Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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McCaleb se registró con nombre falso en el motel Playa Grande y pagó en efectivo. También mostró las fotos al hombre que había tras el mostrador de recepción y obtuvo otra respuesta negativa.

Su bungaló ofrecía una vista parcial de la playa y un amplio panorama del Pacífico. Miró, pero sólo vio caballos. Se quitó la gabardina y decidió echar una siesta. Había pasado dos días duros conduciendo por malas carreteras, caminando por la arena y subiendo empinados senderos.

Antes de acostarse, abrió el talego sobre la cama, puso el cepillo de dientes y el dentífrico en el cuarto de baño y luego ordenó los viales de plástico que contenían sus medicinas y la caja de termómetros de un solo uso en la mesilla de noche. Sacó la Sig-Sauer de la bolsa y la dejó también sobre la mesa. Siempre constituía un riesgo marginal pasar armas al país vecino. Pero en la frontera, como esperaba, los aburridos federales mexicanos se limitaron a hacerle una señal con la mano para que pasase.

Cuando se tumbó para dormir con la cabeza entre dos almohadas con olor a humedad decidió que volvería a intentarlo en la playa al anochecer. Crimmins había descrito la puesta de sol durante la sesión de hipnosis. Quizás entonces estaría en la playa. Si no, McCaleb empezaría a buscarlo en el disperso barrio que quedaba encima del pueblo. McCaleb confiaba encontrarlo. No le cabía la menor duda de que había llegado al lugar que Crimmins había descrito.

Soñó en colores por primera vez en meses. Montaba un caballo desbocado, un enorme Appaloosa del color de la arena húmeda que avanzaba por la playa. Lo perseguían pero su inestable montura le impedía volverse para ver quién iba detrás. Sólo sabía que no podía detenerse, que si lo hacía corría peligro. En su galopar, el animal levantaba grandes terrones de arena con los cascos.

La rítmica cadencia del galope fue reemplazada por el latido de su propio corazón. McCaleb se despertó y trató de calmarse. Al cabo de un momento decidió tomarse la temperatura.

Cuando se incorporó y puso los pies en la alfombra, sus ojos comprobaron la mesilla, formaba parte de un hábito adquirido. Buscaba el reloj que estaba en la mesilla de su cama, en el barco. Pero no había reloj allí. Apartó la mirada y entonces sus ojos volvieron a fijarse en la mesa y se dio cuenta de que la pistola había desaparecido.

McCaleb se levantó con rapidez y miró por la habitación, con una inquietante sensación de extrañeza. Sabía que había puesto la pistola en la mesa antes de dormirse. Alguien había estado en la habitación mientras dormía. Crimmins, sin duda. Crimmins había entrado en la habitación.

A toda prisa revisó la gabardina y el talego y no echó en falta nada más. Examinó de nuevo la habitación y sus ojos repararon en una caña de pescar que habían dejado en una esquina, junto a la puerta. Fue a agarrarla. Era el mismo modelo de caña y carrete que había comprado para Raymond. Al darle la vuelta para estudiarla con más atención vio que habían grabado las iniciales RT en el mango de corcho. Raymond había marcado su caña. O alguien lo había hecho por él. En cualquier caso el mensaje estaba claro: Crimmins tenía a Raymond.

McCaleb se había espabilado de golpe y sentía en el pecho un dolor causado por el pánico. Cerró los puños en las mangas de la gabardina mientras se la ponía y salió del bungaló después de examinar la puerta y no hallar señal de que la cerradura hubiera sido forzada. Fue rápidamente a la oficina del motel; la campana sonó con estrépito en el momento de abrir. El hombre que le había cobrado se levantó de la silla con una sonrisa forzada en el rostro. Iba a decir algo cuando McCaleb, en un decidido movimiento, se inclinó sobre el mostrador y agarró al hombre por la camisa. Lo atrajo hacia sí hasta que su cuerpo estuvo contra el mostrador y el borde de fórmica se clavó en su voluminosa tripa. McCaleb se agachó hasta que estuvo a la altura de la cara del hombre.

– ¿Dónde está?

– ¿Qué?

– El hombre al que le dio la llave de mi habitación. ¿Dónde está?

