Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– Cuéntame.

– Bueno, no tengo la lista, pero…

– Espera un segundo.

McCaleb entró en la habitación de Graciela, donde había visto la copia de la lista que le había dado a ella. Leyó el primer nombre a Winston.

– J. B. Dickey, tiene el hígado.

– Bueno, él no lo hizo. Le hicieron el trasplante, pero se presentaron complicaciones y murió tres semanas después de la operación.

– Eso no significa que no lo hiciera.

– Ya lo sé, pero he hablado con el cirujano del St. Joseph. Era un caso de caridad. El tipo estaba en MediCal y el hospital se hizo cargo del resto. No era un hombre con dinero ni contactos para contratar a un asesino, Terry. Vamos.

– Bueno, el siguiente. Tammy Domike, uno de los riñones.

– Bien, es una maestra de escuela. Tiene veintiocho años, está casada con un carpintero y tiene dos hijos. Tampoco encaja. Es sólo…

– William Farley, el otro riñón.

– Es un agente de tráfico retirado de Bakersfield. Está en silla de ruedas desde hace doce años, desde que le pegaron un tiro en la columna cuando paró a alguien por rutina. Nunca detuvieron al que le disparó.

– Podría tener amigos que lo hicieran por él -musitó McCaleb en voz alta.

Winston guardó silencio un buen rato antes de contestar.

– Es poco probable, Terry. O sea, escucha lo que acabas de…

– Lo sé, lo sé, no importa. ¿Y los ojos? Christine Foye tiene las córneas.

– Sí. Se gana la vida vendiendo libros y acaba de salir de la facultad. Tampoco es ella. Mira, Terry, esperábamos que uno de estos tipos fuera un millonario, o un político o alguien con la pasta para hacer esto. Alguien obvio. Pero no hay nadie. Lo siento.

– Así que sigo siendo el mejor y único sospechoso.

– Por desgracia.

– Gracias, Jaye, me has ayudado mucho. Tengo que irme.

– ¡Espera! Y no te cabrees conmigo. Soy la única que te ha escuchado, ¿recuerdas?

– Lo sé, perdona.

– Bueno, hay otra cosa en la que estaba pensando. No quería decírtelo hasta que tuviera tiempo para comprobarlo. Voy a ponerme mañana. Estoy trabajando en una petición de información ahora mismo.

– ¿Qué? Dime. Necesito algo ahora.

– Bueno, sólo estabas pensando en quién obtuvo los órganos que quedaron disponibles después de la muerte de Gloria Torres, ¿no?

– Sí. A Cordell y Kenyon no los cosecharon.

– Lo sé. No estoy hablando de eso. Pero siempre hay una lista de espera, ¿no?

– Sí, siempre. Yo esperé casi dos años por culpa de ese grupo sanguíneo.

– Bueno, quizás alguien sólo quería subir en la lista.

– ¿Subir?

– Ya sabes, estaban como tú, esperando, y sabían que la espera sería larga. Quizás una espera fatal. ¿No te dijeron a ti que con tu grupo sanguíneo no podía saberse cuándo podía haber un corazón disponible?

– Sí, me dijeron que no me hiciera muchas ilusiones.

– Bueno, entonces quizá nuestro hombre sigue esperando, pero al matar a Gloria Torres ha subido un peldaño en la lista. Ha aumentado sus oportunidades.

McCaleb consideró esta posibilidad, y de repente recordó que Bonnie Fox le había dicho que había otro paciente en el pabellón en la misma situación en la que había estado McCaleb. Se preguntó si se refería a exactamente la misma situación, esperando un corazón que fuera del tipo AB con CMV negativo. Recordó al chico que había visto en la cama de hospital. ¿Podría ser el paciente al que se refería Fox?

McCaleb pensó en lo que un padre sería capaz de hacer para salvar a su hijo. ¿Sería posible?

– Tiene sentido -dijo; una nueva descarga de adrenalina había puesto fin a la monotonía de su voz-. Lo que estás diciendo es que quizá hay alguien que sigue esperando.

– Eso es. Y voy a ir a la AOSSO con la orden para obtener todas las listas de espera y los registros de los donantes de sangre. Será interesante ver qué responden.

