Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– Quiero que te quedes mientras te haga falta y tú quieras.

– Sólo necesito un sitio para trabajar. Un sitio donde pueda estudiarlo todo otra vez. Tengo la sensación de que se me ha pasado algo. Como la sangre. Tiene que haber algunas respuestas en todos esos papeles.

– Puedes trabajar aquí. Me quedaré en casa mañana y te ayudaré a…

– No, no puedes hacerlo. No puedes hacer nada fuera de lo normal. Sólo quiero que te levantes por la mañana, que lleves a Raymond a la escuela y luego vayas al hospital. El resto es mi trabajo.

McCaleb sostuvo la cara de Graciela en sus manos. El peso de su culpa había disminuido por el sólo hecho de que ella estuviera allí con él. Sintió que de un modo sutil se abría en su interior un pasaje largo tiempo cerrado. No estaba seguro de adónde conduciría, pero sabía en el fondo de su alma que deseaba recorrer ese pasaje, que debía hacerlo.

– Estaba a punto de acostarme -dijo ella.

Él asintió.

– ¿Vienes conmigo?

– ¿Y Raymond? No deberíamos…

– Raymond está dormido. No te preocupes por él. Por ahora ocupémonos de nosotros dos.

38

Por la mañana, después de que Graciela y Raymond se hubieran ido y la casa quedara en calma, McCaleb abrió el maletín de piel y desplegó todos los documentos en seis pilas que colocó sobre la mesa de café. Mientras lo contemplaba todo, se bebió un vaso de naranjada y se comió dos tartas de arándanos que supuso destinadas a Raymond. Luego se puso a trabajar, con la esperanza de que eso mantuviera su mente lejos de cuestiones que escapaban a su control, en particular la investigación de Jaye Winston de los nombres de la lista.

A pesar de la distracción, McCaleb empezaba a sentir una inyección de adrenalina. Estaba buscando el detalle revelador. La pieza que antes no encajaba, pero que ahora tendría tanto sentido que le contaría la historia. Había sobrevivido en el FBI haciendo caso a sus instintos. Y esta vez estaba siguiendo uno. Sabía que cuanto mayor era el expediente del crimen, cuanta mayor era la acumulación de datos, más fácil resultaba que se ocultara el detalle revelador. McCaleb se disponía a ir a por él, como quien busca la manzana más roja en la frutería, ésa que cuando la sacas desmonta la pila y hace rodar toda la fruta por el suelo.

Al final de la tarde, sin embargo, había perdido toda la energía que sentía a las ocho y media de la mañana. En ocho horas, sólo interrumpidas por sándwiches de salchicha ahumada y llamadas no contestadas por Winston, había revisado cada página de cada documento que había acumulado en los diez días que llevaba ocupándose del caso. Y el detalle revelador -si es que existía- permanecía oculto. Los sentimientos de paranoia y soledad se arrastraban de nuevo sobre él. En un momento determinado se dio cuenta de que estaba soñando despierto. No sabía cuál sería el mejor lugar para huir: las montañas de Canadá o las playas de México.

A las cuatro en punto volvió a llamar al Star Center y le dijeron por quinta vez que Winston no estaba. En esta ocasión, sin embargo, la secretaria añadió que probablemente no iba a volver en todo el día. En anteriores llamadas, la secretaria se había resistido a revelar dónde estaba Winston o a darle el número de su busca. Para eso hubiera tenido que hablar con el capitán y McCaleb renunció, consciente del lío en el que metería a Winston si trascendía que no sólo simpatizaba con un sospechoso, sino que lo estaba ayudando.

Después de colgar, llamó a su teléfono del barco y reprodujo dos mensajes que había recibido en la última hora. El primero era de Buddy Lockridge y el segundo era un número equivocado, una mujer que decía que no estaba segura de tener el número correcto, pero que estaba buscando a alguien llamado Luther Hatch; Luther Hatch: el sospechoso en el caso en el que había conocido a Jaye Winston. Una vez realizada la conexión, reconoció la voz de ella en el mensaje. Le estaba pidiendo que la llamara.

