Lysa cogió el mando a distancia y subió el volumen en el mismo momento en que el alcalde Christopher Marsalis iniciaba su discurso.
– Señores, antes que nada siento que es mi deber agradecerles que hayan asistido en tan gran número. Esto me hace más fácil y a la vez más difícil lo que tengo que decirles.
Christopher hizo una pausa que acalló cualquier comentario; era palpable la tensión y la atención. Jordan sabía que esa capacidad para comunicarse no estaba estudiada sino que formaba parte de su naturaleza. La voz, sin embargo, reflejaba cansancio, al igual que su aspecto físico.
– Todos ustedes están al corriente de los trágicos sucesos que han conmocionado a mi familia en estos últimos tiempos. La pérdida de un hijo es un hecho que lleva siempre a una persona a reflexionar. Cuando esto sucede de una forma tan dramática como en mi caso, esas reflexiones deben ser todavía más profundas y críticas. Me he dado cuenta de que en estos años he intentado ser un buen político primero y un buen alcalde después, y he olvidado -y esto no podré perdonármelo nunca- ser un buen padre. Ahora me resulta imposible responder a la lógica pregunta que cada uno de ustedes podría hacerme: «¿Cómo podrás hacer algo por nuestros hijos, si no has sido capaz de hacer algo por el tuyo?». Por este motivo, y por otros de carácter personal, he decidido presentar la dimisión en cuanto se me permita hacerlo. Pero antes de dejar el cargo en el que me ha puesto la confianza de la gente de esta ciudad, debo hacer justicia a mi hermano, el teniente Jordan Marsalis, de la policía de Nueva York. Hace unos años, para protegerme, cargó con una culpa que no era suya y de la cual soy el único responsable. Yo permití que eso sucediera, y es otra cosa que no me perdonaré nunca. Recuerdo las palabras que dijo esa noche: «Es mucho más importante un buen alcalde que un buen policía». El mérito del feliz desenlace de todo este triste asunto es sobre todo suyo, y mi respuesta a sus palabras de entonces solo puede ser una: «Es mejor un policía excepcional que un alcalde que quizá no merezca serlo». Espero que esta ciudad lo tenga en cuenta, si no para restituirle el cargo que merece, al menos para devolverle la estima a que tiene derecho.
»Con esto he terminado. Mi renuncia es y seguirá siendo irrevocable. Señores, muchas gracias.
Sin más comentarios, Christopher dio la espalda al sorprendido público y desapareció por la puerta del fondo de la sala.
Con el mando a distancia, Lysa volvió a imponer silencio al televisor.
A continuación volvió hacia Jordan un rostro en el cual se esbozaba apenas una sonrisa.
– Me alegro por ti.
Jordan hizo un gesto vago.
– Créeme, de esta historia ya no me importa nada. Soy yo el que se alegra por él. No era fácil tomar una decisión como esa, pronunciar un discurso así delante de decenas de miles de personas. Me hace feliz que haya encontrado la fuerza y el valor para hacerlo.
Desde la cama, Lysa señaló al fin la bolsa de viaje y el casco, que no dejaba de mirar a pesar de sus esfuerzos.
– ¿Te vas?
– Tarde o temprano debía suceder.
Lysa habría deseado que no la mirara de esa forma. Habría deseado que se marchara deprisa, para poder imaginarlo en su moto, que a cada minuto se lo llevaba más lejos; cualquier distancia sería menor a la que sentía que había entre ellos en ese momento.
– Me alegra que para ti no haya cambiado nada.
Jordan meneó la cabeza para dar mayor peso a sus palabras.
– No, algo ha cambiado, y no puedo hacer ver que no ha pasado.
Se puso de pie, cogió la bolsa y la abrió. Buscó dentro, sacó un casco y lo dejó en la mesa junto al suyo. Lysa lo reconoció enseguida. Era el mismo que habían comprado la mañana del viaje a Poughkeepsie.
