Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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Abre de par en par los ojos y de nuevo emite un gemido indistinto.

– No se esfuerce por tratar de comunicarse mucho, no logro entenderle. Y en todo caso lo que podría decirme no reviste ningún interés para mí.

El hombre se levanta de la silla con movimientos antinaturales, a causa de la ropa enorme y las extrañas prótesis de las rodillas y los codos.

Se coloca a su espalda. Yoshida trata de girar la cabeza para vigilarle. Oye de nuevo la voz, que le llega desde un punto situado detrás de él.

– Tiene usted aquí un hermoso lugar, un lugar discreto, donde gozar de sus pequeños placeres privados. En la vida hay placeres que rara vez se pueden compartir con alguien. Yo le entiendo, señor Yoshida. Creo que nadie mejor que yo puede entenderle…

Mientras habla, el hombre vuelve frente a él. Señala con un gesto el espacio que los rodea.

La estancia rectangular en que se encuentran no tiene ventanas. La aireación está garantizada por un sistema de ventilación cuyas bocas se abren en los muros casi a la altura del techo. En el fondo, apoyada contra la pared, hay una cama con sábanas de seda, encima de la cual pende un cuadro, única concesión a la simplicidad casi monacal de la habitación. Las dos paredes laterales están cubiertas de espejos, para evitar la sensación de claustrofobia y dar la ilusión óptica de un espacio más grande.

Frente a la cama, una serie de pantallas de cristal líquido, dispuestas según un esquema de multivisión y conectadas a un grupo de videograbadoras VHS y DVD. De tal manera que al proyectar una película el espectador está rodeado por las imágenes y se siente en el centro de la acción.

Hay, además, videocámaras de filmación que captan todas las zonas de la estancia, de manera que no quede excluido ni un solo ángulo. También estas cámaras están conectadas al sistema de grabación y proyección.

– ¿Es aquí donde se relaja usted, señor Yoshida? ¿Es aquí donde se olvida del mundo cuando quiere que el mundo se olvide de usted?

La voz cálida del hombre poco a poco transmite frío. Yoshida lo siente en las piernas y los brazos, que van perdiendo sensibilidad por la escasa circulación. Nota que el alambre metálico se clava en su carne, exactamente como esa voz lo hace en su cabeza.

Con sus movimientos artificiales, el hombre se inclina hacia una bolsa de tela apoyada en el suelo, al lado de la silla en la que estaba sentado. Saca un disco, un viejo elepé con la cubierta protegida por una funda de nailon.

– ¿Le gusta la música, señor Yoshida? Esta es celestial, créame. Es para verdaderos entendidos, como usted…

Se acerca al equipo de alta fidelidad situado contra la pared de su izquierda y lo examina. Se vuelve hacia Yoshida y la luz de la estancia se refleja brevemente en el espejo de las gafas.

– Felicitaciones; no ha olvidado nada. Había preparado una alternativa por si usted no tenía tocadiscos, pero veo que está muy bien equipado.

Conecta el aparato y pone el disco en el plato después de haberle quitado con cuidado la cubierta. Apoya la aguja en el vinilo.

Las notas de una trompeta salen de los altavoces y se esparcen en el aire. Es una música triste, tenue, evocadora, de una melancolía que quita el aliento, sufrimientos agudos que solo piden ser olvidados. Es la música sin memoria que la memoria desea para dejar de existir.

El hombre permanece un instante inmóvil, escuchando, la cabeza un poco ladeada. Yoshida imagina con sus ojos entrecerrados detrás de las gafas oscuras. Pero dura apenas un momento; después el hombre se recobra.

– Hermoso, ¿verdad? Robert Fulton, uno de los grandes. Quizá el más grande de todos. Y, como todos los grandes, un incomprendido…

Se acerca con curiosidad al tablero de los mandos de la instalación de vídeo.

– Espero entender algo. No quisiera que su equipo fuera demasiado complicado para mis escasos conocimientos, señor Yoshida… No, me resulta todo bastante claro.

