Sacó la piqueta y, con cierta dificultad a causa del brazo inservible, la introdujo entre los dos batientes de madera de la puerta corredera. Se oyó un chasquido seco, aunque no demasiado fuerte. Las dos hojas se deslizaron fácilmente sobre unas guías bien engrasadas, y Jordan entró en la casa.
Cruzó la galería, evitando la trampa de una mesita baja, y llegó ante la puerta corredera iluminada. Antes de utilizar de nuevo la piqueta probó a girar el picaporte, y para su gran sorpresa el batiente se abrió.
Atravesó el umbral y se adentró en el pasillo. A los pocos pasos se encontró junto a la fuente de luz que había visto desde fuera, una puerta abierta que daba a una escalera iluminada que bajaba. Jordan se dijo que en ese sótano debía de haber algo realmente importante, dado el blindaje de la puerta y su sistema de abertura, un lector de huellas digitales. Bajó el primer escalón y oyó que algo se rompía bajo la suela, con un ruido seco.
Levantó el pie y cuando bajó la mirada vio un par de gafas oscuras sobre la superficie áspera del escalón. Se agachó a recogerlas y sintió una nueva punzada en el hombro. Cuando las tuvo en la mano, las reconoció de inmediato, pese a que las lentes polarizadas estaban destrozadas.
Eran las gafas de Maureen.
La casa desierta podía o no ser una señal, pero esas gafas en el suelo desde luego lo eran.
En el silencio, le pareció oír voces que provenían de abajo.
Empezó a bajar con cautela, de lado y sujetándose el brazo derecho con el sano para evitar golpes dolorosos. Llegó a un primer rellano. Allí la escalera doblaba a la derecha y seguía otro tramo.
Ahora las voces eran más fuertes, aunque todavía tan confusas que resultaba imposible distinguir las palabras.
Jamás Jordan había echado tanto de menos tener una pistola. Nunca había sido aficionado a las armas, ni en los tiempos de la academia, ni cuando estaba de servicio. Tenía buena puntería por instinto, no por ejercicio, ya que practicaba en el polígono solo lo estrictamente indispensable para cubrir el expediente.
Sin embargo, en aquel momento habría pagado a peso de oro la 38 que había devuelto junto con la placa. Empezó a bajar también el segundo tramo y a cada escalón que dejaba atrás el volumen de las voces aumentaba. Poco después dejaron de ser un confuso fondo sonoro y Jordan consiguió separar la voz de un hombre de la de una mujer. Llegó por fin al rellano siguiente, agradecido por la suela silenciosa de sus Reebok.
Ahora las voces se habían convertido, en sus oídos y en su mente, en el rostro conocido de dos personas.
Una era la de Maureen; la otra, la había oído una sola vez pero aun así la reconocía.
Las voces llegaban de una puerta abierta que daba a una estrecha galería interior, algo elevada con respecto al semisótano, a la cual se accedía doblando a la izquierda y bajando dos o tres escalones.
Desde su puesto de observación, la parte que alcanzaba a ver parecía un laboratorio. La pared que se alzaba frente a él, que continuaba hasta debajo de la barandilla de la galería, estaba llena de aparatos e instrumentos que a Jordan le recordaron la sede de la brigada científica, en la que había gascromatógrafos y otros aparatos para análisis muy complejos.
Se apoyó en la pared y se asomó por el umbral. Lo que vio no le gustó en absoluto.
En la parte opuesta de la enorme estancia, al otro lado de una mesa de trabajo que ocupaba buena parte del espacio central, estaba Maureen, con la cara vuelta hacia la puerta donde se hallaba él, sentada en un sillón de oficina, con los brazos inmovilizados detrás.
De espaldas, la figura de un hombre al que Jordan había visto hacía un rato, en una filmación, atravesando con sigilo el vestíbulo del Stuart Building en dirección a la salida después de haber matado a Chandelle Stuart.
Había una sola diferencia. Ahora estaba presente en carne y hueso y apuntaba con una gran pistola al estómago de Maureen.
Maureen acababa de oír la sentencia sibilante de William Roscoe, cuando por encima del hombro vio que Jordan se asomaba por el umbral de la puerta de la galería. Maureen bajó de golpe la cabeza, como por el efecto de la amenaza de su carcelero. Cuando volvió a alzarla, se obligó a no desviar ni siquiera un instante la vista y continuar mirándolo a los ojos, para no traicionar la presencia de Jordan.
