– Y vuestros padres -añadió Alex.
– Sí, ellos sí lo sabían -dijo James-. Mientras estuve bajo custodia en el calabozo, hablé con mi padre de ello largo y tendido. Le dolió permitir que aquello apareciera así en el juicio, pero yo le convencí de que era para bien. -James miró a Raymond-. Y lo era, Ray. Lo fue. No hay más que ver cómo te han ido las cosas.
– Y fíjate cómo te han ido a ti -replicó Raymond.
– No te eches la culpa de eso -le dijo James-. Si yo hubiera aprovechado mejor el tiempo que pasé en prisión, quizá no hubiera ocurrido nada. Yo creía que cumpliría un par de años y que saldría en libertad por buen comportamiento. Pero la cárcel es capaz de ensuciar a un hombre limpio. Los tíos que había allí dentro intentaron tomarme por colega suyo, y yo me dije que tenía que defenderme o morir. Después de una mala decisión vino otra, y cuando salí volví a mezclarme con Baker. La verdad es que no hice nada bien. Sea como sea, aquí estoy. Ya no puedo cambiar todo eso.
– Hablas como si esto se hubiera terminado -dijo Alex.
– Del todo, no -contestó James-, pero desde luego sí que veo ya la línea de meta.
– Antes de que sucediera todo esto -dijo Alex-, o sea, cuando tenías dieciocho años, ¿no había algo que deseabas lograr en el futuro?
– ¿Como un objetivo, quieres decir?-repuso James-. Había varias cosas que aspiraba a hacer. Pero ya no sirve de nada hablar de eso.
– Bueno, y ahora que tienes toda esta información -dijo Raymond-, ¿qué piensas hacer con ella?
– Nada -respondió Alex-. Ya hemos sufrido todos bastante.
En eso se vio a un gato de pelo largo cruzando por las sombras del callejón. James lo contempló mientras bebía otro trago de cerveza.
– ¿Y ya está? -dijo Raymond.
– Todavía no -dijo Alex, y se volvió hacia el gigante sentado en la silla-. ¿Te apetece dar un paseo, James?
– ¿Adónde?
– Ya lo verás cuando lleguemos.
– ¿Una tía saliendo de una tarta de cumpleaños o algo así?
– Mejor -replicó Alex-. Vamos.
Estaban de pie en el espacio vacío del edificio de ladrillo ubicado junto a Piney Branch Road. Alex había encendido todos los fluorescentes de dentro y las luces del aparcamiento. Hacía comentarios acompañándolos de gestos, dirigiéndose más bien a James, dejando que lo pensara, dejando que lo viera.
– Adelante -dijo Alex al tiempo que cogía la cinta métrica Craftsman que se había prendido al cinturón y se la entregaba a James-. Mide tú mismo. Es lo bastante ancho para que quepan dos coches y dos personas trabajando alrededor.
– ¿Dos personas? -dijo James tomando la cinta y dirigiéndose a la pared de la izquierda cojeando levemente. Detrás de él fue Raymond, el cual sostuvo el extremo de la cinta en el punto en que el suelo de hormigón se encontraba con el ladrillo para que James pudiera estirar el otro extremo hasta la pared derecha.
– Sí -contestó Alex-. Vas a necesitar ayuda. Un aprendiz, algo así. No puedes trabajar en dos coches a la vez.
– Vale -le dijo James a Raymond después de anotar la anchura. Raymond soltó la cinta y se reunió con su hermano en el centro del recinto.
– Podemos instalar un par de elevadores -dijo Alex-. Reforzar la instalación eléctrica. Ponerte a ti al día con los instrumentos. Hacernos con uno de esos chismes, cómo se llaman, sistemas de diagnóstico que ahora se conectan a los coches.
– Como un ordenador, James -dijo Raymond-. He visto que actualmente los mecánicos utilizan portátiles.
– Ya sé lo que hacen -replicó James frotándose la mejilla-, pero no sé cómo hacer todo eso. Todos esos coches asiáticos, alemanes y suecos, yo no sé trabajar con ellos. No tengo experiencia.
