– Está llorando…
Después de una larga pausa, el hombre continuó.
– No puedo hacer mucho. Pero hay un solo modo de remediar el mal, y es combatirlo con el mismo mal.
– ¿Por qué hacer el mal, cuando a tu alrededor hay gente que puede ayudarte?
Una nueva pausa. Un silencio, como si reflexionara, y luego de nuevo la voz, una condena rabiosa.
– He pedido ayuda, pero lo único que he obtenido es lo que me ha matado. Díselo a los perros. Díselo a todos. No habrá piedad porque no hay piedad, no habrá perdón porque no hay perdón, no habrá paz porque no hay paz. Solo un hueso para tus perros…
– ¿Qué quieres decir?
Una pausa más larga. El hombre había recuperado el control de sus emociones. La voz fue de nuevo como un soplo de viento que venía de la nada.
– Amas la música, ¿verdad, Jean-Loup?
– Sí. ¿Y tú?
– La música no traiciona, la música es la meta del viaje. La música es el viaje mismo.
De golpe, como la vez anterior, sonó por el teléfono, lenta y persuasiva, la voz de una guitarra eléctrica. Pocas notas, suspendidas solares, el juego de un músico con su instrumento.
Frank reconoció las primeras notas de «Samba para ti» domesticadas por los dedos y la fantasía de quien la tocaba. Solo la guitarra, en una introducción exasperada, alargada hasta el espasmo, a la que respondió un aplauso estrepitoso.
De repente, como había llegado, la música cesó.
– Este es el hueso que te han pedido los perros. Ahora debo irme, Jean-Loup. Esta noche tengo cosas que hacer.
El locutor hizo la pregunta con voz temblorosa:
– ¿Qué tienes que hacer esta noche?
– Ya sabes qué hago de noche, amigo mío. Lo sabes muy bien.
– No lo sé. Te lo ruego, dímelo.
Silencio.
– No es mi mano la que lo ha escrito, pero ya saben todos qué hago de noche…
Otra pausa que fue como el suspenso de un redoble de tambor.
– Yo mato…
La voz desapareció de la línea pero permaneció en sus oídos como un cuervo en los hilos del teléfono. Las últimas palabras fueron el relámpago de un flash. Por un instante sus caras y sus cuerpos se transformaron en un reflejo, como si hubieran perdido la profundidad que permite que el aire llegue a los pulmones.
Frank fue el primero en recobrarse.
– Morelli, llama a los muchachos y pregunta si han logrado algo. Laurent, ¿estamos seguros de que se ha grabado todo?
El director estaba apoyado en el tablero, con el rostro entre las manos. Barbara respondió por él.
– Sí. ¿Ahora puedo desmayarme?
Frank la miró. Su cara era una mancha blanca bajo una madeja de pelo rojo. Las manos le temblaban un poco.
– No, Barbara, ahora la necesito. Haga hacer enseguida una copia de la llamada; la necesito en cinco minutos.
– Ya está hecha. Había preparado una segunda grabadora en pausa; la he puesto en marcha un segundo después del inicio de la llamada. Basta con rebobinar la cinta.
Morelli echó a la joven una mirada de admiración, de modo tal que no le pasara inadvertida.
– Excelente. Muy hábil. ¿Morelli?
Morelli apartó los ojos de Barbara y se ruborizó, como si le hubieran sorprendido en falta.
– Ya viene uno de los técnicos. Por lo que he entendido, no creo que haya buenas noticias.
En ese momento entró en el estudio un joven de tez negra, de evidente origen africano. Frank se puso de pie.
– ¿Y bien?
El técnico se encogió de hombros. En su cara oscura se reflejaba decepción.
– Nada. No hemos logrado localizar la llamada. Ese desgraciado debe de haber usado algún aparato muy eficaz…
– ¿Móvil o teléfono fijo?
– No lo sabemos. También disponemos de una unidad de control por satélite, pero no hemos captado ninguna entrada de llamada, ni de un teléfono fijo ni de un móvil.