Sin embargo, debía indicarle de algún modo que sabía que él había llegado para ayudarla. Dijo algo que para Roscoe podía ser la continuación de lo que habían dicho antes, y elevó un poco la voz, para que lo oyera Jordan.
– Ahora que sabes que te vi, creo que también yo merezco una explicación, ¿no crees?
Jordan comprendió. Se asomó un poco, le hizo una seña con el pulgar levantado y poco después movió la mano con un gesto de rotación, para indicarle que hiciera hablar a Roscoe para distraer su atención.
El médico no se había dado cuenta de nada, pero se puso de lado, para poder controlar visualmente tanto a Maureen como la entrada del laboratorio. Era totalmente imposible, en aquella situación, que Jordan pudiera entrar, sorprenderlo por detrás y neutralizarlo.
Roscoe dirigió a Maureen una expresión condescendiente.
– Me parece justo. Hace un momento me has pedido que comenzara desde el principio. Para que puedas entenderlo, es preciso que comience justamente desde ahí.
Hizo una pequeña pausa, como si debiera prepararse antes de emprender por enésima vez un camino entre las ruinas de su vida.
– Hace muchos años, en un seminario que hacía en un hospital de Boston, conocí a una enfermera. Era una joven negra, que se llamaba Thelma Ross. Nos enamoramos enseguida, a primera vista, como si nos hubieran puesto sobre la tierra con ese único fin. Era lo más hermoso y puro que jamás había sentido en mi vida. ¿Sabes qué significa encontrarte ante una persona y darte cuenta de que a partir de entonces nadie más podrá importarte de la misma forma?
Maureen sintió que los ojos se le humedecían y las imágenes de Connor se superpusieron por un instante a las del asesino que la amenazaba con un arma que no le daba ningún miedo.
«Sí, maldito cabrón, claro que lo sé.»
Pareció que Roscoe le leía el pensamiento. Hizo una ligera seña afirmativa con la cabeza, un movimiento habitual en él.
– Sí, veo que lo sabes. Comprendes lo que quiero decir.
El médico prosiguió su relato con otro tono de voz, como si ese conocimiento hubiera creado entre ellos cierta complicidad.
– Entonces yo me encontraba en un momento delicado de mi carrera. Era el preferido y el primer ayudante del profesor Joel Thornton, que en esa época era el mayor experto mundial de mi especialidad. Todos, incluso él, me señalaban como su legítimo heredero, el astro naciente de la microcirugía ocular y de la investigación científica en el campo de la oftalmología. Además, era también mi suegro, porque hacía poco que me había casado con Greta, su hija mayor. Thelma estaba enterada de mi situación y no quería hacer nada que pudiera poner en peligro mi carrera. Me dijo que si me pedía que eligiera, ella pagaría las consecuencias, porque a la larga yo no se lo perdonaría. Thornton, en efecto, tenía el poder de arruinarme. Acarrearme su enemistad en aquel momento habría significado cerrarme todos los caminos.
Roscoe salió del recuerdo y se permitió un pequeño sarcasmo.
– Estados Unidos no es ese país tan democrático que tratamos de exportar como modelo. Un blanco que deja a la hija de un famoso barón WASP de la medicina para liarse con una mujer negra…
No terminó la frase; dejó que Maureen sacara sus conclusiones.
– Thelma y yo seguimos viéndonos a escondidas, hasta que ella se quedó embarazada. De común acuerdo decidimos tener el niño, y así llegó Lewis. Yo le había encontrado un empleo como primera ayudante de quirófano en el hospital Samaritan, en Troy, una pequeña población cerca de Albany. Era el lugar perfecto. Lo bastante cercano para permitirme verlos, a ella y al niño, siempre que me era posible, y lo bastante apartado para pasar inadvertidos. En todo caso, todo se hizo con mucha discreción, tanta que ninguno de sus amigos me ha visto nunca ni ha sabido de mi existencia. Para todos, Thelma era una joven divorciada, que había vivido una mala experiencia de la que no quería hablar. Para Lewis, yo era una especie de tío que los quería y que llegaba de vez en cuando cargado de juguetes. Les había alquilado una casa aislada, y cuando iba a verlos no nos arriesgábamos nunca a que nos vieran juntos. Pasaron cinco años. Thornton murió y las cosas entre Greta y yo habían empeorado tanto que ella me pidió el divorcio. Se lo concedí de buena gana y ese día, ese día maldito fui a Troy a anunciar a Thelma que pronto sería libre y que podríamos vivir juntos.
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