George Pelecanos - Sin Retorno

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En 1972, tres adolescentes blancos -Alex, Billy y Pete- decidieron meterse en un barrio marginal de Washington. Esa incursión cambió la vida de seis personas: a causa del enfrentamiento con tres chicos negros, Billy resultó muerto y Alex seriamente herido.
En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…

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– ¿Vas a poder escaparte más tarde? -inquirió Alex.

– Alex, la niña tiene sólo dos años. No puedo dejarla sola.

– Sólo unos quince minutos o así.

– ¡Alex!

– Vale, de acuerdo. Ya voy yo a verte. Cuando se hayan ido tus padres.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Ya sabes, charlar nada más -contestó Alex. Estaba pensando en los pezones sonrosados y el felpudo negro de Karen.

– Será mejor que no -dijo Karen-. Ya sabes lo que ocurrió la vez anterior.

Los padres de ella regresaron temprano y los sorprendieron montándoselo en la cama de Karen. Alex salió del dormitorio de su novia con un hueso sobresaliendo por debajo de la tela de sus Levi's y con la peregrina excusa de que había ido allí con la intención de arreglar el estéreo de Karen. El padre se quedó allí de pie, con el rostro congestionado e incapaz de hablar. Era un hijoputa de mucho cuidado que venía tratando mal a Karen desde que entró en la familia su nueva mujer. Desde entonces Alex lo evitaba.

– Supongo que tienes razón -dijo Alex-. Bueno, saldré con Billy y Pete.

– ¿A lo mejor mañana? -dijo Karen.

– A lo mejor -dijo Alex.

Colgó y llamó a sus amigos. Pete tenía permiso para llevarse el Oldsmobile de la familia aquella noche y Billy estaba deseando salir. Alex se puso unos vaqueros con un cinturón grueso, una camisa de botones automáticos y unas botas Jarman en dos tonos con tacones de siete centímetros. Apagó el estéreo y salió de la habitación.

Su hermano Matthew, que tenía catorce años, estaba en su habitación, pasillo adelante. Matthew tenía casi la misma estatura que su hermano, destacaba en la cancha de baloncesto, en el béisbol y en clase. Era más competente que Alex en todos los sentidos excepto en el único que contaba entre los chicos: Alex todavía era capaz de vencerlo en una pelea. Aquello no iba a durar así mucho más tiempo, pero por el momento definía la relación existente entre ambos. Alex se detuvo en la puerta. Matthew estaba tendido en la cama, lanzando una bola de béisbol al aire y atrapándola con su guante. Tenía una gruesa mata de pelo ondulado y la nariz grande, como su viejo. El cabello de Alex era rizado, como el de su madre.

– Nenaza -dijo Alex.

– Marica -dijo Matthew.

– Yo me voy.

– Hasta luego.

Alex recorrió el pasillo, pasó por delante del dormitorio de sus padres y se detuvo en la puerta del cuarto de baño, que estaba ligeramente entreabierta. El aire que salía por ella olía a agua sucia, a tabaco y a ventosidades. Dentro estaba su padre, tomando uno de sus baños de media hora, cosa que hacía todos los días después del trabajo.

– Voy a salir, papá -dijo Alex por la abertura de la puerta-. Con Billy y Pete.

– Los tres genios. ¿Qué vais a hacer?

– Tirar a viejas al suelo y robarles el bolso.

– Hasta luego. -Alex no tuvo necesidad de mirar el interior del baño para ver el leve gesto de despedida que hizo su padre con la mano.

– No volveré tarde -dijo Alex, adelantándose a la pregunta siguiente.

– ¿Quién conduce?

– Peter lleva el coche de su padre.

– Serán idiotas -musitó su padre, y Alex continuó hasta el final del pasillo.

Su madre, Calliope Pappas, a la que llamaban «Callie», se hallaba sentada en la cocina, ante la mesa de comedor ovalada, hablando por teléfono y fumando un Silva Thin Gold 100. Llevaba las cejas depiladas en forma de dos tiras negras y la cara cuidadosamente maquillada, como siempre. Hacía poco que había ido a la peluquería Vincent et Vincent. Llevaba puesto un vestido suelto de Lord and Taylor y sandalias de tacones gruesos. Como pertenecía a la segunda generación, le gustaban la moda y las estrellas de cine, y era menos griega que su marido. La casa estaba siempre limpia, y siempre se servía una cena caliente a su hora. John Pappas era el caballo de labor, y Callie mantenía limpio el establo.