– Cuando me vaya, me gustaría que te pusieras esto y vinieras conmigo, si quieres.
Lysa tuvo que aspirar una bocanada de aire antes de responder.
– ¿Lo dices en serio?
– Sí. No estoy seguro de nada en cuanto a todo lo demás, pero en esto no tengo ninguna duda.
Entonces Jordan hizo el recorrido más corto y más importante de su vida. Con dos pasos se acercó a la cama, se inclinó y posó un instante los labios en los de Lysa. Ella sintió su perfume de hombre y el olor de su piel y al fin se sintió libre de imaginar. Luego se echó hacia delante, ocultó el rostro entre las manos y ya no pudo ver ni oír nada, porque tenía los ojos llenos de lágrimas.
Le habría gustado que Jordan siguiera besándola, pero pensó que para eso disponían de mucho tiempo.
Roma
El avión tocó tierra con una leve sacudida acompañada de un chirrido de caucho sobre el asfalto.
Maureen imaginó las ruedas de doble neumático rodeadas del humo causado por la fricción, mientras el piloto invertía las turbinas para disminuir la velocidad de la nave. Por la ventanilla se veía el paisaje familiar del aeropuerto de Fiumicino, doméstico, a la medida y al servicio de la gente, completamente distinto del frío y caótico aeropuerto de Nueva York, el JFK.
Ni mejor ni peor; solo diferente.
El aparato se acercó dócilmente hasta la pasarela de desembarco acompañado por la voz de una azafata que daba a los pasajeros la bienvenida a Roma en italiano y en inglés. Maureen hablaba a la perfección los dos idiomas, pero en ese momento ambos le parecían desconocidos.
El avión se detuvo completamente y hubo esa tácita señal a la cual parecen obedecer todos los pasajeros al final de un vuelo, cuando se levantan prácticamente al unísono.
Maureen cogió su bolsa de viaje y se puso en la fila que se dirigía hacia la salida delantera. Apenas fuera del avión, los pasajeros volvieron a ser personas con los pies sobre la tierra, que solo una casualidad había suspendido juntos entre las nubes.
Siguió a la gente hacia la zona de retirada de equipajes. Sabía que afuera no habría nadie esperándola, y era justo lo que deseaba.
Su padre la había llamado por teléfono desde Japón, donde se encontraba para la inauguración de un nuevo Martini's, en Tokio. Se había enterado del éxito de la investigación en que se había visto envuelta y la había tratado de «estrella internacional».
Por Franco Roberto se enteró de que los colegas de la comisaría habían decidido acudir en masa a recibirla al aeropuerto. Por ese motivo adelantó su partida; en el último momento buscó una plaza en el vuelo inmediatamente anterior al que había reservado. No se sentía triunfadora ni tenía ganas de estar rodeada de personas que la festejaran como tal.
Retiró sus maletas de la cinta transportadora, las puso en el carrito y se dirigió hacia la salida.
Ya se acercaba a la zona de taxis del aeropuerto, cuando la abordó una persona.
– Discúlpeme, ¿es usted la señorita Maureen Martini?
Maureen detuvo el carrito y lo miró. Era un chino de cierta edad, un poco más alto de lo común, con esas facciones asiáticas que para la mayoría de los occidentales parecen todas iguales.
– Sí. ¿En qué puedo servirlo?
– En nada, señorita. Solo debo cumplir un encargo. Me ha encargado una persona de Estados Unidos que le entregue este paquete.
El chino le dio una cajita envuelta en un austero papel de regalo de pergamino y atado con una elegante cinta dorada.
– Pero ¿qué…?
– La persona que me ha dado el encargo ha dicho que usted lo entendería. Además me ha rogado que le dé las gracias y le diga que no hace falta respuesta. Bienvenida a casa, señorita. Que lo pase usted bien.
Sin decir más, hizo una pequeña reverencia, dio media vuelta y se alejó entre la gente que se dirigía hacia la salida; su cabeza avanzó entre decenas de otras cabezas, hasta que desapareció.
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