Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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DONALD KENYON

Tampoco en esta ocasión sacó el fichero. Con el dedo fue doblando las etiquetas del resto de las carpetas para poder leerlas. Mientras lo hacía, el corazón le temblaba en el pecho, como si de algún modo se hubiera soltado. Conocía los nombres de las etiquetas. Todos y cada uno de los nombres.

– Eres tú -susurró.

En su mente vio que las manzanas caían al suelo y rodaban en todas direcciones.

Cerró de golpe el archivador y el sonoro bang hizo eco en el suelo de hormigón y las paredes de acero, sobresaltándole como un disparo. Miró hacia la oscura noche y la puerta abierta y escuchó. No oyó nada, ni siquiera la música. Sólo silencio.

Sus ojos se movieron hasta el monitor del ordenador y examinó los números que bailaban en la pantalla. Sabía que habían dejado el ordenador encendido por un motivo. No porque Noone fuera a volver; McCaleb sabía que ya se había marchado hacía tiempo. No, lo había dejado encendido para él. Lo había estado esperando. En ese momento comprendió que Noone había coreografiado cada movimiento.

McCaleb pulsó la barra espadadora y el salvapantallas cedió su lugar a un cuadro de diálogo que solicitaba una contraseña. McCaleb no lo dudó. Tenía la sensación de que era un piano y alguien estaba tocando las notas. Escribió los números en un orden que conocía de carrerilla.

903472568

Pulsó la tecla Retorno y el ordenador se puso en marcha. En unos instantes, la contraseña fue aceptada y la pantalla mostró el administrador de programas, una pantalla blanca con varios iconos esparcidos. McCaleb los estudió con rapidez. La mayoría eran accesos directos a juegos. También había iconos para acceder a America Online y Word para Windows. El último símbolo que miró era un pequeño archivador, el icono del administrador de archivos del ordenador. En el administrador de archivos la lista de los ficheros se hallaba en una columna, en el lado izquierdo de la pantalla. Al elegir uno de los directorios y hacer doble clic con el ratón aparecía a la derecha la lista de los archivos contenidos en él.

McCaleb fue examinando los nombres de los archivos. La mayoría eran archivos de software necesarios para el funcionamiento de programas como el juego Las Vegas Casino y otros. Pero, finalmente, llegó a una carpeta llamada código. Al abrir el directorio varios títulos de documentos aparecieron en la parte derecha de la pantalla. Los leyó con rapidez y se dio cuenta de que correspondían a los nombres de las etiquetas del archivador.

Todos excepto un documento. McCaleb se lo quedó mirando unos segundos, con el dedo posado sobre el botón del ratón.

McCaleb.doc

Hizo clic con el ratón y el documento pronto llenó la pantalla. McCaleb empezó a leerlo como quien lee su propio obituario. Las palabras lo llenaron de pánico, porque sabía que cambiarían su vida para siempre. Le arrancaron el alma, robaron el significado de sus éxitos y se mofaron de éstos de la forma más horrenda.

Hola, agente McCaleb:

Eres tú, supongo.

Voy a asumir eso. Supondré que has estado a la altura de esa excelente reputación que llevas con tanta nobleza.

Me pregunto… ¿Estás solo? ¿Estás huyendo de ellos ahora que eres un fugitivo? Por supuesto, ahora tienes lo que necesitas para salvarte de ellos. Pero estoy preguntando por antes, ¿qué se siente al ser el hombre a cazar? Quería que conocieras esa sensación. Mis sentimientos… Es terrible vivir con miedo, ¿no?

El miedo nunca duerme.

Lo que quería por encima de todo era un lugar en tu corazón, agente McCaleb. Siempre he querido estar contigo. Caín y Abel, Kennedy y Oswald, la oscuridad y la luz. Dos dignos oponentes encadenados juntos a través del tiempo…

Podría haberte matado. Tenía el poder y la oportunidad de hacerlo. Pero habría sido demasiado fácil, ¿no crees? El hombre del muelle, preguntándote una dirección. Tu paseo matinal, el hombre en la ensenada con la caña de pescar. ¿Me recuerdas?

Ahora sí. Yo estaba allí. Pero hubiera sido demasiado fácil, ¿no crees? Demasiado fácil.

