George Pelecanos - Sin Retorno

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En 1972, tres adolescentes blancos -Alex, Billy y Pete- decidieron meterse en un barrio marginal de Washington. Esa incursión cambió la vida de seis personas: a causa del enfrentamiento con tres chicos negros, Billy resultó muerto y Alex seriamente herido.
En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…

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– Conduce tú -dijo Morgan.

– Muy bien.

– Yo estaré en la camioneta, esperándote -dijo Morgan-. En cuanto me haya deshecho de este coche.

– Date prisa. No tardaré mucho.

Proctor se apeó del Honda y echó a andar por el callejón. Cuando dobló la esquina y salió a la fachada delantera del bloque de apartamentos, vio un monovolumen de la policía del 4.º Distrito viniendo por la calle, con las luces destellando. Una vez que hubo pasado de largo, extrajo unos guantes de látex de la chaqueta y, al aproximarse a la escalera, se los enfundó en las manos.

Raymond y James Monroe estaban en el taller de Gavin, junto a un Ford Courier blanco, del 78. El coche tenía el capó levantado y varios trapos extendidos sobre los bordes de las aletas. Encima de uno de ellos descansaba una lata de Pabst Blue Ribbon. James Monroe la cogió y bebió un largo trago.

– Alex Pappas no tardará en llegar -dijo Raymond-. ¿Por qué no acabas el trabajo?

– Ya casi estoy -repuso James-. Y por cierto, ¿qué es lo que quiere?

– Ha estado hablando con la señorita Elaine. Por lo menos, eso es lo que le pedí a Rodney que le facilitase.

– ¿Por qué?

– Porque ha hecho lo que le rogué. Charles Baker ha amenazado a su familia, en cambio él no ha llamado a la policía. Lo ha hecho por ti, James.

James se rascó la nuca y bebió otro trago de cerveza.

– ¿Qué deberíamos hacer con Charles?

– Ya lo he hecho yo. He ido a su casa y le he leído la cartilla. No sé si será lo bastante listo para hacer caso.

– Ya se verá.

Raymond cambió el peso de una pierna a otra. -He estado a punto de matarlo, James. Llevaba encima el destornillador que afiló papá con la fresadora.

– Ya me acuerdo.

– Te juro por Dios que estuve a punto de clavarle ese destornillador en todo el cuello.

– Pero no se lo clavaste.

– No.

– Porque tú no eres así. Tú tienes a muchas personas que cuentan contigo. Ese niño, y también tu propio hijo. Por no mencionar a todos esos soldados con los que trabajas en el hospital.

– Es cierto. Tengo muchos motivos para no cometer tonterías.

– Y de todas formas, no es necesario matar a Charles -dijo James-. Ya está muerto.

Raymond asintió con un gesto.

– Tráeme de ahí una llave de tuercas -dijo James-. Y ya que estás al lado de la nevera, acércale a tu hermano mayor una cerveza fría.

– Tú la tienes igual de cerca que yo. ¿Por qué no te molestas un poco?

– Por la cadera.

Raymond Monroe fue hasta el banco de trabajo e hizo lo que le habían pedido.

Capítulo 27

Charles Baker leyó la carta que tenía en la mano. Estaba muy bien. No iba dirigida a nadie en particular por razones de seguridad, pero desde luego era de lo más convincente. Mencionaba a la familia varias veces en el espacio de dos párrafos. No decía lo que pensaba hacerle si no recibía el dinero, pero de todas formas transmitía el mensaje. Dejaba implícito que las consecuencias recaerían sobre la familia Pappas si a él, Charles Baker, se le hiciera caso omiso.

Baker había oído muchas veces que «la familia lo es todo», y suponía que era posible que fuera verdad. Por supuesto, en su experiencia personal, la familia, así como la lealtad en general, no había sido nada.

Baker no había conocido a su padre natural. Su madre, Carlotta, una alcohólica aficionada a las bebidas de fuerte graduación, difícilmente había constituido un elemento afectivo de su vida. Había heredado la casa que habitaba, una vivienda de dos dormitorios cuyos muros habían perdido numerosos tablones de madera que dejaban a la vista el revestimiento de papel alquitranado y que se caldeaba por medio de una vieja estufa de leña. El tejado tenía goteras, y cuando se rompía una ventana quedaba rota para siempre.

