Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– Pero eso es imposible -dijo Winston sacudiendo la cabeza-. No había disparos entonces. Es treinta segundos demasiado pronto. Gloria ni siquiera había entrado en la tienda. Probablemente estaba aparcando.

McCaleb guardó silencio. Decidió dejar que ella sacara por sí misma las conclusiones. Sabía que el impacto sería mayor si llegaba por sus propios medios al lugar al que él había llegado.

– Entonces -dijo ella-, este tipo, el buen samaritano, tuvo que haber denunciado los disparos antes de que se produjeran.

McCaleb asintió. Percibió que la intensidad de su mirada aumentaba.

– Cómo iba a hacerlo a no ser que… lo supiera. A no ser que supiera que iban a producirse los disparos. ¡Maldita sea! Él tiene que ser el asesino.

McCaleb asintió una vez más, pero en esta ocasión tenía una sonrisa de satisfacción en el rostro. Sabía que Jaye Winston se había subido a su coche. Y estaban a punto de pisar a fondo el acelerador.

36

– ¿Le has dado vueltas a todo esto? Has entendido qué pasa.

– Un poco.

– Pues cuéntamelo.

McCaleb estaba de pie en la cocina, sirviéndose un vaso de naranjada. Winston no había querido tomar nada, pero también estaba de pie. Se sentía demasiado excitada para sentarse; McCaleb conocía esa sensación.

– Espera un momento -dijo.

Se tomó el vaso de zumo de un solo trago.

– Lo siento, creo que me he equivocado con el azúcar. He comido demasiado tarde.

– ¿Estás bien?

– Sí.

Puso el vaso en el fregadero, se volvió y se recostó en la encimera.

– Muy bien, así es como lo veo. Empezamos con el señor X, que de momento supondremos que es un hombre. Esta persona necesita algo. Un nuevo órgano. Un riñón, un hígado, quizá la médula ósea. Posiblemente las córneas, pero eso sería mucho estirar. Tiene que ser algo por lo que merezca la pena matar. Algo sin lo cual moriría. O en el caso de la córnea, algo que le dejaría ciego e inhabilitado.

– ¿Qué tal un corazón?

– Eso estaría en la lista, pero, verás, el corazón lo tengo yo. Así que tacha el corazón, a no ser que estés con Nevins, Uhlig, Arrango y todos los demás que creen que yo soy el señor X, ¿de acuerdo?

– Vale, continúa.

– Este tipo, X, tiene dinero y contactos. Los suficientes para contratar a un asesino a sueldo.

– Con conexiones con el crimen organizado.

– Puede ser, pero no necesariamente.

– ¿Qué me dices de «no te olvides los cannoli »?

– No lo sé, he estado pensando en eso. Es muy llamativo para el crimen organizado real, ¿no te parece? Me hace pensar que es una maniobra de distracción, pero por ahora sólo es una conjetura.

– De acuerdo, no importa de momento. Sigue con el señor X.

– Bueno, además de ser capaz de conseguir un sicario que haga el trabajo, ha de tener acceso al ordenador de la AOSSO. Tiene que saber quién tiene el órgano que necesita. ¿Sabes qué es la AOSSO?

– Me he enterado hoy y le he dicho lo mismo sobre ti a Nevins, «¿cómo iba a tener acceso a la AOSSO Terry McCaleb?», entonces me ha contado lo nefasta que es su seguridad informática. Su teoría es que entraste en el sistema un día que estabas en el Cedars. Conseguiste una lista de donantes de sangre del grupo AB con CMV negativo y ése fue tu punto de partida.

– Vale. Ahora sigue la misma teoría, pero en lugar de ser yo es el señor X el que consigue la lista y pone a trabajar al buen samaritano.

McCaleb señaló el salón, donde la imagen del buen samaritano continuaba congelada en la pantalla del televisor. Ambos lo miraron unos segundos antes de que él continuara.

– El asesino examina la lista y, ¡quien lo iba a decir!, se encuentra con un nombre conocido. Donald Kenyon. Kenyon es un personaje famoso, sobre todo por la cantidad de enemigos que tiene. Por tanto es la opción perfecta. Todos esos enemigos (inversores y quizás incluso un gángster que acecha entre bambalinas) son un camuflaje perfecto.

