Al contrario de Maureen, el médico, por la postura anormal del hombro, enseguida se dio cuenta de que su agresor tenía un punto débil. Cada vez que Jordan se acercaba para pegarle con la mano izquierda o intentaba darle una patada, conseguía esquivarlo y golpear a Jordan en el punto dolorido; luego retrocedía de inmediato, a la espera de un nuevo movimiento de su adversario.
Maureen vio que Jordan no resistiría mucho más ese tratamiento.
Hizo desplazar de nuevo el sillón, tratando de aproximarse a Roscoe lo más posible, para trabarlo con las piernas y dar un momento de respiro a Jordan. Cuando la vio cerca y comprendió qué se proponía hacer, el profesor levantó una pierna, apoyó el pie en el asiento de la silla y dio un violento empujón.
Hizo un trayecto corto y veloz, y después las ruedas se clavaron contra el suelo, haciendo que el sillón se inclinara hacia un lado. Maureen quedó un instante en vilo, como si el asiento tuviera voluntad propia y tratara desesperadamente de recuperar el equilibrio.
Poco después vio que los mosaicos blancos del suelo se acercaban a una velocidad vertiginosa.
Arrastrada por el peso, cayó sobre el lado izquierdo. Trató de amortiguar la caída con el hombro, pero pese a sus esfuerzos se golpeó violentamente el codo contra los mosaicos. Sintió una sacudida eléctrica que se extendía por el brazo y se transformaba de pronto en un fuerte ardor que por un momento le quitó la sensibilidad.
Mientras tanto, gracias a la distracción provocada por la intervención de Maureen, Jordan consiguió rodear con el brazo sano el cuello de Roscoe y apretaba con todas sus fuerzas. El doctor empezó a pegarle con el codo derecho en el estómago, ya que vio que Jordan, en el ardor de la lucha, había dejado expuesta esa parte del cuerpo.
Desde su posición, en el suelo, Maureen no veía qué pasaba. Oía a sus espaldas el jadeo de los dos hombres que peleaban, pero no podía volver la cabeza para ver cómo iban las cosas.
Comenzó a forcejear y se dio cuenta de que podía deslizar los brazos a lo largo del respaldo. Centímetro tras centímetro, ayudándose con las piernas, logró sacar totalmente los brazos. Se puso boca arriba y alejó el sillón, empujándolo con las piernas.
Ahora que podía ver qué pasaba en el laboratorio, se dio cuenta de que los dos hombres habían desaparecido. Seguía oyendo sus jadeos y el ruido de la lucha, pero no podía verlos. Probablemente uno de los dos había arrastrado al otro al suelo y ahora luchaban en el suelo, junto al imponente frigorífico, del lado opuesto al que estaba ella, ocultos por el borde del mostrador.
Levantó la cabeza y vio al otro lado de la sala la pistola en el suelo.
Se apoyó de nuevo en un costado y, ayudándose con el hombro, logró sentarse. Poco después se irguió y fue a buscar la Beretta. Una vez ante el arma, puso los pies junto a la pistola y dobló las rodillas hasta cogerla y empuñarla con la mano derecha. No sabía cuan precisa podría ser su puntería dadas las circunstancias, obligada a disparar con la mano detrás de la espalda, pero rogó no tener que llegar a eso. Bastaría con poder pasársela a Jordan para poner fin a la resistencia de Roscoe.
Pero las cosas no salieron como las había previsto. De pronto vio que el cuerpo de Roscoe se levantaba del otro lado del mostrador de trabajo y se precipitaba hacia atrás como si Jordan hubiera logrado apoyar los pies en su pecho y le hubiera dado un fuerte empujón con las piernas. El profesor chocó violentamente contra las grandes bombonas de nitrógeno líquido que alimentaban el frigorífico donde conservaba los embriones. La parte posterior de su camiseta, hecha jirones, se le había salido del pantalón. De la nariz le caía un hilo de sangre. Se lo limpió con la manga, siempre con los ojos fijos en su adversario, que todavía estaba en el suelo, en un lugar donde Maureen no alcanzaba a verlo.