– Voy a salir, mamá -dijo Alex.

Ella puso una mano sobre el receptor del teléfono y soltó un poco de ceniza en un cenicero.

– ¿Para hacer qué?

– Nada -contestó Alex.

– ¿Quién conduce?

– Pete.

– No tomes cerveza -le dijo, a modo de bocina que uno oye fuera. Le mandó un beso por el aire y él se encaminó hacia la puerta.

Alex salió de la casa, una pequeña construcción de ladrillo con persianas blancas, y echó a andar por una calle de viviendas idénticas a la suya.

Billy y Pete habían comprado un par de paquetes de seis de Schlitz en la tienda Country Boy que había en Wheaton. Cuando Alex se subió al asiento trasero del Oldsmobile, vio que llevaban las latas abiertas sujetas entre las rodillas. Pete introdujo la mano en la bolsa que tenía a los pies y le dio una lata de cerveza a Alex.

– Te llevamos mucha delantera, Pappas -dijo Pete, delgado, rubio, ágil y alto, un blanco protestante entre miembros de minorías étnicas de la zona mayormente obrera-clase media del sureste de Montgomery County. Los padres de sus amigos tenían empleos en el sector de servicios y de la venta al por menor. Muchos de ellos eran veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Sus hijos alcanzarían la edad adulta en un fútil y tácito intento de ser tan duros como sus viejos.

– Bebe, niñata -dijo Billy, ancho de hombros y de pecho. Llevaba una sombra de barba, aunque sólo tenía diecisiete años.

Billy y Pete solían parar brevemente en casa de Alex para poder acaparar el asiento delantero. Se entendía que Alex no era el líder de aquella manada en particular. Era un poco más menudo que ellos, menos agresivo físicamente, y con frecuencia el blanco de sus bromas. Ellos no lo trataban exactamente con crueldad, pero a menudo se mostraban condescendientes. Alex aceptaba el arreglo, como había venido siendo el caso desde que empezó el instituto.

Alex quitó la anilla de su Schlitz y la dejó caer por el agujero de la lata. Bebió un sorbo de cerveza, que todavía conservaba el frío de los refrigeradores de la tienda que ellos llamaban Country Kill.

– ¿Tenéis algo de hierba? -dijo Alex.

– Estamos pelados -respondió Pete.

– Mañana vamos a conseguir un poco -dijo Billy-. ¿Te apuntas?

– ¿Cuánto?

– Cuarenta la onza.

– ¿Cuarenta?

– Es de Colombia, tío -dijo Pete-. Mi camello dice que es de primera.

– No será como esa mierda mexicana que le compras a Ronnie Leibowitz.

– Ronnie Rabinowitz -corrigió Billy, y Pete le rio el chiste.

– Contad conmigo -dijo Alex-. Pero, oye, para el coche en cuanto hayas salido de mi calle.

Pete paró el Oldsmobile junto al bordillo de la acera y lo dejó al ralentí. Alex extrajo un tubo para película fotográfica que contenía una porción de marihuana.

– He encontrado esto en mi cajón. Está un poco rancio…

– Dame esa hierba -dijo Billy a la vez que tomaba el tubo, miraba en su interior y lo sacudía-. Con esto no da ni para liar un porro.

Pete empujó el encendedor al interior del salpicadero. Cuando éste volvió a salir, lo cogió, y de inmediato Billy introdujo aquella pequeña cantidad de hierba en la resistencia anaranjada. Fueron aspirando por turno el humo que se elevaba de la superficie candente. Sólo había lo bastante para un dolor de cabeza, pero les gustó cómo olía.

– ¿Adónde vamos? -dijo Alex.

– Al centro -contestó Pete al tiempo que daba vuelta al coche para tomar Colesville Road y dirigirse hacia el sur para incorporarse a la District Line.

Billy sacó un Marlboro de un paquete que había guardado en el parasol y lo prendió. Las ventanillas estaban bajadas y el aire nocturno penetraba en el coche y les agitaba el cabello. Todos lo llevaban largo.

El coche era un Cutlass Supreme blanco y azul. Debido a la combinación de colores y a que no era el 442, Billy solía lanzarle pullas a Pete al respecto, diciendo que era un coche para «amas de casa y homosexuales».

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