George Pelecanos - Sin Retorno

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En 1972, tres adolescentes blancos -Alex, Billy y Pete- decidieron meterse en un barrio marginal de Washington. Esa incursión cambió la vida de seis personas: a causa del enfrentamiento con tres chicos negros, Billy resultó muerto y Alex seriamente herido.
En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…

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– Entonces sabrá que yo era uno de los chicos que fueron a Heathrow Heights.

– Sí -contestó la anciana, y le señaló la cara con un dedo de la mano que le funcionaba-. Charles Baker.

– Eso es. Yo soy el chico al que dieron la paliza. -Alex desvió la mirada un instante y luego la posó de nuevo en los ojos negros de la anciana, agrandados por las lentes de las gafas-. Yo estaba en el suelo, boca abajo. No vi el acto mismo del disparo.

– Ni yo… tampoco.

– Pero en el juicio usted refirió lo que había presenciado.

La señorita Elaine afirmó con la cabeza. Se sirvió de la mano buena para acomodar la mala sobre el regazo.

– Yo la vi de pie en el porche de la tienda -dijo Alex-. Y luego se metió dentro.

– Porque… iba a haber… problemas.

– Usted lo vio todo por la ventana. Y luego se volvió para llamar a la policía.

– Para decírselo… al dueño.

– Para decirle que llamase a la policía. Pero ¿qué vio usted antes de apartarse de la ventana?

La señorita Elaine se quitó las gafas y se limpió los ojos con el dorso de la mano. No se sentía molesta. No estaba negándose a contestar. Estaba pensando.

– Vi… al muchachote blanco… salir del coche. Vi que le daban un puñetazo. El pequeño… usted… intentó echar a… correr. Pero lo tiraron al suelo de… una patada. Uno de los hermanos Monroe tenía una pistola… en la mano. El de la pistola…

De pronto se interrumpió. Alex aguardó, pero la anciana no decía nada.

– Por favor, continúe.

– Llevaba una camiseta… con el número diez. Charles estaba gritando… al de la pistola. Charles era… siempre malo.

– ¿Y qué sucedió después? -preguntó Alex, percibiendo él mismo un cambio en su tono de voz.

– Llamé a Sal… él llamó a la policía. No vi nada más. Lo siguiente… fue el disparo.

– ¿Todo esto lo dijo en el juicio?

– Sí. Testifiqué. No… quería. Los Monroe… la familia entera… eran buenos. No sé por qué aquel chico hizo… lo que hizo. Fue una… tragedia. Para todos vosotros.

– Sí, señora -contestó Alex mirándose las manos, que tenía cerradas en dos puños. Las abrió y respiró hondo.

– ¿Por qué? -dijo la señorita Elaine.

Alex no pudo contestar.

Raymond Monroe y Marcus regresaban de la escuela elemental Park View, donde habían estado jugando con una pelota de béisbol en la descuidada cancha que había junto a la escuela, al anochecer. Cuando entraron en casa, la madre de Marcus, Kendall, estaba sentada a la mesa de la cocina leyendo el Post.

– ¿Lo habéis pasado bien? -les preguntó.

– El chico tiene un buen brazo -dijo Raymond apoyando una mano en el hombro de Marcus.

– Ve a lavarte -ordenó Kendall-, y haz los deberes de lectura antes de cenar.

– Es viernes -dijo Marcus-. ¿Por qué tengo que hacer la lectura?

– Porque si la haces ahora -respondió Raymond-, tendrás el fin de semana entero para relajarte.

– Esta noche juegan los Wizards -dijo Marcus.

– Pues tendrás que hacer los deberes antes de ver el partido -dijo Kendall.

– De todas formas, Gilbert está lesionado -dijo Marcus.

– Aun así los animaremos, ¿vale?-dijo Raymond-. A ver, ¿tú dejarías pasar la oportunidad de verlos jugar sólo porque no está Gilbert?

– ¿Si fuera un partido en vivo? ¡No!

– Pues haz la lectura -dijo Raymond-. Cuando hayas terminado, ven a verme. Tengo una sorpresa para ti, hombrecito.

Marcus salió disparado hacia su habitación.

– ¿Ya tienes las entradas? -preguntó Kendall.

– Tres -respondió Raymond-. Tráete los prismáticos, nena.

– Gracias, Ray.

