Al final se las compuso para arrinconar su ansiedad en un lado de su cerebro y empezó a pensar en los principales problemas que se le venían encima. McCaleb sabía que tenía que comenzar a tomar decisiones, la principal de las cuales era determinar si debía buscar un abogado. Sabía que Winston tenía razón; lo más inteligente era buscar protección legal. Pero McCaleb no se resignaba a llamar a Michael Haller Jr. o a cualquier otro, a renunciar a sus propias habilidades para confiarse en las de otro.
En la sala de estar, no había documentos sobre la mesita de café. A medida que iba pasando las páginas, las había ido devolviendo al maletín hasta que lo único que quedó en la mesita fue la pila de cintas de vídeo.
Desesperado por la necesidad de pensar en otra cosa, que no fuera en qué era exactamente lo que Fox le había dicho acerca del otro paciente, cogió la cinta de encima de la pila y se acercó al televisor. Puso la cinta de vídeo sin fijarse en cuál era. No importaba. Sólo quería pensar en otra cosa durante un rato.
Pero en cuanto se dejó caer de nuevo en el sofá se olvidó inmediatamente de la cinta que se estaba reproduciendo. Michael Haller Jr., pensó. Sí, sería un buen abogado. No tan bueno como su padre, el legendario Mickey Haller. Sin embargo, la leyenda había muerto hacía tiempo y Junior había tomado su lugar como uno de los más destacados y exitosos abogados defensores de Los Ángeles. Junior lo sacaría de ese atolladero, McCaleb lo sabía. Pero, por supuesto, eso sería después de que el bombardeo de los medios de comunicación destrozara su reputación, él perdiera sus ahorros y tuviera que vender el Following Sea. E incluso cuando todo concluyese y quedara libre, seguiría llevando consigo el estigma de la sospecha.
Para siempre.
McCaleb entrecerró los ojos y se preguntó qué era lo que mostraba la televisión. La cámara estaba centrada en las piernas y los pies de alguien subido a una mesa. Entonces reconoció sus botas y situó lo que estaba viendo: la sesión de hipnosis. La cámara estaba grabando cuando McCaleb se había subido a la mesa para retirar algunos fluorescentes. James Noone aparecía en pantalla y se estiraba para alcanzar uno de los tubos que él le tendía.
McCaleb cogió el control remoto de la televisión del brazo del sofá y pulsó el botón de avance rápido. Interesado porque había olvidado revisar la sesión de hipnosis como le dijo al capitán Hitchens que haría, McCaleb decidió saltarse los preliminares. Pasó la parte de la entrevista inicial y de los ejercicios de relajación hasta el interrogatorio de Noone bajo hipnosis. Quería oír el relato de James Noone de los detalles del asesinato y la huida del asesino.
McCaleb miró con absoluta concentración y pronto se encontró sufriendo los mismos efectos físicos de frustración que había experimentado durante la sesión real. Noone era el sujeto perfecto. Resultaba raro que un testigo hipnotizado pudiera recordar con tanto detalle. La hiriente frustración era que sencillamente no había tenido una buena visión del conductor y que las matrículas del Cherokee estaban tapadas.
– Maldición -dijo McCaleb en voz alta mientras la sesión grabada llegaba a su fin.
Alcanzó el mando, decidió rebobinar y volver a ver la entrevista. De repente se quedó de piedra, con el dedo colocado sobre el mando a distancia.
Acababa de ver algo que no encajaba, algo que se le había escapado durante la sesión real. Rebobinó la cinta, pero sólo brevemente, luego reprodujo de nuevo las últimas preguntas.
En el vídeo, McCaleb estaba concluyendo, preguntando cosas que se habían quedado colgadas y manifestando sus propios deseos. Eran posibilidades remotas lanzadas a Noone por efecto de su frustración. Preguntaba si había adhesivos en el parabrisas del Cherokee. Noone dijo que no y entonces McCaleb se quedó sin preguntas, se volvió hacia Winston y le preguntó:
– ¿Algo más?
Aunque McCaleb había quebrantado sus propias reglas al formular una pregunta a una tercera persona, Winston siguió las reglas y no respondió verbalmente, sólo negó con la cabeza.
