Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– Arrango, el hecho es que lo tomó como un caso cotidiano de atraco con el añadido de unos disparos, ni más ni menos. Se le pasó, así que Noone lo puso todo en marcha.

– ¿Cómo? -preguntaron Uhlig y Nevins al unísono.

– Mi implicación fue consecuencia del artículo en el Times. El artículo surgió a raíz de la carta de un lector. No sé quién firmó la carta, pero apuesto a que era Noone.

Se detuvo en espera de algún desacuerdo, pero no lo hubo.

– La carta pone en marcha el artículo. El artículo pone en marcha a Graciela Rivers. Graciela Rivers me pone en marcha a mí. Como las fichas de un dominó.

De repente se le ocurrió algo. Recordó el hombre en el viejo coche de importación mirando desde el otro lado de la calle la primera vez que había visitado el Sherman Market. Cayó en la cuenta de que el coche coincidía con el que había visto huir del aparcamiento del puerto deportivo la noche que persiguió al intruso.

– Creo que Noone estuvo vigilando desde el principio -dijo-. Viendo como se desenvolvía su plan. Sabía cuándo era el momento de entrar en mi barco y plantar las pruebas. Sabía cuándo llamaros. -Miró a Nevins, cuyos ojos se apartaron para mirar por el parabrisas-. ¿Recibisteis una llamada anónima? ¿Qué dijeron?

– En realidad fue un mensaje anónimo. Lo apuntó la persona del turno de noche. Sólo decía: «Comprobad la sangre. McCaleb tiene su sangre.» Eso era todo.

– Eso cuadra. Era él. Otro movimiento más de su partida.

Permanecieron unos segundos en silencio. Las ventanas estaban empezando a empañarse con la calefacción y la respiración.

– Bueno, no sé cuánto de todo esto conseguiremos confirmar -dijo Nevins-. Ciertamente son muchos quizá.

McCaleb asintió. Dudaba de que toda su teoría pudiera confirmarse, porque dudaba de que consiguieran identificar y encontrar a Noone algún día.

– Bueno -continuó Nevins-, supongo que seguiremos en contacto.

Abrió la puerta y los demás hicieron lo mismo. Antes de salir, Uhlig se estiró sobre el asiento y tocó el hombro de McCaleb con una armónica.

– Estaba en el suelo -dijo.

Cuando Arrango bajó del coche, McCaleb bajó la ventanilla y lo miró.

– Sabe, podría haberlo pillado. Estaba todo en el expediente. Le estaba esperando.

– Jódase, McCaleb.

Se alejó siguiendo a los dos agentes de nuevo hacia el garaje de Noone. McCaleb esbozó una leve sonrisa. Tenía que admitir que a pesar de todo, aún no estaba por encima del culposo placer de meterse con Arrango.

McCaleb se quedó unos minutos sentado en el coche antes de arrancar. Era tarde, más de las diez, y se preguntaba adónde ir. Todavía no había hablado con Graciela y contemplaba la tarea con una mezcla de pavor y alivio, esto último por el convencimiento de que de un modo u otro su relación no tardaría en definirse. El problema que tenía era que no estaba seguro de darle las noticias de noche. Sería mejor hacerlo a la inquebrantable luz del día.

Puso la mano en el contacto y echó un último vistazo al iluminado garaje donde su vida había cambiado de forma tan brutal. Advirtió que la luz que salía del garaje y se proyectaba en el camino temblaba. Supuso que el fluorescente del techo había sido golpeado de algún modo y parpadeaba. En ese momento se le ocurrió algo y quitó la mano del contacto.

Salió del Taurus y sin dudarlo pasó por debajo de la cinta amarilla. El oficial uniformado a cargo de la entrada no dijo nada. Probablemente había inferido -erróneamente- que McCaleb era un detective, ya que había visto a tres de los detectives al mando sentados con él en el coche.

Caminó hasta la periferia de la luz y esperó hasta que localizó a Jaye Winston. Ella estaba de pie con un sujetapapeles, escribiendo las descripciones de los contenidos del almacén. Todo estaba siendo etiquetado e incautado.

