Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– Le debía la llamada. Ella me ayudó al principio. Le dejé un mensaje en el buzón de voz esta mañana. Pensé que tenía que darle una ventaja. Lo siento.

– No, está bien. Me gusta. Tenía que hablar con ella de todos modos. Nevins me contó lo que dijiste anoche, de que probablemente fue nuestro hombre el que mandó la carta que generó el artículo del Times sobre ti.

– Sí. ¿Guarda la carta?

– No. Sólo recuerda que estaba firmada por un tal Bob. Probablemente era él. Lo tenía todo tan controlado.

McCaleb de repente pensó en algo. Graciela le había dicho que no había visto el artículo del Times hasta que un hombre que aseguraba haber trabajado con Glory llamó para hablarle del artículo. Ella fue a leerlo a la biblioteca. McCaleb se dio cuenta de que quien llamó podría haber sido Crimmins poniéndolo todo en marcha.

– ¿Qué pasa? -preguntó Winston.

– Nada, sólo estaba pensando.

Decidió no contarle de momento a Winston su corazonada. La comprobaría por sí mismo. Eso le daría una razón para romper su promesa de no llamar a Graciela. Podía convertirlo en una llamada oficial.

– Entonces -dijo Winston-, ¿dónde crees que está?

– ¿Crimmins? -Vaciló-. ¿Quién sabe?

Winston se fijó en su cara un momento.

– Pensé que podrías tener alguna idea.

Él apartó la mirada y clavó la vista en el escritorio.

– Bueno -dijo ella, dejándolo estar-, tendrá que aparecer en alguna parte.

– Eso espero.

Mantuvieron silencio. Habían terminado, salvo por la formalidad que suponía la declaración que tenían que grabar.

– No es asunto mío -dijo Winston-, pero ¿cómo vas a sobrellevar esto?

– Estoy trabajando en ello.

– Bueno, si necesitas hablar con alguien…

Él hizo un gesto de asentimiento para darle las gracias.

– De acuerdo, entonces ¿vamos a acabar con esto?

Al cabo de una hora, McCaleb estaba solo en la sala de interrogatorios. Le había contado la historia a Winston y ella había salido con la cinta para encargar que la transcribieran. Le había dado permiso para usar el teléfono de la mesa y le había dicho que dispusiera de la sala durante todo el tiempo que le hiciera falta.

Él compuso sus pensamientos durante unos momentos y luego marcó el número de la sala de enfermeras de urgencias del Holy Cross.

Preguntó por Graciela, pero la mujer que contestó le dijo que no estaba.

– ¿Tiene un rato libre?

– No, no está aquí hoy.

– Vale, gracias.

McCaleb colgó. Supuso que había llamado para decir que estaba enferma. No podía culparla. No con las noticias que le había dado la noche anterior. Marcó el teléfono de su casa, pero al cabo de cinco timbrazos se puso el contestador. Después del bip, tartamudeó para dejar el mensaje.

– Eh, Graciela, soy yo, Terry, ¿estás ahí? -Esperó un momento y continuó-: Eh, yo sólo quería… Me dijeron que no estabas en el trabajo y, eh, yo quería saludarte y hay un par de preguntas que quería hacerte… cabos sueltos…, pero podría ayudarme a…, bueno, me tengo que ir y, probablemente, te llame más tarde. Eh, seguramente estaré en la carretera, así que no te molestes en devolver la llamada.

Lamentó no poder borrar el mensaje y empezar de nuevo. Se maldijo a sí mismo y colgó, luego se preguntó si su palabrota se habría grabado. Sacudió la cabeza, se levantó y salió de la sala.

44

Le llevó dos días encontrar el lugar que había dibujado Daniel Crimmins, en el papel de James Noone, durante la sesión de hipnosis. McCaleb empezó en Rosarita Beach y avanzó hacia el sur. Lo encontró entre La Fonda y Ensenada en un remoto tramo de la costa. Playa Grande era un pueblecito en una roca con dos gradas con vistas al mar. El pueblo consistía básicamente en un motel con seis pequeños bungalós separados, una tienda de cerámica, un pequeño restaurante, un mercado y una gasolinera. También había un establo donde alquilaban caballos para bajar a la playa. El núcleo urbano, si es que podía llamársele así, estaba al borde de un acantilado que se asomaba a la playa. Encima se alzaba un risco escalonado con algunas casitas dispersas y caravanas.

