Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– Bueno, las complexiones no coinciden. Este parece mexicano.

– Eso sería fácil. Un par de horas en un salón de rayos UVA bastarían para darle ese aspecto.

Banks pasó el puntero rojo por el puente de la nariz del buen samaritano.

– Fíjese en la curva de la nariz -dijo-. ¿Ve el doble salto?

– Sí.

El punto rojo pasó a la pantalla de la izquierda y encontró el mismo doble salto en la nariz de James Noone.

– Es una conjetura poco científica, pero me resultan muy parecidas -dijo Banks.

– A mí también.

– El color de los ojos es diferente, pero eso es fácil de conseguir.

– Lentes de contacto.

– Exacto. Y aquí, la mandíbula expandida del tipo de la derecha. Una aplicación dental, ya sabe como las que usan los boxeadores, o incluso montoncitos de papel tisú como el que usaba Brando en El padrino podrían darle ese aspecto.

McCaleb asintió, tomando silenciosa nota de otra posible conexión con la película de gángsteres: cannoli y luego, posiblemente, papel tisú a modo de implantes en las mejillas.

– Y el cabello siempre se puede cambiar -seguía diciendo Banks-. De hecho me parece que este tipo lleva una peluca.

Banks pasó el puntero por el pelo del buen samaritano. McCaleb se recriminó en silencio por no haberlo visto antes. El nacimiento del pelo era una línea perfecta, la prueba reveladora de una peluca.

– Veamos qué más tenemos.

Banks volvió a los diales y retrocedió la imagen. Luego usó el ratón para delinear una nueva área mejorada: las manos del buen samaritano.

– Es como con las chicas -dijo Banks-. Pueden ponerse pelucas, maquillaje, incluso hacerse las tetas. Pero no pueden hacer nada con las manos. Las manos (y algunas veces los pies) siempre delatan.

Una vez enfocadas las manos del buen samaritano, se puso a trabajar con la otra consola hasta obtener una ampliación de la mano derecha de Noone en la otra pantalla. Banks se levantó para situarse con los ojos a la altura de las pantallas y se acercó a pocos centímetros de cada monitor mientras examinaba y comparaba las manos.

– Muy bien, mire esto.

McCaleb se levantó y miró de cerca las pantallas.

– ¿Qué?

– El primer dedo tiene una pequeña cicatriz, aquí, en el nudillo. ¿Ve la decoloración?

McCaleb se acercó más a la imagen de la mano derecha del buen samaritano.

– Espere un segundo -dijo Banks. Abrió un cajón de la consola y sacó una lupa de fotógrafo, de las que se utilizan para examinar y ampliar negativos en una mesa de luz-. Pruebe con esto.

McCaleb puso la lupa sobre el nudillo en cuestión y miró a través de la lente. Distinguió un remolino de tejido cicatrizado en el nudillo. Aunque el conjunto de la imagen estaba distorsionado y borroso, identificó la cicatriz como casi en la forma de un signo de interrogación.

– Muy bien -dijo-. Veamos la otra.

Dio un paso hacia la izquierda y usó la lupa para localizar el mismo nudillo en la mano derecha de Noone. La posición y el ángulo de la mano eran distintos, pero la cicatriz estaba allí. McCaleb se mantuvo tranquilo y examinó la imagen hasta asegurarse. Entonces cerró los ojos un momento. Estaba claro: el hombre que aparecía en las dos pantallas era el mismo.

– ¿Está ahí? -preguntó Banks.

McCaleb le pasó la lupa.

– Está ahí. ¿Podría obtener copias impresas de las dos pantallas?

Banks estaba mirando la segunda pantalla.

– Aquí está, sí señor -dijo-. Y sí puedo imprimirlo. Déjeme que ponga las imágenes en un disco y las llevaré al laboratorio. Tardaré unos minutos.

– Gracias.

– Espero que le ayude.

– Mucho más de lo que cree.

– ¿Qué es lo que hace el tipo de todos modos? ¿Se disfraza de mexicano y hace buenas acciones?

– No exactamente. Algún día se lo explicaré todo.

