Lex Proctor estaba en la escalera del segundo piso, escuchando. Había llamado a la puerta tal como le había dicho el chico blanco y no había recibido respuesta alguna, tan sólo el roce de una silla y varias pisadas.
Introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una 38 con cinta adhesiva enrollada en la empuñadura.
Metió la llave en la cerradura, la hizo girar y se coló en el apartamento. Cerró la puerta con la espalda, manteniendo la vista al frente. Oteó el cuarto de estar y la cocina. No se veía a nadie. Pero sabía que el viejo estaba en casa.
Había un pasillo. Proctor caminó por él con cuidado.
Le daba satisfacción sentir la presencia del cuchillo que llevaba en una funda bajo la camisa, en la espalda. Había pagado mucho dinero por él, y era su posesión más preciada. La hoja medía más de treinta centímetros y llevaba dibujada un ave. El mango, de doce centímetros, era de madera lacada. El pomo era grueso y estaba hecho de plata. Era una daga, y llevaba peso añadido para ser lanzada. No era un cuchillo de caza, sino un cuchillo para la lucha cuerpo a cuerpo. Estaba diseñado para combatir con un hombre y matarlo. Con él se podía apuñalar o rajar, igual que con una espada. Los profundos cortes que dejaba, debido a su peso, confundían a los forenses. Los adversarios caían presas del pánico con sólo mirarlo. Aquél no era ningún falso cuchillo como el de Rambo; su nombre era Arkansas Toothpick, y era una herramienta para asesinar.
Proctor pasó por delante de la puerta abierta de un cuarto de baño y no vio nada. Continuó avanzando por el pasillo, al final del mismo llegó a una puerta cerrada, probó el picaporte y descubrió que tenía echada la llave. Llamó a la puerta con los nudillos, y al oír un sonido hueco dio un paso atrás, sacó el hombro y embistió.
Charles Baker estaba de pie junto a la cómoda, mirando como tonto un cajón que contenía calzoncillos y nada más. Cody se había deshecho de la pistola.
Por lo menos había intentado advertirlo revelando un código que no era. Dedujo que Cody había sido asesinado. Y quienquiera que se lo hubiera cargado iba a matarlo ahora a él. Oyó unos pasos en el pasillo.
Miró la ventana. Sólo había una caída desde un segundo piso al callejón, pero la ventana tenía barrotes. Ni pistola ni medio de escape. Una vida entera jodiéndose, y aquí estaba ahora. Si fuera de esas personas que le encuentran el humor a cosas así, tal vez se hubiera echado a reír.
El hombre llamó a la puerta. Baker se volvió hacia ella.
La puerta se hizo mil pedazos. El hombre irrumpió en la habitación y se irguió. Era corpulento y parecía ágil a pesar de su peso. Empuñaba una pistola sin mucha fuerza, a un costado.
– ¿Quién le envía? -preguntó Baker.
El intruso no dijo nada.
– Diga cómo se llama -ordenó Baker, pero el otro se limitó a mover la cabeza en un gesto negativo.
Baker introdujo la mano en el bolsillo de su pantalón negro y sacó su navaja plegable con mango de imitación de nácar. Apretó el botón y la hoja saltó de la empuñadura.
– ¿Piensa hacer lo que sea desde ahí? -dijo-. ¿O va a actuar como un hombre y venir aquí?
Lex Proctor sonrió. Mostró una dentadura gris de plástico. Volvió a guardarse el revólver en el bolsillo de la chaqueta, metió la mano por debajo de la camisa y extrajo el largo cuchillo de su funda. Baker abrió unos ojos como platos. Instintivamente levantó el antebrazo para cubrirse la cara.
