Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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Salió al jardín por las enormes cristaleras abiertas a la noche. Fuera, un inteligente juego de luces creaba efectos de sombra entre plantas de tallo alto, matas y macizos de flores, mérito de un diseñador de jardines que él había hecho venir de Finlandia. Se desató la pajarita del elegante esmoquin de Armani y se desabotonó la camisa blanca. Se quitó los zapatos de charol sin desatarlos. Se inclinó y se quitó también los calcetines de seda, que dejó detrás de sí. Le encantaba sentir los pies descalzos sobre la hierba húmeda. Se dirigió hacia la piscina iluminada, que de día daba la sensación de terminar directamente en el mar y que en aquel momento parecía una enorme aguamarina engastada en la oscuridad de la noche.

Se recostó en una tumbona de teca al borde de la piscina, extendió las piernas y miró a su alrededor. Se veían pocas luces en el mar, bajo la luna menguante. Ante él, más allá del promontorio a contraluz, se adivinaba el resplandor de Montecarlo, de donde habían llegado la mayor parte de los invitados a la velada.

A su izquierda, estaba la casa.

Se volvió para mirarla. Amaba esa casa y se consideraba un privilegiado por tenerla. Admiró las líneas de estilo retro, la elegancia de la construcción unida a un rigor funcional fruto del genio de un arquitecto que la había proyectado para la «divina» de la época, Greta Garbo. Cuando la había adquirido, después de haber permanecido cerrada durante años, la había hecho reformar por otro arquitecto genial: Frank Gehry, el responsable del proyecto del Museo Guggenheim de Bilbao.

Le había dado carta blanca; la única exigencia fue que mantuviera intacto el espíritu de la casa. El resultado había sido espectacular: un gran refinamiento sumado a la tecnología más avanzada. Aquella residencia dejaba a todo el mundo con la boca abierta, tal como le había pasado a él la primera vez que entró. Había pagado sin chistar una cifra con una cantidad de ceros que parecía infinita.

Se apoyó en el respaldo de la tumbona y movió la cabeza para desentumecer las articulaciones de la nuca. Introdujo una mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cajita de oro. Abrió la tapa y vertió en el dorso de la mano una pizca de polvo blanco. Acercó la mano a la nariz, aspiró la cocaína directamente y se pasó dos dedos por la nariz para quitar los restos de polvo.

Todo lo que le rodeaba era una demostración de éxito y poderío. Sin embargo, Alien Yoshida no se hacía ilusiones. Recordaba todavía muy bien a su padre, que se rompía la espalda descargando de los vagones refrigerados las cajas de pescado fresco que llegaban de la costa, para después cargarlas en su camioneta y abastecer a los restaurantes japoneses de la ciudad. Recordaba cuando volvía a casa después del trabajo, precedido por un olor a pescado que, aunque se lavara, no lograba quitarse de las manos. Recordaba la deteriorada casa familiar, en aquel barrio igualmente deteriorado de Nueva York, en la que siempre había que arreglar el techo y la instalación sanitaria. Todavía conservaba en los oídos el borboteo de los viejos tubos cada vez que se abría un grifo, todavía veía el agua herrumbrosa que salía por ellos. Había que esperar un par de minutos antes de que se volviera transparente y pudiera lavarse.

Él había crecido allí; era hijo de un japonés y una estadounidense, a caballo entre las dos culturas, gaijin para la mentalidad estrecha de la comunidad japonesa y medio amarillo para los estadounidenses blancos. Para todos los demás, negros, puertorriqueños, italianos, era un chaval mestizo como tantos otros que andaban por las calles de la ciudad.

Sintió la sacudida de lucidez de la cocaína, que empezaba a hacerle efecto. Se pasó una mano por el pelo tupido y sedoso.

