Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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No había muchas fincas conectadas con el exterior mediante teléfono o radio. McCaleb supuso que la gente que había elegido vivir en un paraje tan remoto lo había hecho porque no quería ese tipo de conexión. Eran extranjeros y ermitaños, gente deseosa de cortar amarras con el resto del mundo. Crimmins había elegido ese lugar por otra razón.

Dos veces salió gente de sus casas para preguntarle a McCaleb qué quería. Él les mostró las fotos y obtuvo respuestas negativas. Se disculpó por la intrusión y siguió su camino.

Cuando el sol estaba próximo al horizonte, empezó a desesperarse. Sabía que sin la luz del día su búsqueda sería insostenible. Tendría que detenerse en cada casa o aguardar a la mañana siguiente. Eso implicaba que, en alguna parte, Graciela y Raymond tendrían que pasar la noche solos, sin comida ni luz, probablemente sin calefacción, asustados, atados o cautivos de algún modo.

Aceleró su marcha y recorrió a toda prisa un parque de caravanas, deteniéndose sólo una vez para mostrar las fotos a una anciana sentada enfrente del avancé de una caravana decrépita. Ella negó con la cabeza al ver las fotos y McCaleb continuó su camino.

Finalmente, cuando el sol ya se había puesto pero el cielo aún mantenía la última luz del día, pasó un camino de caliza conchífera que remontaba un pequeño risco para luego perderse de vista. Había una verja que lo cerraba y un cartel prohibía el paso en inglés y en castellano. McCaleb examinó la verja unos instantes y advirtió que sólo estaba amarrada con un pequeño trozo de alambre en el cierre. Salió, quitó el alambre y empujó la verja.

Una vez en lo alto de la subida, McCaleb vio que el camino conducía a una caravana situada en otra pendiente. El nerviosismo de la anticipación palpitó en su pecho cuando divisó una pequeña antena parabólica sobre el tejado plano. Al acercarse, vio que no había ningún vehículo aparcado bajo la cochera de aluminio. También descubrió un pequeño cobertizo en la parte de atrás de la propiedad, junto a una vieja valla. En lo alto de varios de los palos que formaban la cerca había botellas y tarros, como si estuvieran dispuestos para la práctica del tiro.

El sonido de los neumáticos del Cherokee sobre la caliza conchífera eliminaba cualquier posibilidad de una aproximación silenciosa. También robó a McCaleb la oportunidad de escuchar hasta que detuvo el coche.

Aparcó en la cochera, apagó el contacto y se sentó en silencio a escuchar. Al cabo de un par de segundos lo oyó. El lateral de aluminio ahogaba el sonido, pero oyó un teléfono en el interior de la caravana. McCaleb contuvo la respiración y escuchó hasta que estuvo seguro. Expulsó el aire y sintió que el pulso se le aceleraba: los había encontrado.

Salió y se acercó a la puerta de la caravana; el teléfono había sonado al menos diez veces desde que había detenido el coche. Sabía que seguiría sonando hasta que entrara y contestase o hasta que alguien se aventurase a la cabina de la gasolinera y colgara el auricular.

La puerta estaba cerrada. Probó varias de las llaves que había sacado del pantalón de Crimmins hasta que logró abrir. Entró en la tranquila y cálida caravana y miró en torno a lo que parecía una pequeña sala de estar. Las sombras se habían corrido y estaba oscuro salvo por el brillo de la pantalla de un ordenador, que descansaba sobre una mesa contra la pared de la derecha. McCaleb encontró un interruptor en la pared que quedaba a la izquierda de la puerta. Lo encendió y la sala quedó iluminada.

Se parecía al garaje que había descubierto en Los Ángeles, lleno de ordenadores y otros equipos. Había una pequeña área destinada al descanso. Nada de eso tenía significado para McCaleb. Ya no le importaba. Había venido por sólo dos razones.

Subió a la caravana y llamó.

– ¿Graciela? ¿Raymond?

