– Estaba fingiendo.
– Sí. Y por eso sus respuestas eran falsas. Él era parte de la trampa. He llevado los vídeos a comparar antes de venir aquí. Tengo la impresión en mi coche. James Noone y el buen samaritano son la misma persona. El asesino.
Winston negó con la cabeza como para dar a entender que su cerebro estaba saturado. Sus ojos buscaron por el garaje un lugar donde sentarse. Sólo estaba el catre.
– ¿Quieres sentarte aquí? -le dijo McCaleb, levantándose.
– Quiero sentarme, pero no aquí. Tenemos que salir de aquí, Terry. He de llamar al capitán Hitchens y a los otros, al departamento de policía y al FBI. Será mejor que ponga una orden de busca y captura de Noone, también.
McCaleb estaba sorprendido de que ella todavía no hubiera hecho encajar todas las piezas.
– No me estás escuchando. No hay ningún Noone. No existe.
– ¿Qué quieres decir?
– El nombre va con todo lo demás. Noone. Rómpelo y tienes no one. Yo soy nadie. Las piezas estaban ahí todo el tiempo… -Sacudió la cabeza y se dejó caer de nuevo en la silla. Puso la cara entre las manos-. ¿Cómo… cómo voy a vivir con esto?
Winston volvió a poner su mano en el cuello de McCaleb, pero esta vez él no se sobresaltó.
– Vamos, Terry, no lo pienses ahora. Vamos al coche a esperar. Tengo que traer a la policía científica y buscar huellas para ver si podemos identificar a ese tipo.
McCaleb se levantó, rodeó el escritorio y se encaminó hacia la puerta. Habló sin volverse hacia ella.
– Nunca ha dejado una huella en ningún sitio. Dudo que vaya a empezar ahora.
Dos horas más tarde, McCaleb estaba sentado en el Taurus, aparcado en Atoll, detrás de la cinta amarilla que la policía había tendido entre los garajes de los almacenes. Unos cien metros más abajo veía el racimo de actividad que entraba y salía del garaje brillantemente iluminado. Había varios detectives, algunos de los cuales McCaleb los reconoció por haber formado parte del grupo de investigación del caso del Asesino del Código: técnicos, cámaras de vídeo de al menos dos de las agencias del orden involucradas, y media docena de agentes uniformados.
Mariposas en torno a la luz, pensó. Los miró a todos con una extraña indiferencia. Sus pensamientos estaban en otras cosas. Graciela y Raymond. Y Noone. No podía dejar de pensar en el hombre que se llamaba a sí mismo Noone. Había estado con él en la misma habitación. Había estado tan cerca.
Necesitaba beber algo, quería sentir el sabor ardiente del whisky en su garganta, pero sabía que echar un trago sería como ponerse una pistola en la sien. A pesar del dolor que lo partía en dos, no iba a darle a Noone o a quienquiera que fuese esa satisfacción. En la oscuridad del coche decidió que viviría. A pesar de todo, viviría.
No reparó en los hombres que bajaban por la calle hacia él hasta que casi llegaron al Taurus. Encendió las luces y los identificó. Eran Nevins, Uhlig y Arrango. Volvió a apagar los faros y esperó. Ellos abrieron las puertas del coche y entraron. Nevins se sentó delante y los otros atrás, con Arrango justo a espaldas de McCaleb.
– ¿No hay calefacción aquí? -preguntó Nevins-. Hace frío.
McCaleb puso en marcha el coche, pero esperó a que se calentara el motor antes de poner la calefacción. Miró a Arrango por el retrovisor, pero estaba demasiado oscuro para determinar si llevaba un palillo en la boca.
– ¿Dónde está Walters?
– Ocupado.
– Bueno -dijo Nevins-, hemos bajado a decirle que parece que estábamos equivocados con usted, McCaleb. Lo siento. Lo sentimos. Parece que Noone es nuestro hombre. Ha hecho un buen trabajo.
McCaleb se limitó a asentir. Era una disculpa estúpida, pero eso no le importaba. Lo que había descubierto para limpiar su nombre sería más duro de soportar que si hubiera sido acusado públicamente de asesinato. Las disculpas carecían de sentido para él.
