Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– No, nada.

McCaleb miró a Winston y negó con la cabeza.

– ¿Algo más?

Winston negó con la cabeza.

– ¿Quieres que llamemos a la dibujante?

Ella volvió a negar con la cabeza.

– ¿Estás segura?

Ella negó una vez más con la cabeza. McCaleb volvió a centrar su atención en Noone, aunque no pudo evitar pensar que todo había sido una apuesta sin premio alguno.

– James, durante los próximos días quiero que piense en lo que vio la noche del 22 de enero, y si surge algo, si recuerda algún otro detalle, quiero que llame a la detective Winston, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Bueno, ahora voy a contar hacia atrás desde cinco y mientras lo hago, va a sentir que su cuerpo se rejuvenece y estará cada vez más alerta hasta que diga «uno»; entonces se despertará por completo. Se sentirá lleno de energía y como si acabara de dormir ocho horas. Estará despierto durante todo el viaje a Las Vegas, pero cuando se acueste esta noche no tendrá ningún problema para dormir. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

McCaleb lo sacó del trance y Noone miró a Winston con ojos expectantes.

– Bienvenido de regreso -dijo McCaleb-. ¿Cómo se siente?

– Bien, supongo. ¿Qué tal lo he hecho?

– Lo ha hecho bien. ¿Recuerda de qué hemos hablado?

– Sí, eso creo.

– Bien. Así debe ser. Recuerde que si surge algo debe llamar a la detective Winston.

– Sí.

– Bueno, no queremos entretenerle más. Tiene un largo viaje por delante.

– No hay problema, no pensaba salir hasta después de las siete.

McCaleb miró el reloj y luego a Noone.

– Son casi las siete y media, ahora.

– ¿Qué?

Miró su reloj con la sorpresa reflejada en el rostro.

– La gente en estado hipnótico suele perder la noción del tiempo -dijo McCaleb.

– Pensé que habían pasado sólo diez minutos.

– Es normal. Se llama distorsión temporal.

McCaleb se levantó y le dio la mano; Winston lo acompañó afuera. McCaleb se sentó y entrelazó las manos encima de la cabeza, Estaba agotado y deseaba sentirse él también como si acabara de dormir ocho horas.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y entró el capitán Hitchens. Tenía una expresión adusta que resultaba fácil de interpretar.

– Bueno, ¿qué opina? -preguntó mientras se sentaba en la mesa, junto a las tijeras.

– Lo mismo que usted. Ha sido un descalabro. Tenemos una mejor descripción del coche, pero sólo nos acota el campo a diez mil o algo así. Y tenemos la gorra, de las cuales posiblemente haya más todavía.

– ¿Cleveland Indians?

– ¿Qué? Ah, la CI. Puede ser, pero creo que llevan un pequeño indio en las gorras.

– Sí, es verdad. Bueno… ¿qué hay de Molotov?

– Bolotov.

– Como se llame. Creo que ahora queda descartado.

– Eso parece.

Hitchens juntó las manos y después de unos instantes de incómodo silencio, Winston volvió y se quedó allí con las manos en los bolsillos del blazer.

– ¿Dónde están Arrango y Walters? -preguntó McCaleb.

– Se han ido -dijo ella-. No has conseguido impresionarles.

McCaleb se puso en pie y le dijo a Hitchens que si se levantaba podría colocar la mesa en su sitio y volver a poner los fluorescentes del techo. Hitchens le dijo que no se preocupara, que ya había hecho bastante, lo cual McCaleb se tomó de varias maneras.

– Entonces, supongo que me voy a ir. -Y luego, señalando al espejo, agregó-: ¿Cree que podría tener una copia de la cinta o de la transcripción? Me gustaría verla en algún momento. Quizá me dé algunas ideas para seguir.

– Bueno, Jaye puede hacerle una copia. Pero por lo que respecta a seguir, yo no veo mucha necesidad de continuar con esto. Está claro que el hombre no vio la cara del asesino y las matrículas estaban tapadas. ¿Qué más queda por decir?

