George Pelecanos - Sin Retorno

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En 1972, tres adolescentes blancos -Alex, Billy y Pete- decidieron meterse en un barrio marginal de Washington. Esa incursión cambió la vida de seis personas: a causa del enfrentamiento con tres chicos negros, Billy resultó muerto y Alex seriamente herido.
En 2007, Alex llora la muerte de su hijo caído en Iraq. De pronto, uno de los chicos negros que sobrevivieron al incidente del 72 contacta con él, abriendo la puerta a la reconciliación al tiempo que otro superviviente sale de prisión con intención de extorsionarle…

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– ¿Usted cree que me irá bien, Papi?

– ¿A qué te refieres?

– A las mujeres. ¿Voy a poder hacerlo cuando salga de aquí?

Monroe miró al joven a los ojos. Deliberadamente, no miró las cicatrices enrojecidas y abultadas que se entrecruzaban por todo el lado izquierdo de la cara.

– Te irá de maravilla -respondió.

Lady se apartó y se fue al otro lado de la estancia para acudir junto a un soldado que la había llamado por el nombre.

– Ya no soy precisamente lo que se dice un tipo guapo, ¿verdad?

– Yo tampoco soy Denzel Washington.

– No, pero seguro que de joven era usted un tío bueno. Fardaba de lo lindo al sol, ¿a que sí?

– Pues sí. Y eso mismo harás tú. Vas a tener que quitarte de encima a las mujeres, chaval. Con esa personalidad que tienes. ¿Cómo la llaman? Contagiosa. Te irá estupendamente.

– Ya veremos -repuso Anderson-. De todas formas, últimamente tengo la sensación de que, no sé, de que ya se me han pasado los buenos tiempos. ¿A usted le ocurre alguna vez?

– Claro -dijo Monroe-. Pero eso forma parte del hecho de ser de mediana edad. Tú acabas de empezar.

– Pues a mí no me lo parece, señor.

– A lo mejor deberías hablar de todo esto con la loquera.

– Es más fácil hablar con usted.

Monroe frotó los pulgares de Anderson profundizando hasta el braquiorradial, el músculo principal del antebrazo.

– Es curioso -dijo Anderson-. La gente cree que allá estábamos viviendo un auténtico infierno. Y desde luego, era muy duro. Pero en medio de la confusión de la guerra y del caos general que nos rodeaba, también había… en fin, yo me sentía en paz conmigo mismo. Se hace raro decirlo, pero es cierto. Todas las mañanas me levantaba sabiendo exactamente en qué consistía mi trabajo. No cabía ni la duda ni la posibilidad de elegir. Mi misión no era liberar al pueblo iraquí ni llevar la democracia a Oriente Próximo, sino proteger a mis hermanos. Y eso era lo que hacía, y jamás me he sentido más feliz. No se ría de mí, pero el año que pasé en Iraq fue el mejor de toda mi vida.

– No me río -repuso Monroe-. Dicen que los hombres necesitan tener una meta. Tú tenías tu misión, y por eso te sentías bien.

– Eso es lo que me tiene deprimido, Papi. Debería estar allí, con mis hombres. Porque no he terminado. Ahora, cuando me despierto por la mañana, tengo la sensación de que me falta un motivo para levantarme de la cama.

– ¿Quieres hacer algo? Pues sal y cuéntale tu historia a la gente. Cuenta lo que hiciste. En estos momentos, los habitantes de este país están tan divididos que necesitan muchachos buenos como tú que les digan que formamos una sola comunidad. Que tenemos que reconstruir.

– No me coloque en un pedestal. No me siento orgulloso de todas las cosas que he hecho.

– Yo tampoco. -Monroe dejó de trabajar el brazo de Anderson-. Mira, sargento. A medida que vayas cumpliendo años irás dándote cuenta de una cosa. Con suerte, la comprenderás más deprisa que yo. Que la vida es larga. La persona que eres ahora, las cosas que has hecho, esa sensación que tienes de que el mundo ya jamás será tan bueno como antes; nada de eso tendrá importancia cuando vayas haciéndote mayor. La tendrá sólo si tú lo permites. Yo no soy la persona que era de joven. Precisamente hoy he tenido un incidente que… digamos que he tenido que caminar muchos kilómetros para darme cuenta de lo mucho que he cambiado. Lo que uno haya hecho anteriormente ya no importa. Lo que importa ahora es de qué manera uno va a realizar el cambio radical. No te va a pasar nada.