– ¿Estás segura? -preguntó McCaleb.
Otra vez ella sacudió la cabeza. McCaleb entonces empezó a sacar a Noone del trance.
Pero eso estaba mal y a McCaleb se le había pasado en ese momento. Esta vez rodeó la mesita de café con el mando en la mano, y se acercó a la pantalla. Rebobinó la cinta una vez más para ver de nuevo la secuencia.
– ¡Hijo de puta! -murmuró al terminar-. Tendrías que haberme contestado, Noone. ¡Tendrías que haber contestado!
Expulsó la cinta y se volvió para poner otra. Esparció la pequeña pila de vídeos sobre la mesita y rápidamente buscó entre las cajas de plástico hasta que encontró la cinta con la etiqueta del Sherman Market. Puso la cinta en la máquina, empezó a reproducirla en avance rápido y luego detuvo la imagen cuando el buen samaritano entraba en escena.
La imagen no quedaba perfectamente congelada y McCaleb supuso que el aparato era un modelo barato de sólo dos cabezales. Sacó la cinta y consultó su reloj. Eran las cuatro cuarenta. Dejó el mando encima del televisor y fue al teléfono de la cocina.
Tony Banks aceptó quedarse otra vez después de cerrar Video GraFX Consultants hasta que McCaleb llegara. Cruzando el valle de San Fernando por la 101, inicialmente avanzó deprisa. La mayor parte del tráfico de la hora punta iba en sentido contrario, la fuerza de trabajo de la ciudad de regreso a las localidades dormitorio del valle. Pero cuando continuó hacia el sur a través del paso de Cahuenga hacia Hollywood, las luces de freno estaban encendidas en todo lo que alcanzaba la vista y se vio atrapado en el atasco. Finalmente aparcó el Taurus de Buddy Lockridge en el pequeño estacionamiento para empleados de Video GraFX Consultants a las seis y cinco. Una vez más, Tony Banks abrió la puerta antes de que McCaleb pulsara el timbre nocturno.
– Gracias, Tony -dijo McCaleb a la espalda del hombre, mientras era conducido por el pasillo una vez más a uno de los estudios-. Me está ayudando mucho.
– No hay problema.
Pero McCaleb notó que esta vez ya no había tanto entusiasmo en el «no hay problema». Entraron en la misma sala en la que se habían sentado la semana anterior. McCaleb le dio a Banks las dos cintas que había traído consigo.
– En cada una de estas cintas hay un hombre -dijo-. Quiero ver si se trata del mismo hombre.
– Quiere decir que no lo ve.
– No estoy seguro. Parecen diferentes, pero creo que es un disfraz. Creo que se trata de la misma persona, pero quiero asegurarme.
Banks introdujo la primera cinta en el reproductor, en el lado izquierdo de la consola, y el asalto y asesinatos del Sherman Market empezaron a reproducirse en la correspondiente pantalla.
– ¿Este tipo? -dijo Banks.
– Exacto. Congele la imagen cuando se le vea bien.
Banks congeló la imagen en el momento en que el así llamado buen samaritano mostraba su perfil derecho.
– ¿Qué tal? Necesito el perfil. Es difícil hacer la comparación de frente.
– Usted es el jefe.
Le dio a Banks la segunda cinta, que insertó en el otro reproductor, y pronto la sesión de hipnosis apareció en la pantalla de la derecha.
– Retrocédalo -dijo McCaleb-. Creo que hay un perfil antes de que se siente.
Banks pasó la cinta hacia atrás.
– ¿Qué le está haciendo aquí?
– Hipnosis.
– ¿De verdad?
– Eso creía entonces, pero ahora creo que estaba jugando conmigo todo… Ahí.
Banks detuvo la cinta. James Noone miraba hacia la derecha, probablemente a la puerta de la sala de interrogatorios. Banks jugó con los diales y el ratón del ordenador y amplió la imagen, luego la mejoró. Hizo lo mismo con la imagen de la izquierda. Entonces se recostó y miró los perfiles enfrentados. Al cabo de unos segundos habló mientras se sacaba del bolsillo un puntero de infrarrojos y lo encendía.
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