Se acercó a ella y la besó suavemente en la mejilla. Ella no se resistió.
– Cuéntame -dijo Graciela con calma.
– Graciela, tu hermana está muerta por mí. Por algo que yo hice hace mucho tiempo. Porque crucé una línea en algún lugar y dejé que mi ego desafiase a un loco, por eso Gloria está muerta.
Los ojos de él se alejaron de los de Graciela, se sentía incapaz de ser testigo del dolor que acababa de poner en ellos.
– Cuéntame -le repitió ella, más calmada incluso en esta ocasión.
Y lo hizo. Le habló del hombre al que por el momento se conocía con el nombre de James Noone. Le explicó el rastro que lo había llevado al garaje. Le contó lo que había encontrado allí y lo que le estaba esperando en el ordenador.
Ella empezó a llorar mientras él hablaba, lágrimas silenciosas que rodaron por sus mejillas y cayeron sobre su blusa tejana. Él quería abrazarla y besar las lágrimas en sus mejillas. Pero no podía. Sabía que por el momento estaba fuera de su mundo. Volver a entrar no era una decisión que le correspondiera tomar a él. Ella tenía que invitarle.
Cuando concluyó su relato, ambos se quedaron sentados en silencio. Graciela por fin se levantó y con las palmas abiertas se enjugó las lágrimas de las mejillas.
– Debo de estar horrible.
– No.
Ella miró la alfombra que había bajo la mesita de café y se hizo un largo silencio.
– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó ella por fin.
– No estoy seguro, pero tengo algunas ideas. Voy a encontrarlo, Graciela.
– ¿No puedes dejarlo? ¿Dejar que la policía lo encuentre?
McCaleb sacudió la cabeza.
– No creo que pueda. Ahora no. Si no lo encuentro y me enfrento a él, nunca sabré si podré superar esto. No sé si tiene sentido lo que digo.
Ella asintió, todavía con la vista clavada en el suelo, y transcurrió otro rato de silencio. Finalmente, Graciela miró a McCaleb.
– Quiero que te vayas ahora, Terry. Necesito estar sola.
McCaleb se levantó lentamente.
– De acuerdo.
De nuevo volvió a sentir una urgencia casi incontenible de simplemente tocarla. Nada más. Sólo quería sentir su calor una vez más. Como el primer día en que ella le había tocado.
– Adiós, Graciela.
– Adiós, Terry.
Él cruzó la sala y se dirigió a la puerta. En su camino miró el armario chino y vio la foto enmarcada de Gloria Torres. Sonreía a la cámara en ese día feliz, tan lejano. McCaleb sabía que esa sonrisa siempre le acecharía.
Tras una noche de dormir de manera intermitente con sueños en los que era arrastrado a aguas negras y profundas, McCaleb se levantó al amanecer. Se duchó y luego se preparó un desayuno fuerte: una tortilla de cebolla y pimiento verde, una salchicha al microondas y medio litro de zumo de naranja. Cuando hubo terminado, seguía teniendo hambre y no sabía por qué. Después, bajó al camarote de proa y se tomó de nuevo las constantes vitales. Todo estaba en orden. A las siete y cinco llamó a Jaye Winston a su despacho. Contestó y McCaleb supo por su voz que había estado trabajando toda la noche.
– Dos cosas -dijo McCaleb-. ¿Cuándo quieres que haga mi declaración formal y cuándo puedo recuperar mi coche?
– Bueno, el Cherokee puedes recuperarlo en cualquier momento. Sólo tengo que hacer una llamada.
– ¿Dónde está?
– Aquí en el depósito.
– Supongo que tengo que ir a retirarlo.
– Bueno, has de venir aquí de todos modos a prestar declaración, ¿por qué no haces todo al mismo tiempo?
– Bueno, ¿cuándo? Quiero acabar con esto. Quiero irme de aquí, tomar un descanso.
– ¿Adónde vas?
– No lo sé, pero sé que tengo que irme, tratar de quitarme de encima este veneno. A Las Vegas, quizá.
– Ése sí que es un buen lugar para una rehabilitación mental.
McCaleb no hizo caso del sarcasmo.
