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George Pelecanos: Sin Retorno

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George Pelecanos Sin Retorno

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En 1972, tres adolescentes blancos -Alex, Billy y Pete- decidieron meterse en un barrio marginal de Washington. Esa incursión cambió la vida de seis personas: a causa del enfrentamiento con tres chicos negros, Billy resultó muerto y Alex seriamente herido. En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…

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Pappas e Hijos.

Alex Pappas llevaba sólo unos minutos con el dedo pulgar levantado, de pie en el arcén del University Boulevard de Wheaton, cuando paró para recogerlo un VW de trasera cuadrada. Alex echó una carrera hasta la puerta del pasajero, y al acercarse echó un vistazo al conductor. Al otro lado de la ventanilla semiabierta vio a un tipo joven, de pelo largo y bigote en forma de manillar. Probablemente un porrero, lo cual no lo molestaba en absoluto. Se subió al coche y se dejó caer en el asiento.

– Hola -dijo Alex-. Gracias por parar, tío.

– De nada -contestó el otro al tiempo que salía del arcén, metía la segunda y aceleraba en dirección al distrito financiero de Wheaton-. ¿Adónde vas?

– Hasta el final de Connecticut, a Dupont Circle. ¿Tú vas hasta allí?

– Voy a Calvert Street. Trabajo allí, en el Sheraton Park.

– Genial -dijo Alex con entusiasmo. Desde allí hasta el Circle había sólo un par de kilómetros o así, y cuesta abajo. Podría ir andando. Era poco corriente conseguir que alguien lo llevase hasta el centro mismo.

Debajo del salpicadero, en un bastidor, el joven del bigote había montado un reproductor de ocho pistas, y en aquel momento estaba sonando Walk on Gilded Splinters, del álbum Rockin the Fillmore de Humble Pie. La música se oía con muchos agudos a través de unos altavoces baratos apoyados en el suelo, cuyos cables subían hasta el reproductor. Alex tuvo cuidado de no enredarse los pies en ellos. El coche olía a marihuana. Vio varios restos de porros amarillentos amontonados en el cenicero, junto con las colillas apagadas.

– No serás un poli de Narcóticos, ¿verdad? -dijo el otro al ver que Alex escrutaba el paisaje.

– ¿Yo?-respondió Alex con una risita-. Qué va, tío, a mí me la suda.

¿Cómo iba a ser policía? Si sólo tenía dieciséis años. Pero era de conocimiento general que si a un poli de Narcóticos le preguntaban si era uno de ellos, tenía que responder con la verdad. De lo contrario, un jurado desestimaría cualquier acusación. Por lo menos eso era lo que sostenían Pete y Billy, los amigos de Alex. Este tipo sencillamente estaba siendo cauteloso.

– ¿Te apetece colocarte?

– Ya quisiera -contestó Alex-, pero es que voy al local de mi padre. Tiene un restaurante en el centro.

– Te pondrías paranoico con la comida, ¿eh?

– Sí -dijo Alex. No deseaba contarle a aquel desconocido que nunca se colocaba cuando estaba trabajando en el local de su padre. La cafetería era sagrada, una especie de iglesia personal de su padre. No estaría bien.

– ¿Te importa si yo lo hago?

– Adelante.

– Santurrón -dijo el otro sacudiendo la melena, al tiempo que rebuscaba en el cenicero y cogía el porro más gordo que había entre las colillas y las cenizas.

El trayecto estuvo bien. Alex tenía en casa aquel álbum de Humble Pie, se sabía las canciones, le gustaba la voz desquiciada de Steve Marriot y las guitarras de éste y de Frampton. El tipo que conducía le pidió que subiera las ventanillas mientras él fumaba, pero ese día no hacía mucho calor, de modo que tampoco le importó. Menos mal que aquel tipo no sufrió un cambio de personalidad después de colocarse. Siguió siendo tan afable como antes.

Como autostopista, Alex lo llevaba bastante bien. Era un chaval delgado, de bigote ralo y cabello rizado que le llegaba hasta el hombro. Un adolescente de pelo largo, vestido con vaqueros y camiseta con bolsillito, no era algo que les resultara desacostumbrado a los conductores, tanto a los jóvenes como a los de mediana edad. No tenía cara de malo ni un físico amedrentador. Podría haber cogido el autobús que iba al centro, pero prefería la aventura de hacer autostop. Lo recogía gente de todas clases. Pirados, tipos convencionales, pintores, fontaneros, colegas más o menos de su edad, tías, hasta personas de la edad de sus padres. Rara vez había tenido que esperar mucho para que parase alguien.