Frank se volvió hacia el psicopatólogo, que todavía estaba sentado en su silla, pensativo, atormentándose con los dientes la parte interior de la mejilla.
– ¿Doctor Cluny?
– No sé; tengo que escuchar la cinta. Lo único que puedo decir es que nunca, en toda mi vida, había visto un sujeto parecido.
Frank extrajo el móvil de su chaqueta y marcó el número de Hulot. Después de una pequeña espera el comisario respondió. Seguramente no dormía.
– Nicolás, aquí estamos. Nuestro amigo ha vuelto a aparecer.
– He escuchado la emisión -dijo de inmediato el comisario-. Me estoy vistiendo. Llego enseguida.
– Bien.
– ¿Todavía estáis en la radio?
– Sí, todavía estamos aquí, te esperamos.
Frank cerró el teléfono.
– Morelli, en cuanto llegue el comisario, reunión general. Laurent, también necesito su ayuda. Si no me equivoco, he visto una sala de reuniones cerca de la oficina del director. ¿Podemos hablar allí?
– Claro.
– Muy bien. Barbara, ¿se puede escuchar la cinta en esa sala?
– Sí, hay un DAT y todo lo que queramos.
– Perfecto. Hay poco tiempo; tenemos que volar.
En la confusión se habían olvidado por completo de Jean-Loup. Su voz llegó a través del interfono.
– ¿Ya ha terminado todo?
A través del cristal le vieron apoyado en el respaldo de su sillón, firme, inmóvil. Frank pulsó el botón que le permitía hablar con él.
– No, Jean-Loup. Desgraciadamente esto es solo el comienzo. De todos modos, tú has estado muy bien.
En el silencio que siguió vieron que Jean-Loup apoyaba con lentitud los brazos sobre la mesa y escondía en ellos la cabeza.
Hulot llegó poco después, al mismo tiempo que Bikjalo. El director parecía algo turbado. Entró en la emisora a unos pasos del comisario, como si distanciarse de él significara automáticamente distanciarse de toda aquella historia. Quizá acababa de darse cuenta de lo que significaba. En la radio había hombres armados dando vueltas; en el aire flotaba una tensión nueva, desconocida. Había una voz, y con esa voz había llegado la sensación de la muerte.
Frank esperaba apoyado en la pared de madera clara, delante de la puerta de la sala de reuniones. A su lado estaba Morelli. Los dos parecían hijos del mismo silencio. Entraron juntos en la estancia, donde todos los demás estaban sentados alrededor de la larga mesa, esperando. El ligero murmullo de los comentarios se interrumpió. Las grandes cortinas estaban recogidas; las ventanas estaban abiertas. De fuera llegaban los rumores ahogados del tranquilo tráfico nocturno de Montecarlo.
Hulot se colocó a la derecha de Frank, dejándole de forma tácita la misión de dirigir la reunión. Llevaba la misma camisa y no parecía más descansado que al marcharse, hacía solo un rato.
– Ya estamos todos. Aparte del comisario y del señor Bikjalo, que han escuchado la emisión en sus casas, esta noche estábamos todos aquí. Todos hemos oído lo que ha pasado. Los elementos de que disponemos no son muchos. Desgraciadamente, no ha sido posible averiguar de dónde provenía la llamada…
Frank hizo una pausa. El joven negro y su colega, que estaban sentados con aire abatido, se movieron incómodos en sus sillas.
. -No es culpa de nadie. Por cierto que el hombre que ha llamado no improvisa y sabe qué hacer para evitar que lo localicen. La técnica que por lo general usamos para este fin hoy se ha utilizado contra nosotros. Por eso, no hay ninguna ayuda en este sentido. Pienso que, antes de formular hipótesis, quizá pueda proporcionarnos algún indicio volver a escuchar la grabación.
El doctor Cluny asintió con la cabeza, y esto pareció resumir el parecer de todos.
Frank se dirigió a Barbara, que se hallaba de pie al fondo de la sala, apoyada en un mueble en el que había un equipo de sonido.
– Barbara, ¿puede poner la cinta?
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