– No hablo…

McCaleb apretó con más fuerza al hombre contra el mostrador y le puso el antebrazo en el cuello. Sentía que sus fuerzas le abandonaban, pero seguía apretando.

– ¿No me venga con que no habla mi idioma? ¿Dónde está?

El hombre gimió y farfulló una respuesta:

– No lo sé. Por favor, no sé dónde está.

– ¿Estaba solo cuando llegó aquí?

– Sí, solo.

– ¿Dónde vive?

– No lo sé. Por favor. Me dijo que era su hermano y quería sorprenderle. Yo le di la llave.

McCaleb lo soltó y lo empujó con tanta fuerza que el hombre se cayó hacia atrás hasta la silla. Levantó las manos implorante y McCaleb se dio cuenta de que lo había asustado de verdad.

– Por favor.

– ¿Por favor qué?

– Por favor, no quiero problemas.

– Es demasiado tarde. ¿Cómo sabía que yo estaba aquí?

– Yo lo llamé. Me pagó. Vino ayer y me dijo que usted vendría. Me dio el número de teléfono. Me pagó.

– ¿Y cómo supo que era yo?

– Me dio una foto.

– Muy bien, démela. El número y la foto.

Sin dudarlo, el hombre fue a abrir el cajón que tenía delante, pero McCaleb le agarró la muñeca con rapidez y lo apartó sin contemplaciones. Abrió el cajón él mismo y fijó la mirada en la fotografía que había encima de un montón de papeles. Era una foto de McCaleb caminando por el espigón, cerca del puerto, con Graciela y Raymond. McCaleb sintió que se ponía colorado al tiempo que la ira enviaba sangre caliente a los músculos tensos de su mandíbula. Sostuvo la foto y la estudió. Había un número de teléfono escrito en la parte de atrás.

– Por favor -dijo el hombre del motel-. Le daré el dinero. Cien dólares. No quiero problemas.

El hombre estaba rebuscando en el bolsillo de su camisa.

– No -dijo McCaleb-, quédeselos. Se los ha ganado.

Abrió la puerta de un golpe; el cordel del que colgaba el timbre se rompió y éste rebotó en la esquina del despacho.

McCaleb atravesó el aparcamiento de gravilla y fue hasta el teléfono de la gasolinera. Marcó el número escrito detrás de la foto y escuchó una serie de clics en la línea mientras la llamada era transferida a al menos dos circuitos de desvío. McCaleb se maldijo a sí mismo. El número no iba a servirle para conseguir una dirección, ni aunque obtuviera el apoyo de alguna autoridad local.

Finalmente, la llamada entró en el último circuito y empezó a sonar. McCaleb contuvo la respiración y aguardó, pero no contestó nadie ni saltó ningún contestador. Después de doce timbrazos colgó de golpe el teléfono, pero el auricular rebotó en el gancho y empezó a balancearse erráticamente al extremo del cable. McCaleb se quedó paralizado por la ira y la impotencia, con el ligero sonido del teléfono que seguía sonando desde abajo.

Tardó un buen rato en darse cuenta de que estaba mirando a través de la cabina telefónica al aparcamiento del motel. Al lado de su Cherokee había un polvoriento Caprice blanco con matrícula de California.

Rápidamente, salió de la cabina, cruzó el aparcamiento hasta el sendero y descendió a la playa. El sendero se abría paso entre afloramientos rocosos y no ofrecía vista de la playa. McCaleb no vio la arena hasta que llegó abajo e hizo el último giro a la izquierda.

Caminó directo hacia la orilla, mirando en ambos sentidos, pero la playa estaba vacía. Incluso los caballos habían sido devueltos al establo. Sus ojos por fin se fijaron en la zona en penumbra que había bajo el saliente rocoso. Se dirigió hacia allí.

Bajo el saliente, el sonido de las olas se amplificaba con tal magnitud que parecía el rugido de un estadio. El hecho de haberse desplazado desde la luz brillante de la playa abierta hasta las oscuras sombras cegó temporalmente a McCaleb. Se detuvo, cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. Cuando recuperaba el foco, vio la silueta de la roca dentada que le rodeaba. Entonces, Crimmins salió de lo más profundo del enclave. Empuñaba la Sig-Sauer en su mano derecha, con el cañón apuntado hacia McCaleb.

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