Lo que hizo que McCaleb se detuviera fue el establo: recordó la descripción de Crimmins de caballos en la playa. Bajó del Cherokee y descendió por el empinado sendero de afloramientos rocosos hasta una playa ancha y blanca, un enclave privado de casi dos kilómetros de largo y cerrado en ambos extremos por enormes rocas dentadas que se adentraban en el mar. Cerca del extremo sur, McCaleb divisó el saliente que Crimmins había descrito durante la sesión de hipnosis. McCaleb sabía que la mejor y más convincente manera de mentir era decir el máximo posible de verdad. Por eso él había tomado la descripción del lugar del mundo en el que se sentía más relajado como una descripción auténtica de un sitio que conocía. McCaleb había encontrado ese sitio.

Había llegado a Playa Grande a fuerza de deducción y mucho caminar. La descripción que Crimmins había ofrecido durante la sesión de hipnosis, obviamente, correspondía a la costa del Pacífico. Había afirmado que le gustaba bajar allí, y como McCaleb sabía que al sur de Los Ángeles no había ninguna playa californiana tan remota y con caballos, su destino era México. Y puesto que Crimmins había dicho que iba en coche, eso eliminaba Cabo y los otros puntos alejados de la península de Baja California. A McCaleb le llevó dos días recorrer el tramo de costa que quedaba, deteniéndose en cada pueblo y cada vez que veía un acantilado.

Crimmins tenía razón: era un lugar verdaderamente hermoso y apacible. La arena parecía azúcar y el embate del mar durante un millón de años había cavado un buen hueco en el risco, creando el saliente que semejaba una ola de roca a punto de romper sobre la playa.

McCaleb no vio a nadie en la playa, ni hacia un lado ni hacia el otro. Era día laborable y supuso que ese trecho de arena era muy poco popular salvo en los fines de semana. Por eso le había gustado a Crimmins.

En la playa había tres caballos. Daban vueltas en torno a un comedero vacío mientras esperaban clientes. No había ninguna necesidad de mantenerlos atados. La playa estaba completamente encajonada entre el mar y las rocas. La única vía de huida era el empinado sendero que conducía de regreso al establo.

McCaleb llevaba una gorra de béisbol y gafas oscuras para protegerse del sol de mediodía. Vestía pantalones largos y una gabardina. Embelesado por la belleza del lugar, se quedó en la playa hasta mucho después de determinar que Daniel Crimmins no estaba allí. Al cabo de un rato, un adolescente con pantalones cortos y un chaleco de algodón bajó por el sendero y se le acercó.

– ¿Quiere dar un paseo a caballo?

– No, gracias -contestó McCaleb en castellano.

Del bolsillo de su chaqueta, McCaleb sacó las fotos dobladas que Tony Banks había obtenido de las cintas de vídeo. Se las mostró al chico.

– ¿Lo has visto? Busco a este hombre.

– El chico miró las fotos y no hizo ninguna señal de haberlo entendido. Finalmente, sacudió la cabeza.

– No, no lo he visto.

El chico le dio la espalda y volvió a subir por el sendero. McCaleb se guardó las fotos en la americana y al cabo de unos minutos él también subió el empinado camino. Se detuvo dos veces, pero de todos modos el ascenso lo dejó exhausto.

McCaleb comió enchiladas de langosta en el restaurante por el equivalente a cinco dólares. Mostró las fotos varias veces más, pero sin resultado. Después de comer, caminó hasta la gasolinera y utilizó un teléfono público para comprobar los mensajes del contestador de su barco. No había ninguno. Entonces llamó a Graciela, por cuarta vez desde que saliera de Los Ángeles, y de nuevo saltó el contestador. Esta vez no dejó mensaje. Si no hacía caso de sus llamadas probablemente era porque no quería volver a hablar con él.

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