Giorgio Faletti - El Tercer Lado De Los Ojos

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Nombre: Jordan Marsalis Nombre: Maureen Martini Estatura: 1,86 Estatura: 1,72 Ojos: Azules Ojos: Negros Pelo: Canoso Pelo: Negro Edad: 37 años Edad: 29 años Dirección: 54 West 16th Dirección: Via della Polveriera 44 Cargo: Ex teniente de Cargo:Comisario de policía policía Ciudad: Nueva York Ciudad: Roma Las vidas de Jordan y Maureen, que no se conocen entre ellos, se ven sacudidas por el azote del crimen. En Roma, la mafia albanesa acaba atrozmente con la vida del amante de Maureen y ella queda sumida en una profunda ceguera. A miles de kilómetros, el extravagante hijo del alcalde de Nueva York y sobrino de Jordan aparece brutalmente asesinado en su estudio de la Gran Manzana. Se trata del primero de una serie de crímenes que van a sucederse vertiginosamente, puntuados por enigmáticos mensajes. ¿Cuál es la misteriosa pieza que enlaza estas muertes? Unidos por las circunstancias, Maureen y Jordan han de enfrentarse juntos a la mente perturbada de un despiadado asesino que se divierte caracterizando de forma extraña los cuerpos de sus víctimas, después de torturarlos. Las cálidas calles romanas contrastan con la elegancia sombría de Nueva York: dos escenarios en los que Giorgio Faletti confirma su capacidad para tejer apasionantes tramas de novela negra.

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Maureen vio que Roscoe, absorto en la historia, ya no estaba allí, con ella, sino reviviendo en su mente la secuencia de imágenes evocadas por su relato.

– Lewis jugaba en el jardín, y Thelma y yo estábamos en la casa. Mientras le explicaba lo que había pasado, oímos que Lewis gritaba y poco después entró en la casa llorando y tendiendo hacia mí un brazo, en el que había muchas picaduras. Por el tamaño de los habones, parecían ser de avispas. Yo sabía que la picadura simultánea de muchos de estos insectos puede provocar un choque anafiláctico muy grave. Mientras observaba a Lewis, pedí a Thelma que sacara el coche para llevarlo enseguida a urgencias. Mientras se dirigía hacia el pasillo oímos el timbre. Thelma abrió la puerta y allí estaban ellos.

Maureen vio que las mandíbulas de Roscoe se contraían y el odio, un odio puro, destilado con el cuidado meticuloso del tiempo, desfiguró sus facciones.

– Eran cuatro personas vestidas con camisetas y pantalones oscuros, tres hombres y una mujer, que llevaban en la cara las máscaras de otros tantos personajes de Snoopy. Linus, Lucy, Snoopy y Pig Pen, para ser exactos. Uno de ellos, no sé cuál, la empujó violentamente hacia dentro. Thelma cayó al suelo y ellos entraron apuntándonos con las pistolas. Nos juntaron a los tres en la habitación y nos ordenaron que no nos moviéramos. Intuimos lo que iba a pasar, porque poco después un coche de la policía se detuvo frente a la casa y dos agentes llamaron a la puerta. El de la máscara de Pig Pen, que parecía el jefe, apuntó la pistola a la cabeza de Lewis y ordenó a Thelma que abriera y los echara como fuera.

Roscoe levantó la cabeza hacia el techo blanco y aspiró hondo, como si buscara en sus pulmones más aire para poder proseguir su relato.

– No sé cómo lo hizo Thelma para resultar creíble en semejante situación, pero lo cierto es que los policías se convencieron de que allí no sucedía nada raro. Volvieron a su coche y se marcharon. Mientras, Lewis había empeorado y le costaba respirar. Yo sabía lo que ocurría: las picaduras de las avispas le habían provocado un espasmo laríngeo que poco a poco obstruía las vías respiratorias. Les imploré que dejaran que nos fuéramos, les dije que yo era médico. Les expliqué lo que le estaba pasando a Lewis, y que necesitaba ayuda. Les juré con lágrimas en los ojos que no los denunciaríamos, me arrodillé ante el de la máscara de Pig Pen. No sirvió de nada. Todavía recuerdo su voz indiferente, sus palabras a través de la máscara. Me dijo: «Si eres médico, ya sabes qué hacer». Me permitió moverme libremente, pero para evitar sorpresas ordenó a Lucy y a Snoopy que cogieran a Thelma y la llevaran a otra habitación mientras yo me encargaba de mi hijo. Lewis, a esas alturas, se había desmayado y ya no podía respirar. Para evitar que se asfixiara, cogí un bisturí de mi maletín y allí, sin anestesia, sin instrumentos, como un carnicero, apuntado por dos pistolas, me vi forzado a practicar una traqueotomía a mi hijo y tratar de darle aire metiéndole en la abertura de la garganta el canuto de un bolígrafo.

De los ojos de Roscoe caían lágrimas de rabia y de dolor. Maureen sabía, por experiencia propia, qué difícil era saber cuáles quemaban más.

