ser su único objetivo: matar de nuevo. Cualquier cosa que se les ocurra, a cualquier hora del día o de la noche, no tengan reparo en llamarnos, a mí, a Frank Ottobre o al inspector Morelli. Antes de marcharse, apunten los números.

Se levantaron todos. Uno a uno salieron de la sala. Los dos técnicos de la policía se fueron primero, como si quisieran evitar el enfrentamiento directo con Hulot. Los otros esperaron para que Morelli les diera una tarjeta con los números de teléfono. El inspector se entretuvo un poco más al dárselos a Barbara, que no pareció molesta por ello. En otra situación, Frank habría considerado que el interés del policía era una falta, pero en aquel momento le pareció una revancha que se tomaba la vida.

Lo dejó pasar.

Se acercó a Cluny, que hablaba en voz baja con Hulot.

Los dos se apartaron ligeramente para hacerlo partícipe de la conversación.

– Quería hacerles notar -dijo el psicopatólogo- que en la llamada hay un indicio importante para evitarnos confusiones o Pérdidas de tiempo…

– ¿Cuál? -preguntó Hulot.

– El sujeto nos ha dado la prueba de que no se trataba de una broma y que es realmente él quien ha asesinado a esos dos pobres desdichados del barco.

Frank asintió con la cabeza.

– «No es mi mano la que lo ha escrito»…

– Exacto. Solo el verdadero asesino podía saber que el mensaje se escribió de forma mecánica y no a mano. No lo he comentado delante de todos porque me parece que es una de las pocas cosas relativas a la investigación que no es de dominio público.

– Exacto. Gracias, doctor Cluny. Buen trabajo.

– De nada. Hay algunos análisis que debo hacer. Lenguaje, tensión vocal, sintaxis y cosas así. Continuaré estudiándolo hasta que surja algo. Hágame llegar una copia de la cinta.

– La tendrá. Buenas noches.

El psicopatólogo salió de la sala.

– ¿Y ahora? -preguntó Bikjalo.

– Ustedes ya han hecho lo que podían -respondió Frank-. Ahora nos toca a nosotros.

Jean-Loup parecía trastornado. Sin duda habría preferido prescindir de aquella experiencia que había vivido. Quizá lo sucedido no era tan excitante como había imaginado.

«La muerte nunca es excitante; la muerte es sangre y moscas», pensó Frank.

– Has estado muy bien, Jean-Loup. Yo no lo hubiera hecho mejor. La costumbre no sirve de nada. Cuando hay que vérselas con un asesino,siempre es la primera vez. Ahora ve a tu casa y trata de no pensar en ello…

«Yo mato…»

Todos sabían que aquella noche no habría lugar para el sueño. No mientras alguien salía de su casa en busca de un pretexto para desahogar su ferocidad y de otra presa para aliviar su locura. Los susurros que sonaban en su cabeza se volvían gritos que podían mezclarse con los alaridos de una nueva víctima.

Jean-Loup bajó los hombros, derrotado.

– Gracias. Sí, creo que iré a casa.

Se despidió y salió, cargado con un fardo lo bastante pesado para inclinar espaldas más robustas. En el fondo era solo un hombre poco más que un joven, que emitía música y palabras por la radio-

Hulot se dirigió hacia la puerta.

– Bien, vámonos nosotros también. Aquí ya no podemos hacer nada, por el momento.

– Os acompaño. Yo también salgo. Voy a casa, aunque creo que esta noche será difícil dormir… -dijo Bikjalo al tiempo que cedía el paso a Frank.

Cuando llegaron a la puerta, oyeron que alguien marcaba desde fuera el código de la cerradura. La puerta se abrió y apareció Laurent. Parecía muy agitado.

– Menos mal que todavía estáis aquí -dijo-. Se me ha ocurrido una idea. ¡Ya sé quién puede ayudarnos!

– ¿Con qué? -preguntó Hulot.

– Con la música. Sé quién puede ayudarnos a identificarla.

