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George Pelecanos: Sin Retorno

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George Pelecanos Sin Retorno

Sin Retorno: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1972, tres adolescentes blancos -Alex, Billy y Pete- decidieron meterse en un barrio marginal de Washington. Esa incursión cambió la vida de seis personas: a causa del enfrentamiento con tres chicos negros, Billy resultó muerto y Alex seriamente herido. En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…

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– Epitelos -dijo John Pappas cuando Alex entró a toda prisa y se sentó de inmediato en una banqueta tapizada de azul. Venía a significar algo así como: «Ya era hora.»

– ¿Qué pasa? No he llegado tarde.

– Si es que diez minutos tarde no te parece tarde.

– Ya estoy aquí -replicó Alex-. Ya está todo bien. De manera que no tienes por qué preocuparte, papá. El negocio está a salvo.

– Pesado -dijo John Pappas, con toda la efusividad de que era capaz. Luego hizo un leve gesto con la mano como para olvidar el asunto. «Lárgate de aquí, pelmazo. Te quiero.»

Alex tenía hambre. Nunca se despertaba a tiempo para desayunar en casa, y nunca conseguía llegar a la cafetería a tiempo para la franja del desayuno. A las diez y media se encendía la parrilla para el almuerzo, y entonces estaba demasiado caliente para hacer unos huevos sin quemarlos. Iba a tener que buscarse algo por su cuenta.

Rodeó el mostrador para llegarse hasta el hueco que había en el lado derecho. Saludó a Darryl Wilson, Júnior, cuyo padre, Darryl, Sénior, era el técnico de reparaciones del edificio de oficinas que tenían encima. Júnior estaba de pie tras una cortina de plástico transparente cuya finalidad era que los clientes no vieran cómo se lavaban los platos, y también mantener confinados la humedad y el calor que se generaban. Tenía diecisiete años, era alto y desgarbado, poco hablador, y le encantaban las gorras muy decoradas, los pantalones de campana con bolsillos pegados y la ropa de Flagg Brothers. Siempre llevaba un cigarrillo detrás de la oreja. Alex jamás le había visto sacar uno de la cajetilla.

– Hola, Júnior -dijo Alex.

– ¿Qué pasa, muchachote? -respondió, como era habitual en él, Júnior, que le doblaba la estatura a Alex.

– No lo llevo mal -repuso Alex.

– Pues vale -contestó entre risas, a causa seguramente de alguna broma privada-. Pues vale.

Alex dobló la esquina desde el otro lado de la cortina y topó con Darlene, que estaba precocinando hamburguesas en la parrilla. Se volvió a medias al verlo, con la espátula en alto. Lo miró de arriba abajo y le ofreció una media sonrisa.

– ¿Qué hay, cielo? -lo saludó.

– Hola, Darlene -dijo Alex, preguntándose si la chica habría notado cómo le temblaba la voz.

Darlene había dejado los estudios que cursaba en el instituto Eastern. Tenía dieciséis años, como él. Las empleadas vestían uniformes de restaurante anticuado, pero a ella el suyo le sentaba de otra manera. Darlene tenía caderas marcadas, pechos grandes y un trasero respingón prieto como un guante. Y también un peinado afro y unos preciosos ojos pardos que sonreían.

Lo ponía nervioso. Hacía que se le secase la boca. Se dijo a sí mismo que ya tenía novia, y que le era fiel, así que todo lo que pudiese pasar entre Darlene y él no iba a pasar nunca. En el fondo sabía que aquello era mentira y que, sencillamente, tenía miedo. Miedo porque ella debía de tener más experiencia que él. Miedo porque era negra, y las negras exigían quedar satisfechas. Cuando se ponían cachondas, se transformaban en animales salvajes. O eso al menos decían Billy y Pete.

– Quieres algo de comer, ¿a que sí?

– Sí.

– Pues ve a hablar con tu padre -replicó Darlene indicando con un movimiento de la cabeza la zona de la caja registradora-. Voy a prepararte algo bueno.

– Gracias.

– A mí también me está entrando hambre. -Darlene soltó una risita y añadió-: Y lo que me gustaría…

Alex se sonrojó e, incapaz de pronunciar palabra, siguió a lo suyo. Pasó junto a Inez, que estaba metiendo en una bolsa un montón de pedidos para entregar a domicilio, preparándose para trasladarlos a «la estantería», el lugar en que Alex se pondría en acción. No lo saludó al verlo.