– Sabemos que será una noche larga para usted y no queremos entretenerle. Estaba pensando que quizá podría hacernos un resumen de todo esto y entonces, quizá mañana, puede venir a prestar la declaración formal. ¿Qué le parece?
– Bien. Por lo que respecta a la declaración formal, se la daré a Winston, no a vosotros.
– Muy bien. Puedo entenderlo. Pero, por ahora, por qué no nos cuenta cómo, desde su punto de vista, funciona todo esto. ¿Puede hacerlo?
McCaleb se inclinó hacia delante y puso en marcha la calefacción. Recompuso sus pensamientos un momento antes de comenzar.
– Lo llamaré Noone, porque es todo lo que tenemos y posiblemente nunca tengamos nada más. Empieza con el Asesino del Código. Ése era Noone. Entonces yo era la referencia del FBI en el operativo. Por acuerdo con el Departamento de Policía de Los Ángeles, me convertí en el portavoz del caso ante los medios. Yo conducía las reuniones informativas, manejaba las peticiones de entrevistas. Durante diez meses mi cara se identificó en la televisión con el caso del Asesino del Código. Y por eso Noone se fijó en mí. A medida que nos acercamos a él, se obsesionó conmigo. Me envió cartas. En su mente, yo era su perdición. Era la personificación del operativo que le seguía los pasos.
– ¿No se está dando muchos méritos? -preguntó Arrango-. No era el único…
– Cállese y escuche, Arrango. Podría aprender algunas cosas.
McCaleb lo miró por el retrovisor y Arrango le sostuvo la mirada. McCaleb vio que Nevins levantaba una mano para pedir a Arrango que se calmara.
– Fue él quien me dio los méritos -dijo McCaleb-. Al final, cuando sabía que los riesgos eran demasiado altos dejó de actuar. Los asesinatos se interrumpieron y el Asesino del Código desapareció. Fue más o menos entonces cuando empezaron mis… problemas. Necesitaba un trasplante y eso fue noticia porque mi cara era noticia. Noone lo vio. No era difícil enterarse. Y tramó lo que consideraría su plan más magnífico.
– Decidió que en lugar de matarle le salvaría -dijo Uhlig.
McCaleb asintió.
– Eso le daría su victoria final porque sería un triunfo duradero. Simplemente eliminarme, matarme, sólo le hubiera proporcionado un sentimiento de éxito pasajero. Pero al salvarme… Había algo único, algo que lo llevaría al Paseo de la Fama. Y siempre me tendría a mí como recordatorio de lo listo y poderoso que es. ¿Entendéis?
– Entiendo -dijo Nevins-, pero ése es el lado psicológico. Lo que yo quiero saber es cómo lo hizo. ¿Cómo obtuvo los nombres? ¿Cómo supo de Kenyon, Cordell y Torres?
– Con el ordenador. Vuestros técnicos van a tener que meterse a fondo.
– Bob Clearmountain viene hacia aquí -dijo Nevins-. ¿Se acuerda de él?
McCaleb asintió. Clearmountain era el experto en informática de la oficina de campo del FBI en Los Ángeles. Un hacker extraordinario al servicio de los federales.
– Claro. Entonces él podrá contestar a esta pregunta mejor que yo. Supongo que encontraréis un programa para entrar en ese ordenador. Noone accedió a la AOSSO y de allí sacó los nombres. Eligió sus objetivos en función de la edad, estado físico y proximidad. Y se puso a trabajar. Con Kenyon y Cordell las cosas no salieron bien. Con Torres, sí. Desde el punto de vista de Noone.
– ¿Y desde el principio pensó en colgárselo a usted?
– Creo que quería que le siguiera la pista y descubriera por mí mismo lo que había hecho. Sabía que eso ocurriría si yo me convertía en sospechoso, porque entonces tendría que investigar yo mismo. Pero al principio eso no sucedió porque los detectives del caso no vieron las pistas.
Miró a Arrango por el retrovisor mientras decía esto. Pudo ver que los ojos del detective se oscurecían de ira. Estaba a punto de estallar.
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