Monroe se lavó la cara y las manos en el fregadero y acto seguido subió a la habitación de Kendall. Se sentó delante del ordenador y pinchó el icono del Outlook. A continuación pinchó Enviar y Recibir en su carpeta personal y observó que entraba el correo. Sintió que se le aceleraba el pulso al fijarse en el asunto de uno de los mensajes.

Leyó la carta. Luego la leyó por segunda vez.

En eso, le vibró el móvil dentro del bolsillo. Lo sacó, miró la identidad del llamante en el visor y contestó.

– ¿Qué ocurre, Alex?

– Raymond. Me alegro de encontrarte.

– ¿Es Charles otra vez? Oye, tío, ya sé que es un problema, pero ya buscaré una manera de solucionarlo.

– No llamo por Baker. Raymond, quisiera…

– ¿Qué?

– Quisiera veros a James y a ti esta noche, es importante.

– James está trabajando. Gavin lo ha obligado a hacer un trabajo a última hora.

– Os veo a los dos en el taller.

– Tendría que llamar a James para saber si le viene bien.

– Es importante -repitió Alex.

– Ahora te llamo -dijo Monroe, y cortó la llamada.

Pensaba llamar a James dentro de un minuto. Pero antes necesitaba bajar a darle la noticia a Kendall: Kenji había regresado al puesto de avanzada de Korengal tras un largo período de patrulla. Su hijo estaba vivo.

Capítulo 26

Dos hombres estaban sentados en el interior de un Dodge Magnum orientado en dirección este en Longfellow Street. Habían elegido aquel lugar porque no quedaba debajo de ninguna farola. El Dodge tenía las ventanillas tintadas, pero no hasta el extremo de despertar suspicacias. Ellos eran de Maryland, pero el coche era un mastodonte con matrícula de Washington. Por las inmediaciones circulaban policías en coches patrulla, dado que la comisaría no estaba muy lejos, pero la ley no iba a molestar a dos individuos cercanos a la mediana edad que estaban pasando la tarde conversando dentro de su vehículo. No llamaban en absoluto la atención, daban la impresión de pertenecer a aquel entorno.

Se llamaban Elijah Morgan y Lex Proctor. Tenían treinta y muchos años y eran fuertes, rápidos, de hombros anchos y con un ligero sobrepeso. Podrían haber sido peones camineros o empleados de una ferretería. Morgan tenía una cabeza casi cuadrada, ojos asiáticos y el cabello engominado y pegado a la cabeza. Proctor era moreno, de rasgos finos y bien parecido hasta que sonreía; los dientes eran falsos y lucían un arreglo barato. En su barrio de origen, situado en una zona de Baltimore que quedaba al sur de North Avenue y al este de Broadway, se los conocía como Lijah y Lex.

Morgan estaba sentado detrás del volante y miraba fijamente un edificio de apartamentos ubicado en Longfellow. Se trataba de una estructura de ladrillo liso y sin balcones, con ventanas cubiertas con persianas. Muchas de las viviendas de la primera y la segunda planta tenían las ventanas protegidas por barrotes. El edificio se servía de dos escaleras, en una de las cuales había un cartel con letras blancas en minúscula que decía Longfellow Terrace. Los dos hombres ya habían orinado una vez en unas botellas de agua que habían traído consigo. Llevaban allí desde el anochecer, y no estaban nada contentos al respecto. Ninguno de los dos le tenía ningún afecto a Washington, D.C.

– ¿Cómo vamos a saber que es él? -dijo Proctor.

– Lo llamaremos por su nombre. Si reacciona, es que es él.

– Lo que quiero decir es que cómo es físicamente.

– Un tío convencional -contestó Morgan-. No lleva tanto tiempo en la calle. Se viste como en el setenta y cinco. Y tiene una cicatriz alargada en la cara.

– ¿Y el blanco?

– ¿Tú ves que haya muchos por aquí?

– No.

– Es blanco. Eso es todo lo que te hace falta saber.

– ¿Por qué te pones tan borde?

– Vale. El muchacho tiene una fila de hoyuelos.

– ¿En la cara?

– No, gilipollas, en el culo.

– ¿Lo ves?-dijo Proctor-. Siempre estás haciéndote el gracioso.

Proctor, en el asiento del pasajero, se inclinó hacia delante. El artilugio que llevaba sujeto y que le cruzaba la espalda, por debajo de la camisa color crema, lo molestaba porque se clavaba en el asiento. Esperaba que no tardasen mucho en salir el viejo o el blanco.

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