McCaleb asintió, pero su cabeza ya iba con ventaja.

– Espera un momento, espera un momento -dijo-. Es demasiado complicado.

– ¿El qué?

– Todo. Si alguien quería subir un peldaño en la lista por qué matar a los donantes. Por qué no matar directamente a la gente de la lista.

– Hubiera sido demasiado obvio. Si dos o tres personas de una lista que necesitan un trasplante de corazón o riñón son asesinadas, es probable que levantara sospechas en alguna parte. Pero matando a los donantes es más oscuro. Nadie lo advirtió hasta que llegaste tú.

– Supongo -dijo McCaleb, todavía no muy convencido-. Entonces, si tienes razón, eso podría significar que el asesino va a volver a actuar. Has de buscar en la lista de los donantes del grupo AB. Hay que avisarlos, protegerlos. -Esta posibilidad recuperó su entusiasmo. Lo sentía en sus venas.

– Lo sé -dijo Winston-. Cuando consiga la orden, tendré que decir a Nevins y Uhlig, a todos, lo que estoy haciendo. Por eso tienes que entregarte, Terry. Es la única manera. Tienes que venir con un abogado y exponer todo esto, has de correr ese riesgo. Nevins y Uhlig son gente lista. Verán dónde se han equivocado.

McCaleb no respondió. Entendía la lógica de lo que ella decía, pero dudaba en aceptar porque eso suponía poner su destino en manos ajenas. Prefería confiar en él.

– ¿Tienes un abogado, Terry?

– No, no tengo ningún abogado. ¿Para qué iba a querer un abogado? No he hecho nada malo.

Se arrepintió de lo que acababa de decir. Había oído a un sinfín de individuos culpables hacer esa misma afirmación antes. Y probablemente Winston también.

– Me refería a si conoces a algún abogado que pueda ayudarte -dijo ella-. Si no, yo puedo recomendarte algunos. Michael Haller Jr. sería una buena opción.

– Conozco abogados si llega el caso de que los necesite. Tengo que pensar en esto.

– Bueno, llámame. Puedo llevarte yo, asegurarme de que todo se maneja correctamente.

La mente de McCaleb vagó sin rumbo y se vio en el interior de una celda de la prisión del condado. Había estado encerrado en interrogatorios como agente del FBI. Sabía lo ruidosas y peligrosas que eran las prisiones. Sabía que, inocente o no, nunca se rendiría a eso.

– Terry, ¿estás ahí?

– Sí, perdón. Estaba pensando en algo. ¿Cómo puedo localizarte para arreglar esto?

– Te daré el número del busca y el de mi casa. Estaré aquí hasta eso de las seis, después me voy a casa. Llámame donde quieras y a la hora que quieras.

Ella le dio los números y McCaleb los anotó en su bloc. Luego apartó el bloc y sacudió la cabeza.

– No puedo creerlo. Estoy aquí sentado pensando en entregarme por algo que no he hecho.

– Ya lo sé. Pero la verdad es un arma poderosa. Se arreglará. Asegúrate de llamarme, Terry. Cuando te decidas.

– Te llamaré.

Colgó.

39

La recepcionista de Bonnie Fox, la de cara de pocos amigos, le dijo a McCaleb que la doctora estaba en cirugía de trasplantes toda la tarde y que probablemente no estaría localizable durante dos o tres horas más. McCaleb casi maldijo su suerte en voz alta, pero en lugar de hacerlo dejó el teléfono de Graciela y le pidió a la simpática que tomara nota: necesitaba que Fox lo llamase lo antes posible, no importaba la hora que fuera. Estaba a punto de colgar cuando pensó en algo.

– ¿Quién se queda el corazón?

– ¿Qué?

– Ha dicho que estaba en el quirófano. ¿Con qué paciente? ¿El chico?

– Lo siento, no estoy autorizada a hablar de otros pacientes con usted -dijo la simpática.

– Muy bien -dijo él-. No olvide decirle que me llame.

McCaleb pasó los siguientes quince minutos paseando entre la sala y la cocina, esperando de una manera poco realista que el teléfono sonara y oír la voz de Fox.

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