– Ya te buscaré yo unas clases -dijo Alex-. Tienes que dejar el taller de Gavin y comenzar a prepararte. Yo mismo voy a ir dejando poco a poco la cafetería, así que tardaremos unos seis meses, puede que un año, en abrir el negocio. Y empezaré a pagarte un sueldo de inmediato.
– ¿Qué sueldo?
– Ya lo decidiremos -dijo Alex-. La tarifa que se pague a los mecánicos. Y, oh sí, música. Tengo pensado instalar radio por satélite. Hay una emisora que te va a gustar, se llama Soul Street. Ponen la música de calidad que ya no se oye en la radio normal. El presentador es Bobby Bennett.
– ¿El Quemador Poderoso? -preguntó James, enarcando las cejas.
– El mismo -contestó Alex.
– Perdona que lo pregunte -terció Raymond-, pero ¿de dónde va a salir todo el dinero?
– No te preocupes, lo tengo -dijo Alex-. Cuando falleció mi padre, nos dejó a mi hermano y a mí dinero procedente de una póliza de seguros que le había comprado a un tal Nick Kambanis. Lo invertí en acciones de empresas fuertes, tal como habría hecho mi padre, y lo dejé ahí. Mi intención era pasárselo a mis hijos. Y bueno, Gus murió, y a Johnny acabo de cederle el negocio. Así que voy a emplearlo en esto.
– Has dicho que «tardaremos» unos seis meses -observó Raymond-. ¿Qué papel vas a desempeñar tú en todo esto?
– Yo no sé nada de coches -repuso Alex-, pero sé hacer la labor comercial y dirigir una empresa pequeña. Ésa es mi especialidad. Voy a conseguir que entren clientes por la puerta, que luego vuelvan más veces, que hablen de nosotros a sus amigos, gracias a que tú trabajas bien, James, y a que yo les ofreceré un buen servicio. Repartiré folletos por todos los barrios de al lado, pondré anuncios en los periódicos para poder empezar, esas cosas. Mi mujer Vicki será nuestro contable.
– Pero ¿cuál es el trato?-dijo Raymond-. Perdona, ya sé que a caballo regalado no se le mira el diente, pero estoy pensando en el bienestar de mi hermano.
– Seremos socios -dijo Alex-. Tú y yo, James. Yo soy el propietario de la propiedad inmobiliaria, ésa siempre va a pertenecerme a mí y a mi familia. Pero, una vez apartado tu sueldo, los beneficios se repartirán al cincuenta por ciento cada uno. Y el capital de la empresa se repartirá de la misma manera.
– Vas a echar por la borda los treinta y pico años que has dedicado a ese restaurante -dijo Raymond.
– ¿Por qué ibas a querer dar un salto atrás para meterte en esto? -preguntó James para completar la idea de su hermano.
– Porque nunca ha sido mío -contestó Alex-. Era de mi padre, y yo nunca he sentido la misma pasión que él. Sólo ha sido un vehículo para mantener a mi familia. Ahora quiero tomar el control de esto y hacerlo posible.
– El tipo posee pasión -le comentó Raymond a James.
– Venid afuera conmigo -dijo Alex.
Raymond y James intercambiaron una mirada antes de acompañar a Alex hasta la zona iluminada del exterior del edificio.
– Aquí podemos estacionar los coches -dijo Alex-. El inquilino que estaba antes agrandó esta área para que aparcasen sus clientes. Y yo he estado pensando que ahí delante podríamos montar una cancha de baloncesto. Siempre he querido tener una en mi lugar de trabajo.
– ¿Tengo pinta de poder lanzar canastas con esta cadera? -dijo James.
– Sí, si hicieras los ejercicios que yo te dije -le replicó Raymond.
– Ya es imposible, lo sabes de sobra -repuso James.
– Ahora vas a tener seguro médico -apuntó Alex-. En el futuro, si la cosa empieza a funcionar, a lo mejor podrías operarte para corregir el problema.
– No pienso dejar que nadie me recorte la cadera con una sierra -dijo James.
– Esas cosas las hacen los cirujanos -dijo Raymond-, no los que podan setos.
– Y mirad -dijo Alex, ya eufórico, señalando el espacio que había encima del portón de la entrada-. Ahí es donde vamos a instalar el letrero. He estado pensando en qué nombre poner a la empresa. ¿Estáis preparados? «Monroe el Mecánico.»
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