George Pelecanos - Sin Retorno

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En 1972, tres adolescentes blancos -Alex, Billy y Pete- decidieron meterse en un barrio marginal de Washington. Esa incursión cambió la vida de seis personas: a causa del enfrentamiento con tres chicos negros, Billy resultó muerto y Alex seriamente herido.
En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…

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– Detrás de este edificio hay un callejón -dijo Proctor-. ¿No es así?

– Como en todas las calles de esta ciudad -replicó Morgan.

– Al primero que salga, lo llevamos al callejón.

– De acuerdo -contestó Morgan, y de pronto lanzó una carcajada por algo que le vino a la cabeza.

– ¿Qué es lo que te divierte tanto?

– En la cara -dijo Morgan, meneando la cabeza-. Mierda.

Charles Baker estaba sentado delante del ordenador, luchando con la carta que le estaba escribiendo a Alex Pappas. Intentaba dar con el tono adecuado, y estaba atascado en una frase que no le sonaba correcta del todo.

– «Dame lo que te pido, y ya nunca más no tendrás noticias mías.» ¿Así es como lo dirías tú, Cody?

– Así es como lo dirías tú -respondió Cody Kruger-. Pero deberías redactarlo de otra forma.

– ¿De cuál?

– Debería ser: «Nunca más tendrás noticias mías.»

– Mierda, tienes razón -dijo Baker al tiempo que volvía al teclado para corregir el error-. Esto me pasa por no haber terminado el instituto.

– Yo tampoco lo terminé.

– ¿Y cómo sabes estas cosas, entonces?

Kruger se encogió de hombros. A continuación se enfundó su cazadora Helly Hanson y se metió dos bolsitas de hierba de una onza cada una en los bolsillos interiores. No le había hecho al señor Charles ninguna pregunta acerca de la gasa que llevaba en el cuello ni del moratón que lucía en la mandíbula; supuso que no sería más que otro día desafortunado que había tenido, y no quiso agravar la cosa trayendo el tema a colación.

– Tengo que entregar estas dos últimas onzas -dijo Kruger.

– ¿Has sabido algo de Deon, tu colega?

– No.

– Ahora resulta que su madre no coge el teléfono. No importa. De todas formas no los necesitamos.

– Pero ¿qué vamos a hacer? Dominique y su gente todavía no se han puesto en contacto con nosotros. ¿No le parece raro?

– Estarán pensando en cómo llegar a un acuerdo con nosotros, nada más. Pero mira, cuando Pappas me pague este dinero ya no tendremos necesidad de traficar con marihuana. Ni siquiera me gusta este negocio, tío. Estoy pensando que cuando tenga el dinero lo compartiré contigo. No al cincuenta por ciento ni nada parecido, pero te daré un pellizco. Porque me has sido leal, Cody. Eres mi colega.

– Gracias, señor Charles.

– Puedes tutearme. Te lo has ganado.

– De acuerdo -dijo Kruger-. Me voy.

Kruger salió del apartamento, cruzó el rellano y bajó las escaleras con el pecho hinchado de orgullo. Muy bien, así que Baker era un poco bobo y memo con sus planes. Ponerse a escribir cartas, cuando podía sencillamente hablar con aquel tío cara a cara. Quedar con abogados para comer. Pretender controlar al principal traficante de hierba de toda la zona. Pero Baker tenía suficiente buena opinión de él para considerarlo su igual. No al cincuenta por ciento, pero bueno. Ya era algo que a uno lo tratasen como un amigo y como un hombre.

«Puedes tutearme.» Nunca había sentido un respeto semejante, ni en casa ni en el colegio.

Cody salió de la escalera del edificio al aire de la noche. Fue hasta la acera y se encaminó hacia su coche. Dos individuos mayores que él se habían apeado de un vehículo que parecía una camioneta y venían andando en su dirección. Eran corpulentos, pero al parecer iban a lo suyo. Cuando los tuvo más cerca, vio un arma pequeña que surgía de la chaqueta de uno de ellos.

«Esta noche, no», pensó Cody. Le flaquearon las rodillas. Quiso echar a correr, pero no pudo. Enseguida los tuvo encima.

– No pienses en salir corriendo. -Tenía a uno de los hombres en la cara, apretándole el costado con el cañón del arma.

– ¿Dónde tienes el coche? -le preguntó el otro, que se había situado a su espalda y le hablaba en voz baja al oído.

