George Pelecanos - Sin Retorno
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En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…
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Más tarde, Larry, Charles y Raymond se sentaron alrededor de la valla de separación, una barrera pintada de blanco y amarillo que había al final de la calle. Rodney les había pedido educadamente que se fueran, porque tenía previsto encontrarse con una chica que conocía, una que había conocido en la tienda de discos. Raymond sospechó que Rodney simplemente quería echar a Larry y a Charles de su sótano, y que se había inventado dicha estratagema.
Larry y Charles estaban más beligerantes que antes debido al alcohol. Larry hablaba más alto y Charles había enmudecido, mala señal. Raymond tomó por la palabra la oferta que le hicieron de que los acompañase, y estaba tomándose una cerveza. Ya se había bebido tres cuartas partes y notaba los efectos. Nunca se había tomado más de una, y lo cierto era que no le gustaba mucho cómo sabía, pero es que al beber con aquellos dos se sentía mayor. Se mantuvo alerta por si hubiera alguien que pudiera contar a sus padres que lo había visto bebiendo.
Hablaron de chicas que les gustaría tener. Hablaron del nuevo Mach 1. Larry, tal como había hecho en numerosas ocasiones, preguntó una vez más si James y Raymond tenían algo que ver con el jugador de baloncesto Earl Monroe, y Raymond contestó: «Que yo sepa, nada.»
Hubo una pausa en la conversación para beber cerveza, y a continuación dijo Larry:
– Me he enterado de que hace un par de semanas vinieron unos cuantos chicos blancos.
– Nenazas blancas -corrigió Charles.
– Y que le dijeron algo ofensivo a tu madre -dijo Larry.
– Venía de la parada del autobús -dijo Raymond-. No se lo dijeron exactamente a ella. Estaban gritando cosas cuando ella pasó por el mercado, así fue como ocurrió.
– O sea, que se las dijeron a ella -dijo Larry.
No era una pregunta, de modo que Raymond no respondió. Pero se puso rojo de vergüenza.
– Si alguien le hiciera eso a mi madre -dijo Charles-, se despertaría dentro de una tumba.
– Mi padre dice que hay que ser fuerte y no darle importancia -dijo Raymond.
Larry soltó un bufido.
– Si fuera mi madre, les pegaría un tiro a esos hijos de puta -dijo Charles.
– Bueno -dijo Raymond, con la esperanza de poner fin a aquella conversación tan embarazosa-, yo no tenía ninguna arma.
– Pero tu hermano, sí -repuso Charles.
– ¿Qué?-dijo Raymond-. Venga, tío, ya sabes que eso no es verdad.
– Lo sé por el colega que se la vendió -dijo Charles-. Un revólver, como los que lleva la policía.
– James no tiene ninguna arma -dijo Raymond.
– Pues entonces es que miente -replicó Charles mirando al frente. Larry dejó escapar una risita.
– No estoy diciendo eso -dijo Raymond-. Lo que estoy diciendo es que no lo sabía.
Larry prendió un cigarrillo y tiró la cerilla a la calle.
– Pues tiene una -dijo Charles mirando dentro de su lata de cerveza al tiempo que la sacudía para ver lo que quedaba-. Créetelo.
A James Monroe le gustaba llevar un trapo rojo limpio por fuera del bolsillo trasero cuando trabajaba en los surtidores de la gasolinera Esso. Una vez que dejaba la manguera introducida en el depósito del coche, lavaba las ventanillas con el limpiacristales de goma doble y mango largo que descansaba en un cubo lleno de jabón diluido. Cuando terminaba de retirar el líquido sobrante del parabrisas delantero y del posterior, se sacaba el trapo y limpiaba con cuidado las manchas o los residuos que pudieran haber quedado. Con independencia de que fuera necesario o no. Con ello hacía ver al cliente que se sentía orgulloso de su trabajo y que se preocupaba por cómo quedara el coche. Gracias a esta pequeña atención, que a él le gustaba denominar el «toque final», de vez en cuando obtenía una propina, a veces veinticinco centavos, y en ocasiones, por la época de Navidad, cincuenta. La verdad era que daba igual que fueran sólo diez, y hasta simplemente una mirada por parte del cliente que dijera: «A este chico le importa su trabajo.» Puestos a pensarlo, era una cuestión de respeto.