– Fue inútil. No logré salvarlo. Cuando sentí que el corazón ya no latía, levanté los brazos y me puse a gritar, mientras la sangre de mi hijo resbalaba por mis manos.

De pronto Maureen descubrió otro detalle de las imágenes desgranadas de sus visiones.

«Era él al que vi de espaldas, no a Julius. Lo que confundí con un cuchillo era en realidad un bisturí.»

– Poco después uno de ellos, no sé cuál, me pegó en la cabeza y me desvanecí. Cuando volví en mí, se habían ido. Habían cogido nuestro coche y habían huido, dejando tras de sí el cadáver de mi hijo tendido sobre la mesa, y a Thelma atada a una silla en la otra habitación. Cuando la desaté y vio lo que había ocurrido, se precipitó sobre la mesa y se abrazó al cuerpo de Lewis con tanta fuerza como si quisiera metérselo en su propio cuerpo para devolverle la vida. Fue una visión que no he olvidado nunca, que me ha mantenido en pie, como una droga, todos los años siguientes: las lágrimas de mi mujer mezcladas con la sangre de mi hijo.

– ¿Por qué no los denunciaste?

– Fue Thelma quien lo decidió. Fue ella quien me convenció de que me marchara, de que no dejara que me encontraran allí. De pronto, después del dolor, se volvió fría como el hielo, mientras me explicaba por qué quería que actuara así. Me dijo que si los cogían pasarían un tiempo en la cárcel y después quedarían de nuevo libres para hacer más daño. Me hizo jurar que los encontraría y los mataría con mis propias manos. Si eso significaba que no nos viéramos más, sería un precio que pagaría de buena gana. Por eso decidimos declarar que la traqueotomía la había hecho ella.

A causa del nerviosismo, Roscoe abría y cerraba rítmicamente la mano libre, como para calmar un calambre.

– He vivido con el único fin de vengarme, mientras veía cómo Thelma perdía poco a poco la razón y se hundía en un limbo donde su mente se había refugiado para no sufrir. Ahora está internada en una clínica para enfermos mentales. Hace años que no la veo…

La voz cambió de tono y se perdió en los meandros de la amargura. Por un instante Maureen sintió compasión por ese hombre que había sacrificado su presente y su futuro por un pasado que ninguna venganza podría borrar.

– Dediqué casi diez años de esfuerzos, tiempo y dinero, sin obtener nada. Nada de nada. Aquellos malditos parecían haberse disuelto en el aire, no haber existido nunca. Después, un día, el azar se puso de mi lado. Chandelle Stuart, por consejo de un colega mío que era su médico de cabecera, vino a mi consulta para que la operara. Le eliminé una miopía con una operación láser, una intervención casi de rutina pero que, en su megalomanía, quería que realizara el mejor profesional de la especialidad. Durante una visita de control cometió un error…

Hizo una pausa, con los ojos perdidos en el vacío.

– ¿Qué error?

Roscoe volvió bruscamente la cabeza hacia ella, como si la voz de Maureen lo hubiera despertado de un momento de trance extático.

– Me preguntó el nombre de un cirujano plástico que pudiera quitarle un tatuaje de la ingle. Me dijo que era un recuerdo de una persona que había sido muy importante para ella, pero que ahora quería borrar de su vida. Se bajó los pantalones y cuando me lo mostró me quedé de piedra. El día que murió Lewis, en un momento de nerviosismo, Pig Pen se levantó la manga de la camiseta negra que llevaba. Fue un instante, pero pude ver que en el antebrazo llevaba un gran tatuaje, un demonio con alas de mariposa. El que me mostraba Chandelle Stuart era exactamente igual. Ella no podía saber que yo había visto el de Pig Pen, porque en ese momento Lucy estaba en la otra habitación con Snoopy y Thelma. Entonces, sin intuir en absoluto lo que pasaba por mi cabeza, y confundiendo mi expresión con una manifestación de libidinosidad, esa puta de Chandelle Stuart, de pie frente a mí con los pantalones bajados, tuvo el valor de cogerme la mano y pasársela entre las piernas.

Roscoe tenía las mandíbulas apretadas y una expresión de desprecio en la cara. Su mano era un puño apretado con fuerza, con los nudillos blancos por la tensión.

– A partir de entonces mi vida cambió. Vivía frenético, como si cientos de voces me hablaran al oído al mismo tiempo. Tenía una pista, tan débil que era casi inexistente, pero era mi única esperanza. Dedicaba todo mi tiempo libre a investigar, destinaba a esa busca todo el dinero que ganaba. Contraté a detectives extranjeros, pagué cifras exorbitantes para no verme obligado a salir al descubierto. Me remonté al momento de los hechos y descubrí que en esa época Chandelle estudiaba en el Vassar College de Poughkeepsie. Uno por uno, identifiqué a Gerald Marsalis y a Alistair Campbell. Julius Whong fue más difícil, porque no asistía al college , pero conseguí darle una cara y un nombre también a él, el más decidido y feroz. A medida que los veía en persona, los conectaba con la máscara que llevaba cada uno aquel día.

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