No oyó ninguna respuesta. Pensó en lo que Crimmins había dicho de que estaban en un agujero negro. Se volvió y miró por la puerta, sus ojos examinaron el desolado paisaje. Vio el cobertizo prefabricado y se encaminó hacia allí.

Con el pulpejo de la mano golpeó en la puerta cerrada con candado; el sonido reverberó en el interior, pero no obtuvo respuesta. Buscó a tientas hasta que sacó de nuevo las llaves y rápidamente puso la llavecita con el logo de Master Lock en el candado. Finalmente, logró abrir la puerta y se adentró en la oscuridad. El cobertizo estaba vacío y McCaleb sintió que algo se desgarraba en su interior.

Se volvió y se apoyó en la puerta, con la mirada baja. En su mente vio la imagen de Graciela y Raymond, abrazados en alguna parte, en la más completa oscuridad.

Fue entonces cuando lo vio. En el camino de caliza conchífera había una clara depresión que cruzaba las dos huellas de neumáticos de vehículo. Había una huella en el camino que conducía hasta la cresta. A McCaleb le daba la sensación de que no quedaba nada más hacia allí, sin embargo, alguien había caminado las veces necesarias para dejar una huella.

Sus largas zancadas se convirtieron en una decidida carrera mientras seguía la dirección de las huellas. Llegó a la cima y, en el descenso, vio los fundamentos de una estructura que no se había llegado a construir. Aminoró el paso hasta caminar de nuevo, preguntándose qué había encontrado mientras se aproximaba. Barras de hierro oxidado y tuberías sobresalían del hormigón. También vio tirados un viejo pico y una pala. Había un peldaño hasta el bloque de hormigón en el lugar reservado para una puerta, pero donde obviamente nunca se colocó. McCaleb subió y miró en torno a sí. No había ninguna puerta que condujera a un sótano, nada de lo que vio coincidía con las palabras de Crimmins.

Pegó una patada a una de las cañerías de cobre y miró hacia abajo por la tubería principal de diez centímetros de ancho, sobre la cual debería haberse instalado un lavabo.

Se volvió y sus ojos examinaron el bloque de hormigón. Al darse cuenta de que el escalón era la parte anterior de la estructura, se concentró en el suelo de atrás, buscando el lugar al que conducían las cañerías: una fosa séptica. Sus ojos inmediatamente localizaron una zona de polvo y roca que había sido recientemente removida. Agarró la pala y corrió.

Le llevó cinco minutos quitar el polvo y las rocas de la parte superior del tanque. Sabía que tenían aire; las cañerías que subían al hormigón se lo proporcionaban. No obstante, McCaleb trabajó como si se estuvieran ahogando debajo de él. Cuando finalmente abrió la tapa del tanque, del tamaño de la tapa de una alcantarilla, la luz agonizante del cielo se coló e iluminó sus caras. Estaban asustados, pero vivos. Mientras bajaba hacia ellos, McCaleb sintió que le quitaban un gran peso de encima.

Los ayudó a salir de la oscuridad, los ojos de ellos se entrecerraron a pesar de la débil luz del anochecer. Entonces los agarró con tanta fuerza que temió hacerles daño. Graciela, estaba llorando, su cuerpo temblaba junto al de él.

– Ya pasó -dijo-. Se ha terminado.

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos.

– Se ha terminado -repitió McCaleb-. No volverá a hacer daño a nadie nunca más.

46

La sentina era un agujero claustrofóbico lleno de los mareantes vapores del gasóleo. McCaleb llevaba una vieja camiseta enrollada en la cara, como un bandido, y aun así los humos llenaban sus pulmones. Había apretado tres de los nueve tornillos que sujetaban el filtro de combustible que tenía que cambiar. Estaba peleándose con el cuarto, torciendo el cuello en un vano intento de evitar que el sudor se introdujera en sus ojos, cuando oyó una voz de mujer.

– Hola, ¿hay alguien?

McCaleb dejó lo que estaba haciendo y se quitó la camiseta de la cara. Se arrastró hasta la escotilla abierta y salió. Jaye Winston estaba de pie en el muelle, esperándole.

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