James había sido el primer negro, que él supiera, al que habían dado trabajo en aquella gasolinera. En su opinión, no estaba rompiendo ninguna barrera racial, sino más bien cambiando una tradición que existía en aquella estación de servicio Esso. En el pasado, el propietario de la misma siempre había cogido a blancos del vecindario y a amigos de éstos. James había sido perseverante y había vuelto muchas veces para hablar con el señor George Anthony, el dueño, un individuo corpulento y barbudo cuyos ojos formaban arrugas a los lados cuando sonreía. El señor Anthony no le ofreció trabajo de inmediato, pero su persistencia terminó dando resultados un día en el que el señor Anthony le dijo, casi en un aparte: «Está bien, James. Ven mañana a las ocho. Voy a darte una oportunidad.» Más adelante, cuando el señor Anthony ya había visto lo que James era capaz de hacer, lo riguroso que era en lo de llegar puntual al trabajo, que nunca llamaba diciendo que estaba enfermo, aun cuando efectivamente estuviera enfermo, le dijo: «¿Sabes por qué te di el empleo, James? Porque no dejabas de solicitarme el puesto. Porque no te rendiste.»
James trabajaba bien, pero en la gasolinera sólo podía hacer media jornada. El señor Anthony intentaba ser justo con todos los muchachos a los que empleaba y ofrecerles las mismas oportunidades de ganarse un dinero. James se llevaba a casa unos cuarenta y dos dólares por semana. No le alcanzaba para irse de casa ni para comprarse un coche a crédito. Pero tenía un plan: quería ser mecánico, como su padre, Ernest Monroe. Soñaba con llegar a tener algún día una gasolinera propia, con ganar dinero de verdad. El suficiente para comprarse una casa en la ciudad y ayudar a sus padres a que encontraran otra no muy lejos de la suya. Vivir en un sitio en el que no hubiera blancos sureños que pasaran en coche junto a su madre cuando ésta volviera a casa recién apeada del autobús, recién salida del trabajo. Ni que la llamaran negrata cuando se había pasado el día entero de pie, vestida con aquel uniforme de limpiadora. Ella, que nunca había juzgado a nadie.
Sintió que se le aceleraba la sangre al imaginarse a su madre soportando aquel insulto. No hacía mucho que había comprado una cosa, una cosa que enseñar en caso de que volviera a suceder algo así. Sólo para asustar a aquellos cabrones, nada más. Para ver la cara que ponían cuando fueran ellos los que tuvieran que comer mierda.
No le gustaba sentirse tan enfadado, de modo que apartó la imagen de su madre de su pensamiento.
Tal como iba lo de ser propietario, James se daba cuenta de que estaba soñando, pero no había nada de malo en pensar en el futuro. Tenía que concentrarse y trabajar para llegar a donde necesitaba llegar. Se había apuntado a las clases de mecánica por medio de la gasolinera. La Esso tenía un programa de formación para sus empleados, aquellos que pudieran llevarlo a cabo. El señor Anthony lo había instado a inscribirse en él, y aceptó pagarle la mitad de lo que costaba. Trabajar con coches no era un mal modo de ganarse la vida. Cuando uno arregla una cosa, hace feliz a alguien. Entraba un coche averiado y salía funcionando en perfectas condiciones. Uno había logrado algo.
Una carrera profesional de mecánico del automóvil lo apartaría de chicos como Larry y Charles, que pensaban que ya estaban acabados. Y también sacaría de allí a Raymond, le enseñaría a trabajar, a llevarse bien con gente que no perteneciera a su vecindario, igual que él se llevaba bien con los clientes blancos y los chicos blancos que trabajaban en la gasolinera. Últimamente Raymond venía teniendo algunos problemas, un robo en una tienda de Monkey Wards y, más grave, un arresto por lanzar una piedra contra la ventana de una casa de aquel barrio de clase alta que había cerca de Heathrow. El señor Nicholson, el dueño de la vivienda, le había pagado a Ray menos dinero del acordado por realizar una serie de trabajos en el jardín, con la excusa de que el chico no había sido concienzudo y que había regresado allí por la noche para tomarse la revancha. La policía, que acudió tras una llamada de Nicholson, llegó a la casa inmediatamente y Raymond reconoció lo que había hecho. Le hicieron una ficha policial, según la cual no sería detenido ni llevado a juicio si pagaba los daños y perjuicios, pero ya figuraba como una persona con antecedentes. Una más como aquélla, le dijo la policía, y tendría problemas de verdad. Su padre encomendó a James la tarea de meter en vereda a Ray, de cuidar de él, de reprimir sus impulsos violentos. No era más que un crío que tenía demasiada energía, eso era lo que pasaba. El chico llevaba mucha rabia dentro.
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