Hacía tiempo que no se hacía ilusiones. Nunca se las había hecho. Toda aquella gente que había estado allí esa noche ni siquiera le habría mirado si él no se hubiera convertido en lo que era ahora si no tuviera los miles de millones de dólares que poseía. Probablemente a ninguno de ellos le importaba saber si era en realidad un genio o no. Lo que les interesaba era que su genio le había hecho ganar una fortuna que le colocaba entre los diez hombres más ricos del mundo.

El resto contaba poco y no le importaba a nadie. Una vez alcanzado el resultado, no servía en absoluto saber cómo se había alcanzado. Para todos ellos, él era el brillante creador de Sacrifiles , el sistema operativo que disputaba a Microsoft el mercado mundial de la informática. Yoshida tenía dieciocho años cuando lo había lanzado y había creado Zen Electronics con la financiación de un banco que había creído en el proyecto, después de que él mostrara a un grupo de pasmados inversores la simplicidad operativa de su sistema.

Billy La Ruelle debería estar con él, compartiendo el éxito. Billy La Ruelle, su amigo del alma, estudiante, como él, de la escuela de informática, que un día había llegado a su casa con la idea genial de un sistema operativo revolucionario adaptable a MS-DOS. Ambos trabajaron en el secreto más absoluto durante meses, incluidas las noches, en sus dos ordenadores conectados en red. Desgraciadamente, Billy se cayó del tejado un día que subieron a arreglar la antena del televisor, antes del partido decisivo de desempate entre los 45 y los Lakers. Resbaló por las tejas inclinadas como un patín en el hielo y quedó colgando del canalón. Yoshida se quedó mirándole, inmóvil, sin hacer nada, mientras Billy le rogaba que le ayudara. Su cuerpo estaba suspendido en el vacío y se oía el crujido siniestro de la chapa que poco a poco cedía con el peso. Yoshida veía los nudillos de las manos blancos por el esfuerzo de agarrarse al borde cortante del canalón y, con ello, a la vida.

Billy se precipitó con un grito, mirándole desesperadamente, con los ojos muy abiertos. Se estrelló con un ruido sordo contra el asfalto del garaje y quedó inmóvil, el cuello doblado en un ángulo antinatural. El pedazo de canalón desprendido voló sarcásticamente y quedó encajado en la canasta de baloncesto fijada al muro del patio donde él y Billy se enfrentaban en las pausas del trabajo.

Mientras la madre de Billy salía de la casa corriendo y gritando, Yoshida fue a la habitación de su amigo, cogió en unos disquetes todo lo que contenía el ordenador y borró el disco duro de manera que no quedara ningún rastro.

Se guardó los disquetes en el bolsillo posterior de los vaqueros y corrió al patio, junto al cuerpo sin vida de Billy.

La madre estaba sentada en el suelo, con la cabeza del hijo sobre las piernas, y le hablaba acariciándole el pelo. Alien Yoshida derramó lágrimas de cocodrilo. Se inclinó y notó la consistencia dura de los disquetes que abultaban el bolsillo. Un vecino llamó a una ambulancia, que llegó enseguida, precedida por un sonido de sirena extrañamente similar al lamento de la madre de Billy. Los hombres bajaron y se llevaron sin prisa el cuerpo de su amigo cubierto por una sábana blanca.

Una vieja historia. Una historia para olvidar. Ahora sus padres vivían en Florida y su padre había logrado al fin quitarse el hedor a pescado de las manos. De todas formas, gracias a los dólares del hijo, ahora todos estaban dispuestos a definirlo como perfume. Yoshida había pagado el tratamiento de desintoxicación alcohólica de la madre de Billy y les había procurado, a ella y a su marido, una casa en un barrio residencial, donde vivían sin problemas gracias al dinero que les hacía llegar cada mes. La madre de su amigo, en una ocasión en que se habían encontrado, le había besado las manos. Aunque él se las lavó, durante mucho tiempo sintió que aquel beso le quemaba la piel.

Se levantó de la tumbona y volvió a la casa. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, sosteniéndola con un dedo. Sintió la humedad de la noche que impregnaba el tejido ligero de la camisa y lo adhería a la piel.

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