– Tendré en cuenta su salud. Le prometo que no pasaré mucho tiempo con ella. ¿Le importaría decirle que voy a ir a verla, para que no se sobresalte?
– Cómo no. Pero no estoy muy seguro de lo que está usted buscando exactamente.
– Gracias, señor Draper. Le agradezco la llamada.
Alex colgó el teléfono y al volverse vio a Darlene detrás de él. Lo miraba con sus grandes ojos pardos, debajo de los cuales ya se advertían unas bolsas. Por un momento él vio a la jovencita de peinado afro y gorra de chico repartidor de periódicos cubierta de espejitos decorativos, y sonrió.
– ¿Qué, estabas escuchando lo que decía?
– Pues no. Vengo a decirte que hoy estamos sin rosbif.
– He visto entrar uno esta mañana.
– Huele raro. No se lo serviría a mi perro.
– Tienes que llamar al carnicero y decirle que nos traiga uno antes de que empiecen los almuerzos. No va a gustarle, pero que se aguante.
– Estaba pensando que podíamos encargarle eso a Johnny. Que experimente en sus carnes el conflicto que tenemos tú y yo todos los días. Va a tener que acostumbrarse a solucionar problemas como ése.
– Cierto.
– Sobre todo ahora que tú desapareces cada vez más.
– Aja.
– ¿Hoy también te vas a ir antes de la hora, cielo?
– La verdad es que sí.
– No estarás pensando en dejar a tu vieja amiga totalmente sola, ¿verdad?
– Totalmente, no. John no está preparado para encargarse del cien por cien. Pero sí que vas a verme menos por aquí, y eso significa que vas a estar un poco más presionada. No te preocupes, ya te subiré el sueldo.
– Ya empiezas a malcriarme otra vez.
– Te lo mereces. Este local no funciona sin ti.
– ¿Me estoy poniendo colorada? Porque noto una especie de calor.
– Déjalo ya -dijo Alex-. Venga, prepárate para los almuerzos.
La contempló mientras se alejaba caminando sobre las esterillas de caucho, haciendo girar la espátula al ritmo de la música que llevaba en la cabeza.
Raymond Monroe estacionó el Pontiac en medio de Delafield Place y examinó el edificio. La mayoría de las construcciones que había allí eran casas coloniales individuales, provistas de amplios porches delanteros de columnas pintadas de blanco, levantadas a la sombra de robles enormes y asentadas sobre una ligera pendiente. Era una calle encantadora, y Monroe no vio que fuera una ubicación viable para una vivienda de delincuentes. Pero conforme fue recorriendo el edificio con la mirada, advirtió que aquellas casas no eran tan lujosas. Las fachadas eran de yeso con apariencia de piedra, en lugar de madera o vinilo, y teniendo en cuenta los jardines descuidados y llenos de hierbajos y los cacharros desvencijados que había aparcados delante, había dos o tres candidatas que llevaban la marca ruinosa de viviendas compartidas por delincuentes.
Con sólo llamar a cualquier puerta habría sabido lo que necesitaba saber. Los residentes veteranos que se enorgullecían de sus casas siempre estaban deseosos de señalar con el dedo las viviendas de quienes tendían a cuidar menos de sus propiedades. Pero no quería que nadie lo recordase más adelante. Entornando los ojos, se fijó en que los buzones estaban repletos de folletos y cartas. El cartero pasaba temprano por allí, y eso era bueno.
Monroe se apeó del Pontiac y se ajustó la cazadora de nailon. El destornillador, con la punta cubierta por un corcho, lo llevaba dentro del bolsillo interior de la cazadora, con el mango hacia arriba y la punta hacia abajo.
Fue hasta la primera casa destartalada que estaba más cerca de su coche y subió al porche mirando al mismo tiempo la calle. Fue directamente al buzón y examinó su contenido a toda prisa. Un perro se precipitó a la puerta de entrada y se puso a ladrar. Monroe vio que todas las cartas iban dirigidas a dos personas que tenían el mismo apellido, y abandonó el porche y bajó a la acera. El perro todavía continuaba ladrando cuando cruzó la calle y se encaminó hacia una casa de fachada de falsa piedra pintada de rosa y verde. El jardín necesitaba que le cortaran el césped, y en el porche había varias sillas viejas. Monroe examinó el buzón. Contenía cartas y material publicitario dirigido a diversos nombres masculinos. Sintió que se le aceleraba el corazón cuando llamó con los nudillos en la puerta.