Poco después, más o menos hacia la mitad del mostrador, vio que una mano buscaba apoyo en la superficie; luego Jordan se asomó por el borde, jadeante y con una clara expresión de sufrimiento.
Maureen admiró su resistencia al dolor y su valiente oposición al adversario, pero vio que ya no aguantaría mucho. Si el hombro le dolía tanto como ella creía, no entendía cómo todavía no se había desmayado.
Al ver que Jordan se incorporaba, también Roscoe pareció sorprendido. A continuación su cara volvió a desfigurarse con una expresión tan cruel que Maureen solo podía comparar con la de un hombre totalmente loco, poseído por el odio que había incubado durante tantos años.
Vio que se agachaba y agarraba uno de los tubos que llevaban el nitrógeno líquido de las bombonas al interior del frigorífico. Maureen supo qué se proponía, y sintió que la sangre de sus venas alcanzaba de golpe la misma temperatura del líquido que ahora el médico sacudía violentamente.
Mientras, Jordan se había puesto en pie y avanzaba hacia él.
Si Roscoe conseguía sacar la bombona de su lugar y dirigirla contra él, Jordan recibiría un chorro de casi doscientos grados bajo cero que le provocaría la misma quemadura que una lanza térmica.
Maureen tenía solo una fracción de segundo para tomar una decisión.
Y la tomó.
Se echó sobre el suelo, de costado, con las piernas en dirección a Roscoe. En esa posición, empuñó la pistola y trató de apuntar. Se dijo que, si alcanzaba su blanco, habría agotado toda la suerte de que disponía en los próximos años.
Pero si fallaba y daba a una de las bombonas situadas detrás del doctor, no habría próximos años. El contenedor de acero explotaría y esa parte de la casa se convertiría en un pequeño cráter tapizado con los pedazos de sus cuerpos.
– Al suelo, Jordan.
Maureen gritó su advertencia y apretó el gatillo una fracción de segundo después de que el doctor lograra extraer el tubo.
El disparo resonó en la habitación como el tañido de una enorme campana fúnebre.
Roscoe giró de golpe la cabeza hacia ella, como si en lugar del disparo hubiera oído gritar su nombre. Se quedó mirándola un momento como si Maureen fuera una persona a la que estaba seguro de conocer pero cuyo nombre no lograba recordar.
Luego vaciló un poco, al tiempo que inclinaba la cabeza y fijaba la vista en el agujero que tenía en el pecho y la mancha de sangre que se agrandaba hasta cubrirle el logo de la camisa Ralph Lauren.
La mano que sostenía el tubo del que salía el chorro de nitrógeno líquido perdió la fuerza, y el conducto se dobló hacia abajo. El flujo helado fue a parar a los tobillos y a los pies de Roscoe, pero al parecer él no notaba la terrible quemadura que el líquido debía de hacer en su carne. Cayó primero sobre una rodilla y, al cabo de un interminable momento, cerró los ojos y resbaló al suelo con la cara hacia delante, cubriendo el tubo con su cuerpo y bloqueando con el peso gran parte del flujo helado.
Mientras se incorporaba, Maureen no podía apartar los ojos del cadáver del doctor William Roscoe. A pesar del estruendo del disparo, continuaba oyendo en los oídos sus palabras de amenaza.
«En el preciso momento en que Julius Whong recupere su libertad, tú perderás la vista.»
Luego paseó la mirada por el laboratorio en busca de Jordan; temía que le hubiera alcanzado de algún modo el nitrógeno que se esparcía por el suelo.
Al oír la advertencia de Maureen, Jordan había vuelto la cabeza hacia ella y le había bastado un rápido vistazo para entender lo que iba a suceder. Se arrojó al suelo sobre el lado izquierdo, mientras rogaba que el golpe en el hombro no hiciera que se desmayara.
No perdió la conciencia pero volvió a ver las mismas estrellas y las mismas constelaciones que había visto poco antes en el jardín, al caer del muro.
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