– Ya sé. Bueno, ¿cuándo podemos vernos?
– Tengo que redactar el informe lo antes posible, y necesito tu declaración. En cualquier momento de esta mañana me va bien. Te haré un hueco.
– Entonces voy para allá.
Buddy Lockridge estaba durmiendo en el banco del puente de mando. McCaleb fue a molestarle y se levantó sobresaltado.
– Qué… Hola, Terror, has vuelto.
– Sí, he vuelto.
– ¿Cómo está mi coche, tío?
– Sigue funcionando. Escucha, levántate, tengo que hacer otro viaje y necesito que me lleves.
Lockridge lentamente se sentó. Había estado tendido bajo un saco de dormir. Se lo enrolló y se frotó los ojos.
– ¿Qué hora es?
– Las siete y media.
– Joder, tío.
– Ya lo sé, pero es la última vez.
– ¿Va todo bien?
– Sí, todo bien. Sólo necesito que me lleves hasta la oficina del sheriff para que pueda recoger mi coche. Tengo que pasar por un banco de camino.
– No abren tan temprano.
– Estarán abiertos cuando lleguemos a Whittier.
– Entonces, si yo te llevo a recoger tu coche, quién va a conducirlo de vuelta hasta aquí.
– Yo. Vamos.
– Habías dicho que no podías conducir, tío. Especialmente un coche con airbag.
– No te preocupes por eso, Buddy.
Media hora más tarde estaban en camino. McCaleb llevaba un talego con una muda de ropa y todo lo que iba a necesitar para su viaje. También llevaba un termo y dos tazas. Sirvió café y puso a Buddy al tanto del caso y de todo lo que había ocurrido mientras él conducía. Buddy no paró de hacer preguntas durante el camino.
– Supongo que tendré que comprar un diario mañana.
– Probablemente saldrá por la tele también.
– Oye, ¿van a hacer un libro? ¿Saldré yo?
– No lo sé. Es probable que sea la noticia del día. Que alguien decida escribir un libro o no supongo que depende de lo importante que sea una noticia.
– ¿Te pagan por usar tu nombre así? En un libro, me refiero, o en una película.
– No lo sé. Supongo que tú podrías pedir algo. Has sido una parte importante. Tú descubriste que faltaba una foto en el coche de Cordell.
– Sí, eso es verdad.
Lockridge parecía orgulloso de su participación y le animaba la perspectiva de que pudiera reportarle algo de dinero.
– Y la pistola. Encontré la pistola que ese capullo escondió debajo de tu barco.
McCaleb torció el gesto.
– ¿Sabes qué, Buddy? Si alguna vez hacen un libro o si van a verte periodistas o policías, preferiría que no mencionaras la pistola. Eso me ayudaría mucho.
Lockridge miró a McCaleb y luego de nuevo a la carretera.
– No hay problema. No diré ni una palabra.
– Bien, a no ser que yo te diga lo contrario. Y si alguien me viene con la idea de escribir un libro, le diré que hable contigo.
– Gracias, tío.
Eran más de las nueve cuando batallaban con el tráfico a Whittier. McCaleb pidió a Lockridge que parase en una sucursal del Bank of America. Él entró, extendió un cheque de mil dólares y lo cobró en efectivo, en billetes de diez y de veinte. Unos minutos más tarde, el Taurus entraba en el aparcamiento del Star Center. McCaleb contó doscientos cincuenta dólares y se los dio a Lockridge.
– ¿Por qué es esto?
– Por dejarme usar el coche y por el viaje de hoy. Además, voy a estar unos días fuera. ¿Vigilarás el barco por mí?
– Claro, tío. ¿Adónde vas?
– Aún no estoy seguro. Y no sé cuando volveré.
– Está bien, doscientos cincuenta pavos duran bastante.
– ¿Te acuerdas de la mujer que me visitaba, la guapa?
– Claro.
– Espero que vaya al barco a buscarme. Estate atento.
– Vale. ¿Qué hago si se presenta?
McCaleb pensó un momento.
– Sólo dile que todavía no he vuelto, pero que tenía la esperanza de que viniera.
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