George Pelecanos - Sin Retorno

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En 1972, tres adolescentes blancos -Alex, Billy y Pete- decidieron meterse en un barrio marginal de Washington. Esa incursión cambió la vida de seis personas: a causa del enfrentamiento con tres chicos negros, Billy resultó muerto y Alex seriamente herido.
En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…

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Ernest leyó en voz alta:

– «Redd Foxx y Slappy White vienen a Shady Grove. Desde que se vino abajo lo de Howard, están llevando a cabo todas las actuaciones de calidad en tierras de agricultores. ¿Quién va a querer desplazarse hasta allí?»

James regresó con una lata de cerveza Pabst y le quitó la anilla. A continuación la dejó caer por el agujero y le entregó la lata a su padre.

– ¿Pretendes que me ahogue?-dijo Ernest-. La próxima vez, tira la anilla.

– Eso es lo que veo que hacen otros -dijo James, que sólo había bebido cerveza un par de veces.

– Pues esos otros son idiotas. No pienso tragarme un trozo de metal retorcido.

– Puedo traerte otra -ofreció Raymond.

– No pasa nada. Ahora que ya has abierto ésta, me la tomaré. Para eso la he pagado.

– Casi -dijo Raymond.

– Vigila esa lengua, niño.

En Dart, la PBR costaba solamente un dólar y pico el paquete de seis. Los Tiparillo que fumaba Ernest valían uno noventa y nueve el paquete de cincuenta, en la misma tienda. Ernest Monroe tenía sus vicios, pero eran baratos. Almeda nunca se quejaba de que fumase y bebiese; su marido trabajaba mucho y volvía a casa todas las noches.

James y Ernest se pusieron a hablar de la diferencia que había entre los motores pequeños y los grandes. Raymond dijo que tenía sueño, dio un beso en la mejilla a su madre y palmeó el hombro de su padre, que emitió un gruñido a modo de agradecimiento.

Raymond se fue al dormitorio de atrás, el que siempre había compartido con James. Había dos camas individuales colocadas cada una contra una pared. Se les habían quedado pequeñas a medida que habían ido creciendo, y ahora ya les asomaban los pies por fuera del colchón. Al pie de cada cama había una cómoda, perteneciente a algún dueño anterior, que su padre había traído a casa porque la había encontrado en algún sitio o la había comprado por casi nada. Las reforzó con clavos y las fortaleció con cola y tornillos. A continuación las barnizó de nuevo, con lo que quedaron mejor que bien. Había un armario lleno de camisas y pantalones de vestir que estaban esperando a que los colgasen.

En la pared habían clavado con chinchetas una foto del equipo de los Redskins de Washington de 1971, que hacía poco que habían llegado a jugar las eliminatorias por primera vez en veintiséis años. La foto se la había regalado a Raymond el encargado de Nunzio's tras obtener una promoción de Coca-Cola, diciendo que no tenía modo de usarla. Raymond sospechó que sólo pretendía tener un gesto amable. Raymond era forofo de los Redskins, pero su primer amor era el baloncesto. Su equipo eran los Knicks. Era admirador de Clyde Frazier, y su hermano James adoraba a Earl Monroe. Había quien llamaba a Earl Monroe la Perla, y otros lo llamaban el «Jesús Negro». James y sus amigos lo llamaban «Jesús», sencillamente, pero no cuando estaba presente su madre, que decía que aquello era una blasfemia.

James tenía una camiseta blanca en cuya parte de atrás había pintado con rotulador el apellido Monroe, junto con el número de Earl, el 15, cuidadosamente escrito debajo. Tañido-bien lo escribió en la parte delantera. Raymond Monroe se había decorado otra camiseta de la misma manera, con el número correspondiente a Frazier dibujado a mano por delante y por detrás junto al nombre de «Clyde».

Raymond recogió del suelo la camiseta de James que llevaba el nombre de Earl Monroe y la olfateó para ver si estaba limpia. No olía mucho a él, así que la dobló y se dirigió a la cómoda de su hermano, abrió el cajón de las camisetas y la guardó en él. Su mano se detuvo unos instantes encima de ellas. Se volvió a medias hacia la puerta, que estaba abierta. No oyó pasos. Se oía la televisión y las voces amortiguadas de James y de su padre, que aún estaban hablando.