Proctor cruzó la habitación muy deprisa. Blandió el cuchillo igual que una espada y descargó la hoja del mismo sobre la muñeca de Baker. Baker soltó la navaja, con el brazo inutilizado y la mano balanceándose como si tuviera una bisagra. Durante un instante, Proctor estudió a su presa. Después, con un gruñido, le clavó el cuchillo a Baker en el cuello. La hoja seccionó carne, músculo y arteria, y levantó una rociada de sangre que envolvió a Proctor cuando éste lo acuchilló de nuevo. Luego giró la empuñadura en la mano para sujetarla con más fuerza y, cuando Baker se derrumbó contra la pared, le hundió el cuchillo en el pecho y se lo retorció en el corazón. Lo apuñaló igual que un carnicero cegado por la saña, diligentemente, una y otra vez, hasta mucho después de que hubiera desaparecido toda luz de los ojos de Baker. Por fin éste se desmoronó sobre la madera del suelo.
Proctor retrocedió unos pasos para recobrar el aliento. El esfuerzo lo había cansado. Devolvió el cuchillo a su funda y salió de la habitación. Al abandonar el apartamento tras echar una ojeada a la escalera por la puerta entreabierta, se detuvo una vez más en la entrada para cerciorarse de que no lo viera nadie.
Atravesó el breve jardín que había delante del bloque de apartamentos y se subió al asiento del pasajero del Magnum, que lo aguardaba con el motor al ralentí. Se quitó los guantes y los arrojó al suelo del coche.
Elijah Morgan examinó a su compañero. Proctor tenía el torso, la camisa y la chaqueta empapados de sangre.
– Vienes hecho un Cristo.
– Ese tipo lo ha convertido en algo personal.
Pusieron rumbo hacia la salida de la ciudad, y cuando llevaban medio camino por la 295 encontraron una emisora de radio que les gustó.
Tres hombres estaban sentados en un callejón bajo la luz de una bombilla de emergencia y un letrero toscamente pintado que decía Taller Gavin. Dos de ellos, Alex Pappas y Raymond Monroe, estaban encima de unas cajas de madera colocadas en posición vertical; el tercero, James Monroe, se había puesto cómodo en una silla plegable que le había traído Alex de la parte de atrás de su Jeep. Los tres estaban bebiendo cerveza. James tenía la suya apoyada en un soporte practicado en la lona del reposabrazos de la silla.
Raymond le había contado a Alex que Kenji había enviado un correo electrónico, pero tuvo cuidado de no extenderse mucho sobre el tema, por respeto al fatídico destino que había sufrido el hijo de Alex.
– A Kenji todavía le queda mucho antes de regresar a casa -dijo Raymond-. Me parece que le van a ampliar el período de servicio.
– Que Dios lo proteja -dijo Alex, el comentario que solía hacer cuando hablaba de los hombres y las mujeres que servían en el extranjero. Sabiendo, de forma racional, que Dios no tomaba partido en la locura humana de la guerra.
James dio un trago a su cerveza y se limpió lo que le resbaló por la barbilla.
– Esto está muy bien. Estar aquí sentados, al fresco, tomando una cervecita fría. Pero tengo que terminar de cambiar las correas y los manguitos de ese Courier.
– Dijiste que era importante -le dijo Raymond a Alex, para completar lo que pensaba James.
– Sí -repuso Alex.
– ¿Tienes algo que decirnos? -preguntó James.
– Que lo siento -dijo Alex-. Eso es lo primero que quiero decir. He caído en la cuenta de que nunca os he dicho eso. Y he pensado que ya era hora.
– ¿Por qué? -dijo Raymond.
– Es curioso -dijo Alex-. Hoy, la señorita Elaine me ha preguntado lo mismo. No me quedó claro a qué se refería, pero puedo suponerlo. ¿Por qué lo hicimos? ¿Por qué tuvimos que entrar en vuestro barrio aquel día?
– ¿Y bien?
– La sencilla respuesta es que todos estábamos atontados. Hasta arriba de cerveza y de hierba, un día de verano sin otra cosa que hacer más que buscar camorra. No teníamos nada contra vosotros. No os conocíamos. Erais los del otro extremo de la ciudad. Fue como tirar una piedra contra un nido de avispas, o algo así. Sabíamos que estaba mal y que era peligroso, pero no pensábamos que fuera a hacer daño a nadie.
– ¿Que no iba a hacer daño?-repitió James-. Tu amigo gritó «negrata» por la ventanilla del coche. Podría haber ido dirigido a mi madre o a mi padre. ¿Cómo no va a hacer daño algo así?
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