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George Pelecanos: Sin Retorno

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George Pelecanos Sin Retorno

Sin Retorno: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1972, tres adolescentes blancos -Alex, Billy y Pete- decidieron meterse en un barrio marginal de Washington. Esa incursión cambió la vida de seis personas: a causa del enfrentamiento con tres chicos negros, Billy resultó muerto y Alex seriamente herido. En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…

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– No te he visto conservar ninguno -replicó James.

– Que os jodan -dijo Charles, mirando más allá de ellos, dirigiéndose al mundo. Y volvió a beber de su cerveza.

– Pues vale, muy bien -dijo James en tono cansado-. Vámonos, Ray.

James tirando del cinturón de Raymond, los dos subieron los escalones de la tienda de Nunzio's. En el porche de madera de la entrada se detuvieron para saludar a una anciana de Heathrow que estaba soltando a su pequeño terrier de la viga transversal a la que lo había atado, que a menudo se utilizaba precisamente para eso.

– Hola, señorita Anna -dijo James.

– James -dijo ella-. Raymond.

Entraron en el establecimiento y fueron hacia un armario refrigerado en el que James encontró unos paquetes de fiambre en conserva que costaban sesenta y nueve centavos. Tomó dos, de ternera y de jamón. Raymond se cogió una bolsa de patatas fritas Wise y dos botellas de zumo Nehis, de uva para él y de naranja para James. De pie en el porche de madera, se comieron el fiambre directamente del envoltorio en que venía. Compartieron las patatas y se bebieron los refrescos contemplando la calle, donde estaban Larry y Charles, ahora de pie, levantados del bordillo de la acera pero aún sin hacer nada.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó Raymond.

– Irme a casa y prepararme para ir al trabajo. Hoy tengo turno de tarde en la gasolinera.

– Rodney está en casa, ¿verdad?

– Tiene que estar. Hoy no trabaja.

– Voy a ver si Charles y Larry quieren venir a casa de Rodney a ver el estéreo. Todavía no lo han visto. A lo mejor, si Charles conociera a Rodney, no sería tan… no sé…

– Charles va a seguir siendo lo que es, conozca a quien conozca -replicó James-. No quiero que te juntes con él.

– Es mejor que estar solo.

– Ya estoy yo contigo.

– Pero todo el tiempo no.

Raymond había estado haciendo hincapié en varios incidentes que habían tenido lugar hacía poco en el barrio, coches conducidos por blancos que pasaban a toda velocidad gritando «negratas» desde las ventanillas, dejaban las marcas de los neumáticos en la calle y luego volvían a marcharse por el bulevar. En el año anterior había sucedido en un par de ocasiones. De un modo o de otro, llevaba varias generaciones ocurriendo. Unas semanas antes su madre había sido objeto de dichas burlas, y la idea de que llamasen a su madre por aquel nombre les llegó a James y a Raymond al alma. Los únicos blancos que tenían razones para estar en aquel vecindario eran los que venían a leer contadores, los carteros, los vendedores de biblias y de enciclopedias, los policías, los fiadores, o los notificadores. Cuando los que venían eran blancos borrachos dentro de coches llenos de humo de marihuana, ya se sabía lo que se traían entre manos. Siempre entraban sin hacer ruido, al llegar al callejón sin salida se volvían y recorrían a toda velocidad el mercado, donde normalmente la gente formaba corrillos. Gritaban aquellas cosas y se largaban a toda pastilla. Cobardes, pensaba James, porque nunca se bajaban del coche.

James le entregó a Raymond la bolsa de patatas.

– Haz lo que quieras. Pero ten en cuenta que Charles y Larry no van a ninguna parte buena. A ti y a mí no nos han educado de esa forma.

– Vale, James.

– Pues hala, vete. Y ten en cuenta la hora.

James se quedó en el porche de Nunzio's mientras Raymond bajaba para reunirse con Larry y Charles, este último todavía con la bolsa de cervezas Carling bajo el brazo. Estuvieron hablando un rato, Charles asentía con la cabeza mientras Larry encendía otro cigarrillo. Acto seguido, los tres echaron a andar despacio calle abajo, y en el siguiente cruce giraron a la derecha.