Manipula unos botones y los monitores se encienden, con el habitual efecto de nieve cuando no hay una película. Unas manipulaciones más, y al fin las videocámaras empiezan a funcionar. En las pantallas aparece la figura de Yoshida, inmovilizado en el sillón, frente a una silla vacía.

El hombre parece complacido consigo mismo.

– Estupendo. Este equipo es extraordinario. Por otra parte, no esperaba menos de usted.

El hombre regresa frente a su prisionero, hace girar la silla y se sienta a horcajadas. Apoya los brazos deformados en el respaldo. Las prótesis de los codos tensan la tela de su bata.

– Se preguntará qué quiero de usted, ¿verdad?

Yoshida emite un nuevo gemido prolongado.

– Lo sé, lo sé. Si piensa que es su dinero lo que quiero, tranquilícese. El dinero no me interesa; ni el suyo ni el de ningún otro. Estoy aquí para hacer un intercambio.

Yoshida suelta un resoplido por la nariz. Menos mal. Sea quien sea este hombre, cualquiera que sea su precio, quizá haya una forma de llegar a un acuerdo. Si no quiere dinero, sin duda será algo que el dinero pueda comprar. No hay nada que el dinero no pueda comprar, se repite. Nada.

Se relaja en el sillón. La presión del alambre metálico parece algo menos fuerte, ahora que entrevé un atisbo de luz, una posibilidad de negociación.

– Estuve echando un vistazo a sus cintas mientras usted dormía, señor Yoshida. Me parece que usted y yo tenemos muchas cosas en común. A los dos, de algún modo, nos interesa la muerte de personas que nos son desconocidas. A usted, para su íntimo placer; a mí, porque debo hacerlo…

El hombre inclina la cabeza como si examinara la madera lustrosa de la silla. Yoshida tiene la impresión de que sigue un razonamiento propio, y que ese razonamiento, por un instante, le ha llevado lejos de allí. En su voz hay ese sentido de ineluctabilidad que es la esencia misma de la muerte.

– Aquí terminan las cosas en común entre nosotros. Usted lo hace por interpósita persona; yo estoy obligado a hacerlo solo. Usted mira cómo matan otros, señor Yoshida…

El hombre acerca su cara sin semblante.

– Yo mato…

De golpe Yoshida comprende que no tiene salida. Acuden a su mente las primeras páginas de todos los periódicos que han publicado el homicidio de Jochen Welder y Arijane Parker. Hace días que los informativos repiten los detalles escalofriantes de esos dos crímenes, incluida la firma con sangre dejada por el asesino en la mesa de un barco. Las mismas palabras que acaba de pronunciar el hombre sentado ahora frente a él. Lo invade el desaliento. Nadie vendrá en su rescate, porque nadie conoce la existencia de la habitación secreta. Aunque sus vigilantes le buscaran, al no encontrarle en la casa saldrían a buscarle fuera.

Yoshida vuelve a gemir y se mueve en la silla, presa del pánico.

– Usted tiene algo que me interesa, señor Yoshida, algo que me interesa mucho. Por eso le he hablado de un intercambio.

Se levanta y va a abrir el mueble que contiene las cintas VHS.

Saca una cinta virgen, le quita la envoltura y la coloca en la video-grabadora.

Pulsa el botón REC, para iniciar la grabación.

– Algo para mi propio placer, a cambio de algo que le dará placer a usted.

Con un movimiento fluido, introduce una mano en el bolsillo de la bata y al retirarla extrae un puñal que lanza un centelleo siniestro. Se acerca a Yoshida, que se agita salvajemente, olvidándose del alambre que le corta la carne. Con el mismo movimiento fluido le clava el puñal en un muslo. Los gemidos desesperados del prisionero se convierten en un grito de dolor sofocado por la cinta adhesiva que le tapa la boca.

– Esto es lo que se siente, señor Yoshida.

Este enésimo «señor Yoshida», pronunciado con voz sorda, suena en la estancia como un elogio fúnebre. El puñal manchado de sangre baja de nuevo, sobre el otro muslo de la víctima.

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