Un poco más adelante dijo hola a Paulette, la camarera que servía a los clientes dentro del local. Tenía veinticinco años, era entrada en kilos, de facciones grandes y muy religiosa. Después de comer se adueñaba de la radio para sintonizar la emisora de gospel, cosa que todo el mundo le perdonaba, porque era encantadora. Con su vocecilla aguda y suave como un ratón, resultaba casi invisible.

Paulette estaba llenando los botes de ketchup Heinz con ketchup Townhouse, la marca barata de Safeway. Todas las tardes, el padre de Alex compraba en el Safeway determinados artículos que eran más baratos que los que ofrecían los comerciales que lo visitaban.

– Buenos días, señorito Alex -le dijo.

– Buenos días, señorita Paulette.

Alex encontró a su padre junto a la caja registradora, a la que sólo tenían acceso ellos dos. En la parte delantera de la misma habían puesto un impreso de Hacienda, con dos teclas ordenadas por dólares y centavos. Si el importe de una consumición llegaba a los veinte dólares, cosa que rara vez sucedía, la tecla que indicaba diez dólares se pulsaba dos veces. En los costados de la caja había trocitos de papel pegados con cinta adhesiva en los que Alex había escrito fragmentos de letras de canciones que le parecían poéticos o profundos. Uno de los clientes, un abogado fumador de pipa que tenía un trasero voluminoso y un saque de aúpa, supuso que el autor de aquellas letras era el propio Alex, y le dijo a John Pappas, en tono de broma, que a su hijo, para ser escritor, no se le daba mal servir en la barra. Pappas, con una sonrisa que no era una sonrisa, respondió: «No se preocupe por mi chico. Lo va a hacer estupendamente.» Alex recordaría siempre a su padre por aquello, y por esa clase de cosas lo quería.

John entregó a su hijo unos cuantos billetes de un dólar y de cinco. Acto seguido puso sobre el mostrador paquetitos de monedas de diferente valor: veinticinco centavos, diez, cinco y uno.

– Aquí tienes el banco, Alexander. Hay un par de pedidos para entregar cuanto antes.

– Estoy listo. Pero antes voy a pillar algo de comer.

– Cuando esos pedidos lleguen a la estantería, quiero verte fuera de aquí. No quiero que se retrasen.

– Darlene me está haciendo un sándwich.

– Déjate de ligoteos.

– ¿Cómo?

– Tengo ojos. Ya te he dicho otras veces que no hagas muchas migas con el personal.

– Sólo he estado hablando con ella.

– Haz lo que te digo. -John Pappas volvió la vista hacia la estantería situada por encima del lavavajillas, junto a la que Júnior estaba bajando un grifo manguera con boquilla a presión, a fin de lavar a mano una cazuela. Inez estaba empujándolo con el codo para que se hiciera a un lado mientras ella depositaba en la estantería dos bolsas de papel marrón con etiquetas-. Ya tienes pedidos que entregar.

– ¿No puedo tomar algo antes?

– Tómatelo por el camino.

– Pero, papá…

John Pappas señaló con el pulgar la parte de atrás de la cafetería.

– Súbete al caballo, chico.

Alex Pappas engulló un sándwich de lechuga, tomate y beicon junto al puesto de Júnior y a continuación cogió las dos bolsas de la estantería. Cada una llevaba grapada una factura para el cliente en cuya cabecera estaba escrita, con la florida caligrafía de Alma, la dirección de entrega. Debajo se detallaba el pedido, artículo por artículo, con precios, impuestos y el total rodeado por un círculo. A Alex le gustaba adivinar la parte correspondiente al impuesto cargada al subtotal. No resultaba fácil, porque en Washington siempre se indicaba un porcentaje y una fracción, nunca un número entero. Pero había descubierto una manera de hallarlo a base de multiplicaciones y sumas. En el colegio siempre había tenido dificultades con las matemáticas, pero a calcular porcentajes había aprendido por su cuenta manejando la caja registradora.

Trabajar en la cafetería resultaba, en muchos sentidos, más beneficioso que el colegio. Aprendió matemáticas prácticas.

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