James siguió a su hermano con la mirada. Cuando lo perdió de vista, arrojó el envase vacío del refresco a una papelera y se fue para casa.

Rodney Draper vivía con su madre en la vieja casa que tenía ésta en la otra calle de Heathrow Heights que discurría de este a oeste. Aquella calle también terminaba sin salida en los árboles.

Rodney vivía en el sótano de la casa, que era pequeño y estrecho y estaba forrado de tablones de asbesto. Le entraba agua cuando llovía, y con la mínima amenaza de lluvia ya se llenaba de humedad. Siempre olía a moho. En él había dos camas y una cajonera de aglomerado, además de un inodoro a la vista, ubicado junto al calentador de agua que había instalado él mismo con su tío, que trabajaba haciendo chapuzas de todo tipo. Su madre y su hermana vivían en la planta de arriba. El habitáculo de Rodney no era de lujo, pero su madre no le cobraba alquiler, como hacían muchos padres cuando sus hijos cumplían los dieciocho años.

Rodney, que contaba diecinueve, tenía una nariz delgada y un poco abultada en el puente. Era flaco, de dientes salientes, muñecas nudosas y pies grandes. Su apodo era El Gallito. Trabajaba en Record City, en el bloque 700 de la calle Trece. Le encantaba la música y pensaba que podía compaginar dicha pasión con el trabajo. La mayor parte de lo que ganaba se lo gastaba en discos, los cuales compraba con un pequeño descuento por ser empleado. El nuevo estéreo lo había adquirido «a plazos», una especie de crédito abierto, un contrato de letra pequeña que iba a tener que pasarse años pagando.

Rodney estaba exhibiendo su estéreo ante Larry, Charles y Raymond Monroe. Larry y Charles estaban sentados en el borde de la cama, bebiendo cerveza y observando la escena sin dar la impresión de poner mucho interés, mientras Rodney señalaba los componentes tal como se los había enseñado a él el vendedor, un tipo blanco y de pelo largo, pieza por pieza.

– Plato BSR -decía Rodney-, tracción por correa. Lleva el cartucho magnético Shure en el brazo del tono. Receptor Marantz, doscientos vatios, que envía la señal a estos dos juguetitos que tenemos aquí, los altavoces Bose 5.0.

– Tío, todo eso nos importa una mierda -dijo Larry-. Pon algo de música.

– Todas esas chorradas no valen una puta mierda -dijo Charles- si el trasto no suena bien.

– Estoy intentando instruiros, nada más -replicó Rodney-. Cuando bebéis un vino de los buenos, ¿no miráis lo que dice la etiqueta?

– Black Label -contestó Larry al tiempo que levantaba la lata sonriendo tontamente-. Eso es lo único que tengo que saber.

– El estéreo es de lo más chulo, Rodney -dijo Raymond con una sonrisa-. Ponlo a ver qué tal suena.

Rodney puso en el giradiscos America Eats Its Young, el nuevo álbum doble de Funkadelic, y bajó la aguja hasta la pista número tres, Everybody is Going to Make it This Time. Era un tema que comenzaba lento e iba acelerándose con una especie de fervor parecido al gospel. Larry y Charles empezaron a mover la cabeza siguiendo el ritmo. Larry estudió la portada del álbum, que era una imitación de un billete de dólar con una estatua de la Libertad transformada en zombi, con la boca toda ensangrentada, que devoraba niños pequeños.

– Esto es una pasada -dijo Larry.

– El dibujante de esa portada es Paul Weldon -dijo Rodney.

– ¿Quién? -preguntó Larry.

– Es un artista. Hay artistas negros que dejan su huella en este país, y no sólo en las portadas de los discos. En los años veinte tuvimos viviendo aquí a una mujer que consiguió exponer sus obras en una galería del centro.

– Tío, no me jodas con lecciones de historia, ¿vale?

– Lo que digo es que en este vecindario tenemos un pasado importante.

– Eso nos da igual -dijo Charles-. Tú sube el volumen.

– Suena bien, ¿a que sí? -dijo Rodney.

– He oído cosas mejores -replicó Charles, incapaz de respetar a Rodney del todo-. Mi primo tiene un estéreo que dejaría éste a la altura del betún.

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