– Sin mencionar que este asunto, si se resuelve gracias a ustedes, puede dar a esta emisora y a Jean-Loup una popularidad que de otro modo no obtendrían ni en mil años.
Bikjalo se relajó. Empujó las fotos hacia Frank tocándolas con la punta de los dedos, como si quemaran. Se apoyó en el sillón, aliviado. La conversación volvía a unos parámetros que él podía manejar.
– De acuerdo. Si se trata de ayudar, si se trata de ser útiles, Radio Montecarlo no va a echarse atrás. Por otra parte , Voices es justamente eso: una ayuda para la gente que la necesita. Hay una sola cosa que querría pedirles a cambio, si es posible…
Una pausa. El silencio de Frank lo alentó a continuar.
– Una entrevista exclusiva con usted, realizada por Jean-Loup, en cuanto haya terminado todo. En primicia. Aquí, en la radio.
Frank miró a Hulot, que asintió con un imperceptible movimiento de la cabeza.
– Trato hecho.
Se puso de pie.
– Pronto llegarán nuestros técnicos con sus equipos para pinchar los teléfonos, y otras cosas que les explicarán en detalle. Comenzaremos esta misma noche.
– Bien. Diré a los nuestros que estén a su disposición para brindarles la máxima colaboración.
La reunión había concluido. Todos se levantaron. Frank vio la mirada un poco confundida de Jean-Loup Verdier y le dio un apretón tranquilizador en un brazo.
– Gracias, Jean-Loup. Te agradezco mucho que hayas aceptado. Estoy seguro de que lo harás muy bien. ¿Tienes miedo?
El locutor alzó los ojos claros, verdes como el agua marina.
– Sí, un miedo mortal.
Frank miró la hora. Jean-Loup presentaba el último bloque de publicidad antes del final de la emisión. Laurent hizo un gesto a Barbara. La operadora de sonido desplazó los cursores para hacer fundir la voz del locutor con la cinta grabada.
Tenían cinco minutos de pausa.
Frank se levantó y estiró el cuerpo.
– ¿Cansado? -preguntó Laurent mientras encendía un cigarrillo.
– No demasiado. Estoy acostumbrado a las esperas.
– ¡Dichoso usted! Yo me estoy muriendo de ansiedad -dijo Barbara al tiempo que se levantaba y sacudía su cabellera roja. El inspector Morelli, sentado en una silla apoyada contra la pared, alzó la vista del periódico deportivo que estaba leyendo. De pronto parecía más interesado en el cuerpo de la joven bajo el ligero vestido veraniego que en los acontecimientos del Campeonato Mundial de Fútbol.
Laurent hizo girar su sillón para quedar frente a Frank.
– Quizá no sea asunto mío, pero hay algo que querría preguntarle.
– Pregunte. Después le digo si es asunto suyo o no.
– ¿Qué se siente al hacer un trabajo como el suyo?
Frank le miró un instante como si no lo viera, y Laurent pensó que estaba pensando. No podía saber que en ese momento Frank Ottobre veía a una mujer tendida en la mesa de mármol de un deposito de cadáveres, una mujer que en las buenas y en las malas había sido su esposa. Una mujer que ninguna voz habría podido despertar.
– ¿Qué se siente al hacer un trabajo como el mío?
Frank repitió la pregunta como si tuviera necesidad de oírla de nuevo antes de responder.
– Al cabo de un tiempo, solo se tienen ganas de olvidar.
Laurent giró de nuevo hacia sus aparatos, incómodo. Tal vez había hecho una pregunta estúpida. No lograba sentir simpatía por ese estadounidense de cuerpo atlético y ojos fríos como la escarcha, que se movía y hablaba como si fuera ajeno al mundo que lo rodeaba. Una actitud que excluía cualquier tipo de contacto. Era un hombre que no daba nada, precisamente porque no pedía nada. Sin embargo, estaba allí, a la espera, y ni siquiera él parecía saber qué esperaba.