– ¿Quién?

– ¡Pierrot!

A Bikjalo se le iluminó el rostro.

– ¡Claro, Rain Boy!

Hulot y Frank se miraron.

– ¿Rain Boy?

– Es un joven que viene a la emisora a echar una mano y se ocupa del archivo -explicó el director-. Tiene veintidós años, pero el cerebro de un niño. Es el protegido de Jean-Loup, y el chaval se desvive por él; se arrojaría al fuego si él se lo pidiera. Lo llamamos Rain Boy porque es como el personaje de Dustin Hoffinan en la película Rain Man. Tiene limitaciones notables, pero cuando se trata de música es un verdadero ordenador. Es su único don, pero es fenomenal.

Frank miró la hora.

– ¿Dónde vive ese tal Pierrot?

– No lo sé con exactitud. Su apellido es Corbette y vive con su madre en las afueras de Mentón, me parece. El marido era un cabrón que los abandonó en cuanto supo que el hijo era deficiente. ¿Alguien tiene la dirección o el número de teléfono?

Laurent se dirigió deprisa al ordenador del escritorio de Raquel.

– Responde el contestador automático, tanto en el número de la casa como en el móvil de la madre.

El comisario Hulot miró el reloj.

– Lo lamento por la señora Corbette y su hijo, pero creo que esta noche tendrán un despertador fuera de programa…

15

La madre de Pierrot era una mujer gris con un vestido gris.

Sentada en una silla de la sala de reuniones, miraba con ojos aturdidos a los hombres que rodeaban a su hijo. La habían despertado en plena noche, y se había asustado mucho cuando por el intercomunicador le habían dicho que era la policía. Luego le pidieron que despertara a Pierrot, los hicieron vestir deprisa y los metieron en un coche que partió a una velocidad que les dio miedo.

Habían dejado atrás el edificio de apartamentos donde vivían. A la mujer le preocupaban los vecinos; menos mal que a esa hora de la noche nadie los había visto salir en un coche patrulla, como dos delincuentes. Su vida era ya bastante triste, cargada de habladurías y murmullos a su paso, como para añadirle otros.

El comisario, que era el más viejo del grupo y tenía cara de buena persona, la tranquilizó: no tenía nada que temer; necesitaban a su hijo para algo muy importante. Ahora que se encontraban allí, ella se preguntaba para qué podría servir la ayuda de alguien como Pierrot, el hijo al que ella quería como si fuera un genio pero que la gente consideraba a duras penas un idiota.

Miró ansiosa a Robert Bikjalo, el director de Radio Montecarlo el que permitía que su hijo trabajara allí, en un lugar seguro, y se ocupara de lo que más amaba en el mundo: la música. ¿Qué tenía que ver la policía? Rogó que la ingenuidad de Pierrot no le hubiera hecho cometer alguna tontería. No habría soportado que le quitaran a su hijo… La idea de quedarse sola, sin él, y de que él se hallara en alguna parte sin ella, la aterrorizaba. Sintió que los dedos fríos de la ansiedad le cogían y le apretaban el estómago. Con tal que…

Bikjalo le dirigió una sonrisa tranquilizadora, intentando confirmarle que todo estaba bien.

La mujer se volvió y observó al hombre más joven, de rostro duro y barba crecida, que hablaba francés con un ligero acento extranjero; se había puesto en cuclillas para estar a la altura de la cara de Pierrot, que estaba sentado en una silla. El hijo le miraba con curiosidad y escuchaba lo que le decía.

– Disculpa por haberte despertado a estas horas, Pierrot, pero necesitamos tu ayuda para una cosa importante. Una cosa que solo tú puedes hacer…

La mujer se relajó. La cara de ese hombre infundía temor, pero su voz era tranquilizadora y amable. Pierrot le escuchaba sin miedo, y hasta parecía orgulloso de aquella aventura nocturna fuera de programa, del viaje en coche patrulla y de verse convertido de pronto en el centro de atención.

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