Banks lo dejó estar y se puso a trabajar con la consola, transfiriendo las imágenes a un disco de ordenador. Retrocedió las cintas y copió también las imágenes de las cabezas.

– Vuelvo en unos minutos -dijo mientras se levantaba-. A no ser que se tenga que calentar la máquina.

– Oiga, ¿hay un teléfono por aquí que pueda usar mientras le espero?

– En el cajón de la izquierda. Pulse el nueve primero.

McCaleb llamó al número de la casa de Winston y se puso el contestador. Al oír su voz vaciló antes de dejar el mensaje, consciente de las consecuencias que podría tener para Winston que se probase alguna vez que había colaborado con el sospechoso de una investigación de asesinato. Una cinta con su voz podría hacerlo. Pero decidió que el descubrimiento que acababa de hacer en la última hora justificaba el riesgo. No quería llamar a Winston al busca, porque no quería esperar a que ella lo llamara. Tenía que moverse. Urdió un rápido plan y dejó un mensaje después de un bip.

– Jaye, soy yo. Te lo explicaré todo cuando nos veamos, pero confía en mí de momento. Sé quién es el asesino. Es Noone, Jaye, James Noone. Voy a su casa ahora, la dirección está en el expediente. Reúnete conmigo allí si puedes. Te lo entregaré a ti.

Colgó y llamó al busca. Entonces marcó el teléfono de la casa de ella y colgó. Con un poco de suerte, pensó, Winston pronto escucharía el mensaje y se dirigiría a la casa de Noone para ayudarle.

McCaleb se puso el maletín en el regazo y abrió la cremallera del bolsillo central. Las dos pistolas estaban allí, su propia Sig-Sauer P-228 y la HK P7 que James Noone había dejado bajo su barco. McCaleb sacó su propia arma. Comprobó el mecanismo y se embutió la pistola en la cintura del pantalón, en los riñones. Se cubrió con la chaqueta.

40

Cuando fue interrogado en la noche del asesinato de James Cordell, James Noone había proporcionado a los agentes una misma dirección para su domicilio y lugar de trabajo. Hasta que McCaleb llegó allí, la dirección en Atoll Avenue, en North Hollywood, era inclasificable como apartamento u oficina. Esa zona del valle de San Fernando era una mezcla de área residencial, comercial e incluso industrial.

McCaleb avanzó despacio hacia el norte por la 101, de nuevo hacia el paso de Cahuenga, y finalmente ganó algo de velocidad al tomar la 134 en dirección norte. Salió en Victory y condujo hacia el oeste hasta que encontró Atoll Avenue. El barrio era decididamente industrial. Olió una panificadora y pasó un patio vallado donde se apilaban losas de granito irregular que apuntaban hacia el cielo. Había almacenes sin nombres, un mayorista de productos químicos para piscinas y un centro de reciclaje de residuos industriales. Justo donde Atoll terminaba en un ramal de ferrocarril en el que las malas hierbas crecían entre los raíles, McCaleb apagó el motor del Taurus junto a un sendero de entrada bordeado a ambos lados por una larga fila de pequeños almacenes con una sola puerta de garaje. Cada unidad era un pequeño negocio distinto o un local de depósito. Algunos ostentaban el nombre de la empresa pintado sobre puertas correderas de aluminio, otros carecían de identificación, porque o bien estaban por alquilar o eran utilizados anónimamente para almacenaje. McCaleb detuvo el vehículo en frente de una puerta oxidada en la que constaba la dirección que James Noone había proporcionado a los agentes tres meses antes. No había más marcas en la puerta que la dirección. McCaleb apagó el motor y salió.

Era una noche negra, sin luna ni estrellas. La hilera de almacenes estaba a oscuras, salvo por un único foco a la entrada de la calle. McCaleb miró en torno a sí. Oyó el sonido lejano de la música (cantaba Jimi Hendrix: Let me stand next to your fire ). Y seis almacenes calle abajo la puerta de uno de los garajes había sido bajada desigualmente hasta quedar atascada. El hueco, de casi un metro, ofrecía una vista del interior del almacén, como una sonrisa torcida, más negra que el cielo.

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