Necesitaba algo más que la venganza de derrotar al enemigo. Esos son los objetivos de los idiotas. Yo quería -no, necesitaba, ansiaba- algo diferente. Primero ponerte a prueba convirtiéndote en lo que yo soy. El villano. El fugitivo.

Luego cuando emergieras de ese fuego con la piel chamuscada pero el cuerpo indemne me revelaría como tu más ardiente benefactor. Sí, fui yo. La seguí. La estudié. La elegí para ti. Era mi regalo de San Valentín para ti.

Eres mío para siempre, agente McCaleb. Cada aliento que tomas me pertenece. Cada latido de ese corazón robado es el eco de mi voz en tu cerebro. Siempre. Todos los días.

Recuérdalo…

Cada aliento…

McCaleb cruzó los brazos ante el pecho y se sostuvo como si lo acabaran de desollar con una cuchilla. Un profundo escalofrío le recorrió el cuerpo, un gemido escapó de su garganta. Empujó la silla para apartarla del escritorio, lejos del horrible mensaje que permanecía en la pantalla, y se dobló hacia delante hasta adoptar la posición de seguridad. Su avión caía en picado.

41

Sus pensamientos eran de color rojo sangre y negro. Se sentía como si estuviera en un permanente vacío, rodeado por una cortina de terciopelo de oscuridad, con las manos siempre buscando la grieta por la que escapar, pero sin encontrarla nunca. Vio las caras de Graciela Rivers y de Raymond como imágenes distantes que retrocedían en la oscuridad.

De repente, sintió una mano fría en el cuello y saltó; de su garganta escapó un chillido como el del prisionero que colocan ante el paredón. Se levantó. Era Winston. Su reacción la había asustado a ella tanto como ella a él.

– Terry, ¿estás bien?

– Sí, quiero decir no. Es él. Noone es el Asesino del Código. Los mató a todos. A los tres últimos por mí. Lo hizo hasta que le salió bien. Mató a Gloria Torres por su corazón. Por mí. Para que pudiera vivir y ser el testamento de su gloria.

La coincidencia del nombre y el propósito de Noone de repente golpeó a McCaleb.

– Espera un momento -dijo Winston-. Calma. ¿De qué estás hablando?

– Es él. Está todo ahí. Mira los archivos, el ordenador. Los mató a todos y luego decidió salvarme. Matar por mí.

Señaló la pantalla del ordenador, donde aún se leía el mensaje a McCaleb. Él esperó a que Winston lo leyera, pero finalmente no pudo contenerse.

– Todas las piezas han estado aquí desde el principio.

– ¿Qué piezas?

– El código. Era tan simple. Usaba todos los dígitos menos el uno. No one. [1]¿Entiendes? Yo soy nadie. Era lo único que estaba diciendo.

– Terry, hablemos de esto más tarde. ¿Cuéntame cómo llegaste aquí? ¿Cómo supiste que era Noone?

– Por la cinta. La sesión que hicimos con él.

– ¿La hipnosis? ¿Qué ocurre?

– ¿Recuerdas que te pedí que no hablaras para que el sujeto no se confundiera?

– Sí. Me dijiste que sólo deberías hacerle preguntas a Noone, que cualquier cosa entre nosotros tenía que ser mediante señales o por escrito.

– Pero al final, cuando supe que todo se iba a la mierda, me frustré. Te dije: «¿Algo más?», y tú negaste con la cabeza. Yo pregunté: «¿Estás segura?», y tú negaste con la cabeza otra vez. Rompí mi propia regla al hablar contigo. La cuestión es que planteé esas preguntas en voz alta, así que Noone debería haberme contestado. Si hubiera estado en un auténtico trance hipnótico debería haberme contestado, porque no habría sabido que las preguntas estaban dirigidas a ti. Pero no lo hizo y eso muestra un conocimiento de la situación. Sabía, por la dirección de mi voz, o por la inflexión, que estaba hablando contigo y no con él. No debería haberlo sabido. No en un auténtico trance. Debería haber contestado a todas las preguntas que se formularan en aquella sala a no ser que estuvieran dirigidas a otra persona de forma específica. Yo nunca usé tu nombre.

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