En cierta ocasión fue de visita Ernest Monroe con sus hijos, James y Raymond, y pusieron ventanas nuevas con masilla y unos junquillos de metal que el señor Monroe denominó puntas de cristalero, en un intento de enseñar algo a Charles. Pero Charles no quería aprender. La familia Monroe creía estar actuando como buenos cristianos al ir a la casa de su madre a arreglarle las ventanas gratis, creían que estaban ayudando a las personas necesitadas del barrio, haciendo la obra de Dios y todo eso. La verdad era que a Charles nunca le cayó bien aquella familia. Los dos chicos alardeando, pasando a su padre las herramientas, la navaja para la masilla y aquellos putos junquillos. Y el padre con aquel empleo suyo de operario de los autobuses, vestido de uniforme como si ello significara algo, cuando en realidad era poco más que un mecánico. A Charles no le gustó que acudieran a su casa actuando con aquellos aires de superioridad, ni que vieran el pozo de mierda en el que vivía y sintieran compasión de él. No necesitaba su simpatía.

Charles no tenía padre, pero en su casa sí había hombres. Uno en particular, Eddie Offutt, que afirmaba que trabajaba en la construcción pero se pasaba durmiendo las monas que pillaba hasta las doce del mediodía. Offutt había estado presente durante la mayor parte de la infancia de Baker. Cuando cenaban, le gustaba observar a Charles desde el otro lado de la mesa con ojos húmedos y maliciosos. Por la noche Charles lo oía reír y beber con su madre, y también los oía discutir, y a continuación la bofetada en la cara y los sollozos de su madre, y después el típico sonido de follar en la cama de ella. En ocasiones, Eddie Offutt entraba en su habitación por la noche y le hablaba muy suavemente con aquel olor a alcohol en el aliento, le tocaba sus partes con sus manazas y se le metía en la boca. Le decía que aquello no era nada malo, aunque los demás no lo entendieran. Que si lo contaba haría correr la voz entre los demás chicos del barrio. Más tarde, en aquellas mismas noches, Charles, tumbado en su colchón, oía ladrar a los perros de los jardines vecinos y contemplaba las sombras negras de las ramas de los árboles, que le parecían garras que intentaban apoderarse de las paredes de su habitación. Entonces cerraba los puños con fuerza mientras le corrían las lágrimas por la cara dejando churretones de suciedad y pensaba: «¿Por qué no habré nacido yo en esa casa de más abajo, la que está recién pintada? ¿Por qué no conozco cómo se llaman las herramientas, las piezas que hay debajo del capó de los coches, los jugadores de los equipos de baloncesto? ¿Por qué no puede abrazarme un hombre que me quiera, en vez de que me toquetee uno como éste?»

No era sólo Offutt. También lo traicionaron los amigos. Larry Wilson había sido su compañero de correrías de pequeño, un amigo de verdad. Pero Larry se alistó en las Fuerzas Aéreas mientras él cumplía su primera condena de prisión, y cuando salió, Larry estaba trabajando para el Servicio de Parques desempeñando el puesto de una especie de Ranger, en el oeste de Virginia. Años más tarde, cuando Larry ya era un hombre de mediana edad, en una ocasión en que fue de visita a Heathrow, se apresuró a meter a su familia en el coche en cuanto vio a Charles acercarse andando por la acera. Aquello fue lo que hizo Larry. Y en lo referente a los hermanos Monroe, mierda, aguantó el tipo y fue a la cárcel detrás de ellos. Y ahora le volvían la espalda. Para ellos no significaban nada la lealtad y la amistad. Así que mucho menos todavía para él.

No importaba. La segunda mitad de su vida iba a ser diferente. Dentro de poco iba a verse con dinero. Tenía planes.

En eso, se oyó el tintineo de unas llaves al otro lado de la puerta de la calle. Después siguieron unos golpes en la puerta: golpe, pausa, golpe, pausa, golpe.

No era el código.

Charles Baker se levantó del asiento y retrocedió hasta el dormitorio, donde Cody tenía guardada el arma.

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