– Llévanos -dijo el de la pistola. Tenía la cabeza cuadrada, ojos de chino y pelo engominado-. Y abre todas las puertas a la vez.

Kruger los condujo hasta el Honda con la esperanza de ver alguien por la calle, con la esperanza de que, por una vez, pasara por allí la policía. Pero no había ni un alma. Desbloqueó las cuatro puertas con la llave que se sacó del vaquero. Lo obligaron a subirse al asiento del conductor sin dejar de encañonarlo. El de la pistola se acomodó en el asiento trasero y el otro se subió a su lado.

– Pon las manos en el volante y apoya la frente en él -ordenó el hombre sentado a su lado.

Kruger obedeció. Se le escapó una ventosidad sin querer, y el del asiento trasero soltó una risita.

El del asiento del pasajero fulminó con la mirada al de atrás, y seguidamente cacheó a Kruger, que seguía inclinado. Encontró un teléfono móvil y dos bolsitas de hierba. Después le dijo a Kruger que se echara hacia atrás y le devolvió el móvil y la marihuana.

– Ve al callejón -ordenó Elijah Morgan desde el asiento trasero. Al ver que Kruger no se movía, le dijo-: Date prisa, chico. Sólo queremos hablar contigo.

Kruger arrancó el Honda y fue hasta la parte posterior del edificio. Le castañeteaban los dientes. Él creía que aquello sólo les sucedía a los personajes aterrorizados de los dibujos animados.

– Sigue -ordenó Proctor, sentado a su lado. Kruger avanzó despacio hasta que llegaron a un punto del callejón al que no llegaba la luz procedente de las ventanas de los apartamentos. Allí la oscuridad era casi total.

– Aquí mismo -dijo Proctor-. Apaga el motor.

Kruger apagó el motor.

– ¿Qué apartamento es el tuyo? -dijo Morgan.

– El doscientos diez.

– ¿Está el viejo ahí arriba, en este momento?

Kruger afirmó con la cabeza.

– ¿Está cachas?

– No.

– ¿Está solo?

– Sí.

– Lo que necesito que hagas es lo siguiente -dijo Morgan-: llamas al viejo con tu móvil. Le dices que te has olvidado de una cosa y que vas a volver al apartamento a por ella. Pon el manos libres para que podamos oír la conversación.

Kruger marcó el número del móvil de Baker y activó el manos libres.

– Sí, chaval -respondió Baker.

– Voy a volver.

– ¿Tan rápido?

– Es que aún no he terminado. Se me ha olvidado el iPod.

– Tú y tus cachivaches.

– Enseguida estoy ahí, señor Charles.

– Me parece que te dije que… Está bien, usa el código.

– De acuerdo.

Kruger cortó la llamada. Proctor le quitó el móvil de la mano y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Qué código es ése? -preguntó Morgan desde el asiento de atrás.

– Le gusta que llame a la puerta de una manera determinada cuando vuelvo a casa -explicó Kruger-. Antes de meter la llave.

– ¿Qué llave?

Kruger retiró las llaves del contacto y enseñó la que correspondía al apartamento. Proctor cogió el juego completo.

– ¿Cómo es el código, exactamente? -preguntó Morgan. A Kruger le tembló el labio.

– Dínoslo -ordenó Proctor en tono suave-. Lo que le va a ocurrir le va a ocurrir.

– Golpe, pausa, golpe, pausa, golpe -dijo Kruger.

– Repítelo sobre el salpicadero -dijo Morgan.

Kruger lo tamborileó con los nudillos.

– Es como el código de Morris, Lijah -dijo Proctor sonriendo al hombre de atrás.

Ahora uno de ellos había pronunciado el nombre del otro. Kruger sabía lo que significaba aquello. Se le vació la vejiga en los calzoncillos. La orina fue oscureciendo lentamente los vaqueros y su olor se extendió por el interior del coche.

– Oh, mierda -dijo Proctor.

– No se lo voy a decir a nadie -dijo Cody Kruger-. De verdad.

Morgan levantó su Cok Woodsman y disparó a Kruger en la nuca. La bala del 22 le destrozó la tercera cervical y todo se le volvió negro. Se desplomó de costado y la cabeza le quedó apoyada en la ventanilla del lado del conductor. Hubo poca sangre, y el pequeño calibre de la bala permitió que el disparo no se oyera apenas en el exterior del vehículo. Las Nike Dunk que llevaba Kruger, ribeteadas de cuero y cáñamo, se agitaron suavemente contra el suelo del Honda.

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