Mientras marcaba el número que Winston le había dejado, lo recordó: era uno de los números de las oficinas del FBI en Westwood, donde trabajaba. Contestaron de inmediato.

– Winston.

– Soy McCaleb.

Silencio.

– Hola -dijo ella por fin-. Me preguntaba si habrías recibido el mensaje.

– ¿Qué pasa? ¿No puedes hablar?

– No mucho.

– Vale, entonces hablaré yo. ¿Saben que me estás ayudando?

– No, claro.

– Pero estás ahí porque el FBI se ha hecho cargo de la investigación, ¿no?

– Ajá.

– Bueno, ¿has tenido ocasión de mirar esos nombres?

– Me he pasado todo el día con eso.

– ¿Has conseguido algo? ¿Hay alguno que pinte bien?

– No, no hay nada.

McCaleb cerró los ojos y maldijo en silencio. ¿Dónde se había equivocado? ¿Cómo podía ser eso un callejón sin salida? Estaba confundido y su cabeza repasaba las posibilidades. Se preguntaba si Winston había tenido el tiempo necesario para estudiar la lista a fondo.

– ¿Hay algún sitio o momento en el que pueda hablar contigo de esto? Tengo que hacerte algunas preguntas.

– Dentro de un ratito podré. ¿Por qué no me das un número de teléfono y te llamo?

McCaleb se mantuvo en silencio mientras lo pensaba. Pero no tardó mucho. Como Winston le había dicho la noche anterior, se estaba jugando el cuello por él. Pensaba que podía fiarse de ella, le dio el número de Graciela.

– Llámame en cuanto puedas.

– Lo haré.

– Una última cosa. ¿Han ido ya al jurado de acusación?

– No, todavía no.

– ¿Cuando lo harán?

– Te veo mañana por la mañana, entonces. Adiós.

Ella colgó antes de escucharle maldecir en voz alta. A la mañana siguiente iban a pedir que se presentaran cargos contra él por asesinato. Y McCaleb estaba seguro de que obtenerlos sería una formalidad. Los jurados de acusación siempre se decantaban del lado de la fiscalía. En el caso de McCaleb, sabían que todo lo que tenían que hacer era enseñar la cinta del Sherman Market y luego presentar el pendiente encontrado en el curso del registro de su barco. Estarían organizando conferencias de prensa para la tarde: el momento ideal para las noticias de las seis.

El teléfono sonó en su mano mientras estaba allí de pie, contemplando su sombrío futuro.

– Soy Jaye.

– ¿Dónde estás?

– En un teléfono público de la cafetería del FBI.

McCaleb recordó el sitio de inmediato, en un pasillo con máquinas expendedoras, a un lado del comedor de la cafetería. Era lo suficientemente privado.

– ¿Qué pasa, Jaye?

– La cosa no va bien. Están ultimando los detalles de lo que van a presentar esta noche al ayudante del fiscal. Mañana irán al jurado de acusación. Van a pedir un cargo de asesinato por Gloria Torres y Kang. Después, se tomarán su tiempo antes de añadir el de Cordell y Kenyon.

– Vale -dijo McCaleb, que no sabía qué contestar. No tenía sentido seguir maldiciendo en voz alta.

– Mi consejo es que te entregues, Terry. Cuéntales lo que me constaste a mí y los convencerás. Estaré a tu lado, pero ahora mismo estoy atada de pies y manos. Tengo información sobre el buen samaritano que no debería tener. Si la revelo, me hundiré contigo.

– ¿Y qué hay de la lista? ¿Nada de nada?

– Mira, eso sí lo he hablado con ellos para tener tiempo de trabajarla. Esta mañana he llegado y les he dicho que si queríamos estar preparados para contrarrestar tu defensa teníamos que investigar a los otros receptores de los órganos de Gloria Torres. Yo dije que tenía una fuente que nos filtraría la lista de nombres sin tener que pedir una orden judicial, etcétera, etcétera, y les pareció fantástico. Me dieron el día. Pero no hay nada, Terry. Lo siento, pero he comprobado todos los nombres. No he conseguido nada.

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