– ¿Todo eso lo ha sacado de una tarjeta de felicitación, Papi?"

– Que te den, tío. -Monroe se sonrojó-. Ya te digo que hables con un profesional.

– Debería haberme dado cuenta de que un fan de los Redskins tenía que ser un optimista. Yo no veo en su futuro ninguna Super Bowl, estando al mando el entrenador Gibbs. ¿Cuántos años tiene, noventa?

– ¿Te parece viejo? Pues si el entrenador de los Cowboys llevara los pantalones más arriba, se asfixiaría él solo.

– Ya nos veremos este otoño.

– Dos veces -dijo Monroe.

Volvió a aplicarse a la tarea. Le dio la vuelta al brazo de Anderson y comenzó a trabajar los flexores del cubito y del radio.

– Sabes, me parece a mí que tienes una depresión de verdad -dijo Monroe-. Deberías hablar con la loquera del centro.

– No es tan divertida como usted -gruñó Anderson-. Eso da gustirrinín, doc.

– No soy médico.

– Pues lo parece.

– Gracias.

Alex Pappas llegó a la residencia situada en Layhill Road y halló a la señorita Elaine Patterson en el comedor colectivo, ubicado no muy lejos del mostrador de recepción en el que se había registrado. Un celador le señaló una anciana de cabello blanco y ralo y gafas que estaba sentada en una silla de ruedas ante una mesa redonda en compañía de otras mujeres de su edad. Llevaba puesto un babero y le estaban dando de comer con una cuchara. Alex se sentó, se presentó, y como reacción recibió únicamente contacto visual. Al salir de la ciudad había comprado unos claveles en una tienda de comestibles, y le dijo a la anciana que eran para ella, pero los conservó de momento sobre las rodillas.

Una vez expresadas las cortesías debidas, no intentó trabar conversación con ella. No deseaba hablar del incidente delante de la mujer que le estaba dando la comida, una africana, a juzgar por su acento. Quería que disfrutase de lo que estaba comiendo, por poco apetecible que pareciera a la vista. Además, en aquel comedor había mucho ruido: conversaciones repetidas, órdenes y peticiones trasmitidas a gritos a los empleados y la voz de una mujer que estaba lanzando tacos igual que un rapero sin que nadie le hiciera caso. En una sala contigua al comedor había una mujer tocando el piano y cantando One Love, One Heart en tono desafinado.

La señorita Elaine Patterson se encontraba en un estado penoso. Tenía un lado de la cara, además de hundido y caído por el paso del tiempo, obviamente paralizado, y la mitad izquierda de la boca torcida y babeante. La mano izquierda tenía forma de garra, la pierna izquierda se veía hinchada y carente de tono muscular. Hablaba de forma entrecortada, con largos silencios entre una palabra y otra, y ligeramente gangosa. Debía de tener hijos y nietos, pensó Alex. Permanece viva por ellos.

Cuando le hubieron limpiado de la barbilla la última gota de compota de manzana, Alex le dijo a la celadora africana que él se encargaría de llevar a la señorita Elaine a su habitación. La celadora le preguntó a la anciana si estaba de acuerdo, y ésta dijo que sí.

Alex la llevó por un largo pasillo, más allá del puesto de enfermería. Conforme iba pasando junto a las habitaciones de los residentes, a Alex le llegó el sonido de los concursos de televisión que éstos estaban viendo con el volumen a todo trapo. El olor a orines y a excrementos era débil pero inconfundible.

La habitación de la anciana era individual y daba al aparcamiento. Alex la dejó en la silla de ruedas, al lado de la cama, y bajó el volumen del televisor, en el que se veía una película en blanco y negro de la TCM. Puso los claveles en un jarrón que contenía un ramo de margaritas mustias y con los bordes ya marrones, quitó éstas y puso el jarrón debajo del grifo. Volvió a colocar el jarrón en su mesita, sobre la que también había numerosas fotografías de personas de mediana edad, veinteañeros, niños pequeños y hasta bebés. Acercó una silla y volvió a presentarse repitiendo el nombre que ya le había dicho en el comedor. Le dijo el motivo de su visita y le aseguró que no pensaba quedarse mucho tiempo.

– Me ha llamado… Rodney -dijo ella, una manera de indicarle que procediera.

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