Cuando ésta se abrió, apareció ante él un tipo que tenía una nariz sumamente cómica, por lo larga.
– Sí.
– ¿Vive aquí Baker? -preguntó Monroe.
El otro parpadeó con fuerza.
– Está aquí.
Monroe penetró en el vestíbulo de la casa. Le dijo al otro con los ojos que se hiciera a un lado y lo dejara pasar. Ante sí tenía una larga escalera. A su costado, más allá de unas puertas dobles que se encontraban abiertas, había un salón que en otra época debió de estar bellamente amueblado, pero que ahora estaba hecho un desastre. En un sillón hecho trizas estaba sentado un hombre corpulento con la sección de deportes abierta sobre las rodillas.
– ¿Dónde está? -preguntó Monroe.
– ¿Quién es usted? -dijo el corpulento.
– ¿Dónde está? -preguntó Monroe al tipo de la nariz de trombón.
– Estará durmiendo, lo más seguro.
– Usted no es su agente de la condicional -dijo el corpulento.
– ¿En qué habitación está durmiendo?
– Usted no es su agente de la condicional, y no tiene derecho a entrar aquí-dijo el corpulento.
– Si estuviera hablando con usted, ya se enteraría -replicó Monroe.
– Voy a llamar a la policía.
– Nada de eso. -El corpulento bajó la vista al periódico. Monroe centró la atención en el napias-. ¿Qué habitación es la suya?
El otro señaló con la cabeza el piso de arriba.
– La primera puerta a la derecha del baño.
Monroe empezó a subir la escalera. La furia que llevaba dentro aumentó de intensidad cuando llegó al rellano y se dirigió a la puerta cerrada para propinarle una patada en la jamba. La puerta se abrió de golpe, y él impidió que volviera a cerrarse y entró. Charles Baker, en calzoncillos, estaba retirando las sábanas y sacando los pies de la cama. Monroe extrajo el destornillador en un solo movimiento, le quitó el corcho de la punta y se arrojó sobre la cama. Golpeó a Baker con un fuerte izquierdazo en la mandíbula que volvió a tumbarlo en el colchón. Acto seguido se sentó sobre él a horcajadas y le apoyó el antebrazo en el pecho para inmovilizarlo, a la vez que le ponía la afilada punta del destornillador en lo alto del cuello. Apretó hasta que el metal perforó la piel y Baker dejó escapar un gemido. Un hilo de sangre le resbaló por la manzana de Adán.
– Cállate -le dijo Monroe en voz baja-. No hables. O te meto este pincho recto hasta el cerebro.
Los ojos color avellana de Baker se quedaron inmóviles.
– No te acerques a Pappas ni a su familia. No te acerques a mi hermano jamás en tu vida. O te mato. ¿Me has entendido?
Baker no reaccionó. Monroe empujó un poco más el arma y vio que la punta se hundía un poco más en la pie! de Baker. Ya le corría la sangre cuello abajo. Baker emitió un leve sonido agudo acusando el dolor, pero sus ojos permanecieron fijos. Fue Monroe el que parpadeó.
Sintió una náusea y un súbito escalofrío. La furia desapareció. Retiró el destornillador del cuello de Baker, se quitó de encima de él y se apartó de la cama.
Baker se limpió la sangre. Se incorporó a medias, con la espalda contra la pared, y se frotó la mandíbula en el punto en que Monroe le había propinado el puñetazo. Miró a Monroe y sonrió.
– No puedes -dijo Baker-. Hubo una época en que podías, pero hoy ya no.
– Exacto -respondió Monroe-. No es mi forma de ser, y yo no soy como tú.
– James y Raymond Monroe -dijo Baker con desprecio-. Los chicos buenos del barrio. Hijos de Ernest y Almeda. Vivían en esa casita tan limpia que todos los años recibía una mano de pintura. Todo tan limpio y tan bonito. Lo único que le faltaba era la tarta de manzana enfriándose en la ventana y los pajaritos revoloteando alrededor de ella. Erais los afortunados.
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