McCaleb no contestó. A continuación, todos salieron, Hitchens empujando su silla de vuelta a su despacho y Winston guiando a McCaleb a la sala del vídeo. Sacó una cinta virgen de una estantería y la puso en la máquina junto con aquella en la que habían registrado la sesión de hipnosis.

– Mira, todavía pienso, que merecía la pena probarlo -dijo McCaleb mientras ella pulsaba el botón que empezaba la grabación rápida.

– No te preocupes, yo también lo creo. Estoy decepcionada por la falta de resultados y porque hemos perdido al ruso, no por el hecho de haberlo intentado. No sé lo que piensa el capitán y no me importa la opinión de Arrango y compañía, así es como lo veo yo.

McCaleb asintió. Era agradable que ella se expresara de ese modo y le aflojara la soga del cuello. Después de todo, él había presionado para que se hiciera la hipnosis y no se habían logrado resultados; podía haberle cargado a él con toda la culpa.

– Bueno, si Hitchens te pone problemas, échame a mí la culpa.

Winston no contestó. Sacó la cinta duplicada del aparato, la puso en la funda de cartulina y se la dio a McCaleb.

– Te acompañaré -dijo.

– No, está bien. Conozco el camino.

– Vale, Terry, seguimos en contacto.

– Claro. -Ya estaban en el pasillo cuando McCaleb se acordó de algo-. Ah, ¿has hablado con el capitán acerca del programa Drugfire?

– Ah, sí, vamos a hacerlo. Mañana sale el paquete por FedEx. He llamado a tu amigo de Washington y le he avisado del envío.

– Genial. ¿Se lo has dicho a Arrango?

Winston frunció el ceño y negó con la cabeza.

– Me da la sensación de que a Arrango no le interesa ninguna idea que provenga de ti. No se lo he dicho.

McCaleb asintió, la saludó y se dirigió a la salida. Recorrió el aparcamiento en busca del Taurus de Buddy Lockridge, pero antes de localizarlo salió otro coche. McCaleb vio a Arrango, que lo miraba desde el asiento de la derecha.

McCaleb se preparó para las burlas del detective acerca del fracaso de la sesión.

– ¿Qué? -dijo.

Siguió andando y el coche permaneció a su lado.

– Nada -dijo Arrango-. Sólo quería decirle que el espectáculo de ahí dentro ha sido sensacional. Cuatro estrellas. Pondremos un teletipo con la descripción de la correa del reloj mañana a primera hora.

– Muy gracioso, Arrango.

– Sólo quería observar que su sesioncita nos ha costado un testigo, un sospechoso que probablemente nunca debería haber sido sospechoso, y no nos ha impresionado nada.

– Tenemos más de lo que teníamos antes. Nunca dije que el tipo fuera a darnos la dirección del asesino.

– Sí, bueno, ya hemos averiguado lo que significan las letras CI. Completamente idiotas; eso es probablemente lo que el asesino piensa de nosotros.

– Si es así, ya lo pensaba desde antes de esta tarde.

Arrango no tenía respuesta para esto.

– Sabe -dijo McCaleb-, debería pensar en su testigo, Ellen Taaffe.

– ¿Para hipnotizarla así?

– Eso es.

Arrango ordenó a Walters que detuviera el coche con una especie de ladrido. Abrió la puerta y salió. Se acercó a McCaleb, lo suficiente para que éste percibiera su aliento. Intuyó que el detective guardaba una petaca de bourbon en la guantera.

– Escúcheme, señor federal, manténgase lejos de mis testigos. Manténgase bien lejos de mi caso.

No se retiró cuando hubo concluido. Se quedó allí, echando el aliento a whisky en la nariz de McCaleb. McCaleb sonrió y asintió muy despacio, como si acabaran de hacerle partícipe de un gran secreto.

– Está muy preocupado, ¿verdad? -dijo-. Le inquieta que resuelva este caso. En realidad, el caso no le importa, ni las personas que mataron tampoco. Lo único que le preocupa es que haga lo que usted no pudo hacer.

McCaleb aguardó una respuesta, pero Arrango no dijo nada.

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