– Así que el buen samaritano elige a Kenyon.

– Exacto. Lo elige y lo vigila hasta que conoce su rutina. Y su rutina es bastante sencilla porque Kenyon lleva un collar de perro que le han puesto los federales y por eso no sale de casa. Pero el buen samaritano no se desalienta. Estudia la rutina y averigua que cada mañana Kenyon se queda solo en la casa durante veinte minutos, cuando la mujer lleva a los niños a la escuela.

McCaleb, con la garganta seca de tanto hablar, rescató el vaso del fregadero y se sirvió otro vaso de naranjada.

– Así que actúa durante ese margen de veinte minutos -continuó McCaleb después de beberse otro medio vaso-. Y al entrar en la casa sabe que tiene que conseguir que Kenyon sobreviva hasta el hospital, pero no más. Tiene que conseguir los órganos para el trasplante, pero si ingresa cadáver en el hospital no le sirve. Así que entra en la casa, agarra a Kenyon y lo lleva hasta la puerta de entrada. Lo mantiene allí y espera a que la mujer vuelva de dejar a los niños en la escuela. Obliga a Kenyon a poner el ojo en la mirilla y asegurarse de que es ella. Entonces le dispara y lo deja en el suelo para que la mujer llame a una ambulancia en cuanto abra la puerta.

– Pero no llegó al hospital.

– No. El plan era bueno, pero se equivocó con la munición. Usó una Devastator en la P7. La bala equivocada para este tipo de trabajo. Es un proyectil de fragmentación, explota y básicamente destroza el cerebro de Kenyon, la muerte es casi instantánea.

Se detuvo y observó a Winston mientras ella evaluaba la historia. Entonces levantó un dedo, una señal para que esperase antes de hacer comentarios. Fue a buscar el maletín al salón y sacó una pila de documentos, ocupándose en mantener su cuerpo entre el maletín y Winston. No quería que viese la P7, que seguía allí.

En la cocina, buscó entre los documentos hasta que encontró el que buscaba.

– No estoy autorizado a tener esto, pero echa un vistazo. Es una transcripción de la escucha ilegal en la casa de Kenyon. Ésta es la parte en la que le disparan. No tienen todo lo que se dijo, pero lo que hay encaja con lo que yo te he contado.

Winston se acercó a él y leyó la sección que McCaleb había enmarcado con un bolígrafo mientras viajaba con Buddy Lockridge hacia el puerto.

Desconocido: Vamos, mira quién…

Kenyon: No… Ella no tiene nada que ver en esto. Ella…

Winston asintió con la cabeza.

– Podría haberle dicho que mirara por la mirilla -dijo Winston-. Obviamente era la esposa porque Kenyon trató de protegerla.

– Exacto, y fíjate en que la transcripción dice que se produjeron dos minutos de silencio entre este último diálogo y el disparo. ¿Qué otra cosa podía estar haciendo salvo esperar hasta que apareció para que pudiera llegar al cuerpo cuanto antes?

Winston asintió de nuevo.

– Concuerda -dijo-. Pero ¿qué me dices de la gente del FBI que estaba escuchando? ¿Crees que el asesino no tenía idea de que estaban ahí?

– No estoy seguro. No me lo parece. Creo que simplemente tuvo suerte. Pero quizá pensó que había alguna posibilidad de que el lugar estuviera pinchado. Quizá por eso soltó lo de los cannoli. Un poco de confusión, por si acaso.

McCaleb se terminó el zumo de naranja y volvió a dejar el vaso en el fregadero.

– Vale, o sea que le salió mal -dijo Winston-. Y vuelta a empezar. Otra vez a la lista de la AOSSO. Y el siguiente nombre que eligió fue el de mi víctima, James Cordell.

McCaleb asintió y dejó que siguiera ella. Sabía que cuanto más participara en ordenar el rompecabezas más dispuesta estaría a creer en todo el asunto.

– Cambia la munición, de una bala de fragmentación a una hardball para causar una herida con orificio de salida que causara un daño algo menos inmediato al cerebro.

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