Aquel verano sólo había tenido unos cuantos casos chungos. Uno de ellos le ocurrió yendo por Military Road, cuando estaba intentando que alguien lo llevara en el segundo tramo y lo recogió un coche lleno de chicos de St. John. El coche apestaba a porro y a cerveza. Varios de ellos empezaron a ridiculizarlo de inmediato. Cuando les dijo que se dirigía al local de su padre, a trabajar, se pusieron a decir cosas sobre aquel empleo de mierda y sobre su viejo. Cuando mencionaron a éste, se sonrojó, y uno de ellos dijo: «Ja, fijaos, está cabreándose.» Le preguntaron si alguna vez se había follado a una tía. Y luego, que si se había follado a un tío. El peor era el que conducía. Dijo que iban a parar en una calle secundaria para ver si Alex sabía encajar un puñetazo. Alex dijo: «Dejadme bajar en ese semáforo», y otros dos chicos soltaron una carcajada al ver que el conductor se saltaba el semáforo en rojo. «Para», dijo Alex en tono más firme, y el conductor dijo: «Vale, y después te follamos.» Pero el que estaba al lado de Alex, que tenía mirada de buena persona, intervino: «Para y deja que se baje, Pat», y el conductor obedeció en medio del silencio general. Alex le dio las gracias al chico, que obviamente era el líder del grupo y el más fuerte, y acto seguido se apeó del coche, un GTO que llevaba una pegatina que rezaba: «El Jefe.» Alex tuvo la seguridad de que era propiedad de los padres del chico.

En el punto en que University se transformaba en Connecticut, en Kensington, el del bigote en forma de manillar se puso a hablar de un cántico que conocía; si uno lo repetía muchas veces, sin parar, seguro que tenía un día estupendo. Explicó que él lo hacía con frecuencia, mientras trabajaba en la lavandería del Sheraton Park, y que le producía «vibraciones positivas».

– Nam-myo-ho-rengay-kyo -dijo, a la vez que dejaba a Alex en el puente Taft, que cruza el parque Rock Creek-. Que no se te olvide, ¿vale?

– Vale -contestó Alex al tiempo que cerraba la portezuela del VW-. Gracias, tío. Gracias por traerme.

Alex recorrió el puente a la carrera. Si cubría corriendo la distancia que lo separaba del café, no llegaría tarde. Mientras corría, iba repitiendo el cántico. No podía hacerle nada malo, era como creer en Dios. Mantuvo el paso, descendió la prolongada cuesta, dejó atrás bares y restaurantes, atravesó en línea recta Dupont Circle, rodeó la fuente del centro, pasó por delante de los restos de los hippies que ya empezaban a parecer menos hippies y a pasarse de moda, por delante de oficinistas, secretarias y abogados, y junto al teatro Dupont y a Bialek's, donde solía comprar los discos difíciles de encontrar y donde recorría los suelos de madera rebuscando entre las pilas de libros preguntándose quiénes serían todas aquellas personas cuyos nombres figuraban en los lomos. Para cuando llegó al edificio del Sindicato de Operarios, ubicado en el 1300 de Connecticut, ya se le había olvidado el cántico. Cruzó la calle en dirección a la cafetería.

Dos arbustos de hoja perenne en tiestos de barro colocados junto a la puerta de entrada sostenían un parapeto de un metro de altura. Alex podría rodear dicho parapeto, como hacían todos los adultos, pero siempre prefería saltar por encima según llegaba. Y lo mismo hizo en esta ocasión, y fue a aterrizar de plano con las suelas de sus zapatillas Chuck negras. A continuación miró por el cristal y vio a su padre, que detrás del mostrador, con un lápiz en la oreja y cruzado de brazos, lo miraba con una mezcla de impaciencia y diversión.

«Hablar en voz alta y no decir nada, Primera Parte», decía la radio cuando Alex entró en el local. Eran poco más de las once. Alex no tuvo necesidad de mirar el reloj de la Coca-Cola que colgaba de la pared por encima de la máquina de tabaco de D.C. Vending para saber qué hora era. A las once, su padre dejaba que los empleados sintonizaran la emisora que más les gustase. Y también sabía que se trataba de la WOL, en vez de la WOOK, porque Inez, que a sus treinta y cinco años era la más antigua de la plantilla, tenía derecho a escoger antes que los demás, y prefería la O-L. Inez, la alcohólica fumadora de Viceroy, piel morena, ojos enrojecidos, pelo liso, estaba apoyada contra la plancha de sándwiches, todavía recuperándose de una juerga a base de escocés St. George que se había corrido la noche anterior, disfrutando lánguidamente de un cigarrillo. Se despejaría, como siempre, cuando llegara la hora punta.

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