– Este es el penúltimo anuncio -dijo Barbara al tiempo que se sentaba de nuevo ante el mezclador. Su voz interrumpió ese momento de malestar. Morelli volvió a la crónica deportiva, pero continuó lanzando frecuentes miradas al pelo de la muchacha, que caía en cascada sobre el respaldo de la silla.
Laurent hizo una señal a Jacques, el operador de la consola. Fundido. Comenzó a sonar una música épica de Vangelis. Una luz roja se encendió en la cabina de Jean-Loup. Su voz volvió a sonar en la sala y en el aire.
– Son las once y cuarenta y cinco en Radio Montecarlo. Una noche acaba de comenzar. Estamos aquí con la música que queréis oír y las palabras que queréis escuchar. Nadie os juzga pero todos os escuchan. Esto es Voices . Llamadnos.
La cabina de dirección volvió a llenarse de una música lenta y rítmica, que evocaba las olas del mar. Detrás del cristal de su puesto de trabajo, Jean-Loup se movía tranquilo en un terreno que conocía a la perfección. En la cabina de dirección comenzó a relampaguear el LED de la línea telefónica. Extrañamente, Frank tuvo un escalofrío.
Laurent hizo un ademán hacia Jean-Loup, que asintió con un movimiento de cabeza.
– Alguien nos está llamando. ¿Diga?
Un instante de silencio, y después un ruido antinatural. De improviso, la música de fondo pareció convertirse en una marcha fúnebre. La voz que salió por los altavoces ya la habían oído todos; estaba grabada en una cinta e impresa en sus cabezas.
– Hola, Jean-Loup.
Frank se enderezó en la silla como si una descarga eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo. Hizo chasquear los dedos en dirección a Morelli, que salió de pronto de su pereza, se levantó y cogió su walkie-talkie.
– ¡Aquí está, muchachos! Todos alerta.
– Hola, ¿quién habla? -preguntó Jean-Loup.
En la voz distorsionada del teléfono se adivinaba una especie de sonrisa.
– Ya sabes quién soy, Jean-Loup. Soy uno y ninguno.
– ¿Eres el que ya ha llamado una vez?
Morelli salió de la sala corriendo. Regresó poco después con el doctor Cluny, el psicopatólogo de la policía, que estaba en el pasillo, a la espera, como todos. El hombre cogió una silla y se sentó al lado de Frank. Laurent accionó el interfono, que permitía comunicarse directamente con los auriculares de Jean-Loup sin salir al aire.
– Hágale hablar lo más posible -dijo Cluny mientras se aflojaba la corbata y se desabrochaba el cuello de la camisa.
– Sí, amigo mío. He llamado una vez y llamaré más. ¿Los perros están ahí contigo?
La voz electrónica emitía estelas de fuego del infierno y la frialdad del mármol. La atmósfera de la sala parecía viciada, como si los acondicionadores, en vez de echar aire fresco, lo aspiraran.
– ¿Qué perros?
Una pausa. Luego la voz.
– Los perros que me dan caza. ¿Están ahí contigo?
Jean-Loup levantó la cabeza y los miró; parecía perdido. Cluny se acercó un poco al micrófono del interfono.
– Sígale el juego. Dígale todo lo que quiera oír, pero hágale hablar…
Jean-Loup reanudó la conversación. Su voz parecía de plomo.
– ¿Por qué me lo preguntas? Tú ya sabías que estarían aquí.
– Ellos no me importan. No son nada. Eres tú quien me importa.
– ¿Por qué yo? ¿Por qué me llamas a mí?
Otra pausa.
– Ya te lo he dicho: porque eres como yo, una voz sin rostro. Pero tú tienes suerte; de nosotros dos, tú eres el que puede levantarse por la mañana y salir a la luz del sol.
– ¿Y tú no puedes hacerlo?
– No.
Ese monosílabo seco contenía una negación absoluta, una negativa que no admite réplicas, una renuncia total.
– ¿Por qué? -preguntó Jean-Loup.
La voz cambió. Se volvió más leve, más blanda, como atravesada por ráfagas de viento.
– Porque alguien lo ha decidido así. Y yo no puedo hacer mucho…
Silencio. Cluny se volvió hacia Frank y susurró, sorprendido:
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