Cuando Winston se apartó de uno de los técnicos miró a la oscuridad y McCaleb captó su atención con una señal de la mano. Ella salió del garaje y se le acercó. Tenía una sonrisa cauta en el rostro.

– Creía que estabas libre. ¿Por qué no te has ido?

– Ya me voy. Sólo quería darte las gracias por todo. ¿Estáis consiguiendo algo aquí?

Ella frunció el ceño y negó con la cabeza.

– Tenías razón. El lugar está limpio. Los chicos de huellas no han encontrado ni una mancha. Hay huellas en el ordenador, pero supongo que son tuyas. No sé cómo vamos a seguirle la pista a este tipo. Es como si no hubiera estado nunca aquí.

Él le pidió que se acercara más cuando vio que Arrango salía del garaje y se llevaba un cigarrillo a la boca.

– Creo que cometió un error -dijo McCaleb con calma-. Manda a tu mejor hombre de huellas al Star Center y que examine los fluorescentes del techo de la sala de interrogatorios. Cuando estaba preparando la sesión de hipnosis, quité algunos tubos y se los pasé a Noone. Tuvo que agarrarlos para no delatarse. Podría haber huellas.

La cara de ella se iluminó y sonrió.

– Está en el vídeo de la sesión -dijo McCaleb-. Puedes decirles que lo descubriste tú.

– Gracias, Terry.

Ella le dio una palmadita en el hombro. Él asintió y empezó a caminar hacia el coche. Ella lo llamó y McCaleb se volvió.

– ¿Estás bien?

Él asintió.

– No sé adónde vas, pero buena suerte.

Él le saludó y se volvió hacia su destino.

42

Parecía que todas las luces de la casa de Graciela estaban encendidas y esta vez McCaleb no se entretuvo en el coche. Sabía que no había más tiempo para sopesar las opciones. Tenía que enfrentarse a ella y contarle la verdad: contarle todo y aceptar las consecuencias.

Una vez más, ella le abrió la puerta antes de que él llegara. Esta mujer que se preocupa tanto, que me espera mirando a la calle, pensó mientras se acercaba a la puerta. Y ahora debo partirle el corazón.

– Terry, ¿dónde te habías metido? He estado muy preocupada.

Ella corrió a abrazarlo desde la puerta. Sintió que su voluntad se debilitaba, pero sin llegar a quebrarse. McCaleb la separó, la puso a su lado y la condujo de nuevo hacia la casa, con un brazo por encima del hombro de ella, sosteniéndola cerca, quizá por última vez.

– Entremos -dijo-. Tengo que explicarte algo.

– ¿Estás bien?

– Por ahora.

Fueron a la sala de estar y él se sentó junto a Graciela en el sofá modular. Sostenía las dos manos de ella en las suyas.

– ¿Raymond está acostado?

– Sí. ¿Qué pasa, Terry? ¿Qué ha sucedido?

– Se acabó. Todavía no lo han detenido, pero saben quién es. Esperemos que lo detengan pronto. Yo estoy libre de sospechas.

– Cuéntame.

McCaleb le apretó las manos. Se dio cuenta de que las suyas estaban sudorosas y la soltó. Fue como si acabara de liberar un pájaro caído que hubiera cuidado hasta sanar. Sintió que nunca volvería a tener las manos de ella entre las suyas.

– Recuerdas esa noche que hablamos de fe y de lo difícil que a mí me resultaba tenerla.

Ella asintió.

– Antes de explicártelo todo, quiero que sepas que en los últimos días (en realidad en el tiempo que hace que te conozco) he sentido que recuperaba algo que estaba dentro de mí. Es una clase de fe. Quizá la creencia en algo. No lo sé. Pero sé que era un comienzo, el inicio de algo bueno…

– ¿Era?

McCaleb desvió la mirada un momento para tratar de encontrar las palabras adecuadas. Era duro. Sabía que sólo disponía de esa oportunidad.

Volvió a mirarla.

– Pero era un cambio tan nuevo y tan frágil. Y no sé si durará después de lo que tengo que decirte. Quiero que lo decidas tú. No he rezado por nada en mucho tiempo, pero rezaré por verte a ti y a Raymond otra vez en mi muelle. O por que levante el teléfono y escuche tu voz. Voy a dejar que seas tú quien decida.

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