Metió la mano por debajo de las camisetas y no palpó nada. Cerró aquel cajón y abrió el siguiente, que guardaba vaqueros y pantalones cortos. Debajo de estos últimos tocó algo metálico. Un cañón corto, un cilindro con muescas y una culata con un relieve cuadriculado.

Fue como si en su interior se hubiera encendido una cerilla. Un muchacho podía adquirir de repente fuerza y virilidad con sólo tocar un arma.

Charles decía mentiras la mayoría de las veces. Pero en esta ocasión había dicho la verdad.

Capítulo 3

Alex Pappas tenía la entrada del concierto de los Rolling Stones pinchada en el tablón de anuncios de su habitación. Los Stones habían tocado en el estadio RFK el Cuatro de Julio, unas semanas antes, y Alex y sus amigos, Billy Cachoris y Pete Whitten, habían estado presentes en dicha actuación. Alex había hecho cola durante horas a la salida de las taquillas habilitadas en el Sears de White Oak, esperando con los demás para pillar entradas, pero había merecido la pena. Jamás iba a olvidarse de aquel día, ni siquiera cuando llegara a ser tan mayor como su viejo.

En el tablón había también entradas de partidos de los Bullets de Baltimore a los que había acudido con su padre, que había tenido la generosidad de llevarlos en coche a él y a sus amigos hasta el Civic Center de Baltimore. Earl la Perla, el jugador de James, había vuelto con los Knicks a mitad de la temporada, y con él se perdió parte del atractivo que tenían los Bullets. No era lo mismo animar a voz en grito a Dave Stallworth y Mike Riordan en lugar de Monroe.

Alex estaba en su habitación, esperando a que llamara su novia. Tenía puesto el disco de aquel grupo nuevo, Blue Oyster Cult, en su estéreo compacto, un equipo doméstico Webcor de ochenta vatios que comprendía dos altavoces con suspensión de aire, un sintonizador de radio AM/FM, un cambiador de discos y una cubierta para el polvo, además de una pletina de ocho pistas integrada. Había ahorrado el dinero de las propinas y se había comprado aquel equipo pagándolo en efectivo en la tienda Dalmo que había en Wheaton. Junto al aparato había varias cintas de ocho pistas, Manassas, Thick as a Brick y Brotber Barricades, pero Alex prefería los discos, que sonaban mejor que la cinta y no tenían rupturas de canal en mitad de las canciones. Además, le gustaba arrancar el papel de celofán que envolvía un álbum nuevo, leer los créditos y los comentarios y estudiar el diseño de la portada mientras escuchaba la música.

Ahora estaba mirando la portada de Blue Oyster Cult, mientras se oía por todo el cuarto Then Carne the Last Days of May. Era una canción que hablaba de que se acababa algo y tenía un tono a la vez amenazante y misterioso, y a Alex lo turbaba y lo animaba. La portada del disco era un dibujo en blanco y negro de un edificio que se estiraba hasta el infinito, coronado por un cielo negro en el que se veían las estrellas y una media luna, y, suspendido sobre el edificio, un símbolo que parecía una cruz con forma de anzuelo. Eran unas imágenes que resultaban inquietantes, y acordes con la música, que era pesada, siniestra, peligrosa y hermosa. Aquél era el grupo nuevo favorito de Alex. Estaba previsto que actuase de telonero en el concierto que iba a dar Quicksilver Messenger Service en el Constitution Hall, y Alex tenía pensado acudir.

De pronto sonó el teléfono que descansaba en el suelo, y Alex lo cogió. Por el temblor que percibió en la voz, comprendió que Karen había estado llorando.

– ¿Qué ocurre? -dijo Alex.

– Que mi madrastra es una cabrona.

– ¿Qué ha hecho?

– No me deja salir esta noche -dijo Karen-. Dice que tengo que quedarme en casa para cuidar de mi hermana. Que ya me lo avisó la semana pasada. Pero en realidad no me dijo nada de nada.

La hermana de Karen era una media hermana. La niña, que ya no era una recién nacida, era el resultado de la unión entre el padre de Karen y su segunda esposa, una mujer tirando a joven. La madre de Karen había fallecido de cáncer de mama. El padre era un gilipollas. En aquella casa todo era un desastre.

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