– De acuerdo, de acuerdo, basta ya -dijo Hitchens también puesto en pie-. Vamos a hacer esto, y vamos a hacerlo ahora. Jaye, porque no llevas a Terry a la sala de interrogatorios y empezamos de una vez. Los demás esperaremos aquí.
Winston acompañó a McCaleb fuera del despacho. Él miró por encima del hombro a Arrango, cuyo rostro se había encendido de furia. Más allá, McCaleb advirtió una sonrisa socarrona en el rostro de Donna de Groot. Al parecer, le había gustado ese espectáculo de testosterona.
Al atravesar la sala de la brigada y pasar junto a filas de mesas vacías, McCaleb movió la cabeza avergonzado.
– Lo siento -dijo-. No puedo creer que haya dejado que me metiera en esto.
– No pasa nada, es un capullo. Tenía que ocurrir tarde o temprano.
Después de detenerse en el escritorio de Winston para recoger la carpeta que contenía la rueda de identificación fotográfica, recorrieron un pasillo y Winston se detuvo ante una puerta cerrada. Puso la mano en el pomo, pero se volvió hacia McCaleb antes de abrir.
– Bueno, ¿quieres llevar esto de algún modo en particular?
– Lo principal es que todo irá mejor si una vez que comience la sesión sólo hablo yo. Yo me comunicaré verbalmente sólo con él. De este modo no se confundirá y sabrá siempre con quién estoy hablando. Así que, si tenemos que hablar entre nosotros, es mejor que lo escribamos o que señalemos la puerta y salgamos a hablar aquí fuera.
– Muy bien. ¿Estás preparado? Tienes mal aspecto.
– Estoy bien.
Ella abrió la puerta y James Noone levantó la mirada.
– Señor Noone, éste es Terry McCaleb, el experto en hipnosis del que le hablé -dijo Winston-. Era agente del FBI. Él conducirá la sesión.
McCaleb sonrió y extendió un brazo sobre la mesa. Los dos hombres se estrecharon las manos.
– Me alegró de conocerle, señor Noone. Esto no durará mucho y será una experiencia relajante. ¿Le importa si le llamo James?
– No, James está bien.
McCaleb miró la sala y se fijó en la mesa y las sillas. Las sillas eran las habituales de los servicios públicos, con una fina almohadilla de espuma de un centímetro. Miró a Winston.
– Jaye, ¿crees que encontraremos una silla más cómoda para James? Una con brazos, quizás. Una como la del capitán Hitchens.
– Claro, espera un momento.
– Ah, también necesitaré unas tijeras.
Winston lo miró con socarronería, pero salió sin decir palabra. McCaleb evaluó la sala. Había una fila de fluorescentes en el techo, ninguna otra luz. El resplandor se magnificaba por la ventana de espejo de la pared izquierda. Sabía que la cámara estaba al otro lado del espejo, así que precisaba mantener a Noone orientado hacia ella.
– Veamos -le dijo a Noone-. Tengo que subirme a la mesa para alcanzar esas luces.
– No hay problema.
Usando una silla a modo de escalera, McCaleb se aupó a la mesa y alcanzó el panel. Se movía con lentitud para evitar otra sensación de vértigo. Abrió el panel y empezó a quitar los tubos, pasándoselos a Noone y trabando conversación con él, con la intención de que el testigo se sintiera cómodo.
– ¿He oído que se va a Las Vegas desde aquí? ¿A trabajar o a jugar?
– Uf, sobre todo a trabajar.
– ¿A qué se dedica?
– Al software. Estoy programando un nuevo sistema contable y de seguridad para El Río. Aún estamos solucionando bugs. Nos pasaremos una semana haciendo pruebas.
– ¿Una semana en Las Vegas? Yo podría perder una fortuna en una semana allí.
– Yo no juego.
– Eso está muy bien.
Había quitado tres de los cuatro tubos, dejando la sala en un ambiente de penumbra. Confiaba en que hubiera bastante luz para el vídeo. Justo cuando bajaba de la mesa volvió Winston con una silla que en realidad parecía la de Hitchens.
– ¿Es la del capitán?
– La mejor silla de la comisaría.
– Bien.
Miró al espejo e hizo un guiño a la cámara que se ocultaba detrás. Al hacerlo se fijó en las bolsas oscuras que empezaban a formarse bajo sus ojos y enseguida apartó la mirada.
Winston buscó en el bolsillo de su blazer y cuidadosamente sacó unas tijeras. McCaleb las dejó en la mesa y luego empujó ésta contra la pared, debajo del espejo. Entonces colocó la silla del capitán contra la pared opuesta. Dispuso dos sillas de la mesa frente a la silla del capitán, pero las separó lo suficiente para no bloquear la grabación. Ofreció a Noone la silla del capitán y luego él y Winston ocuparon las restantes. McCaleb consultó su reloj: faltaban diez minutos para las seis.
– Muy bien -dijo-. Trataremos de hacer esto rápido y dejarle marchar, James. Para empezar, ¿tiene alguna pregunta respecto a lo que nos disponemos a hacer aquí?
Noone pensó un momento antes de hablar.
– Bueno, creo que no sé mucho al respecto. ¿Qué me ocurrirá?
– No le ocurrirá nada. La hipnosis no es más que un estado alterado de la conciencia. Se trata de ir recorriendo progresivas fases de relajación hasta que alcance un punto en el que pueda moverse con facilidad por los lugares ocultos de su mente para extraer información almacenada allí; algo similar a pasar las tarjetas de un fichero rotatorio hasta encontrar la que busca.
McCaleb esperó, pero Noone no preguntó nada más.
– ¿Por qué no empezamos con un ejercicio? Quiero que tire la cabeza un poco hacia atrás y mire hacia arriba. Trate de mirar hacia arriba todo lo que pueda. Quizá debería quitarse las gafas.
Noone se quitó las gafas, las plegó y se las guardó en el bolsillo. Echó la cabeza hacia atrás y levantó las pupilas. McCaleb comprobó que quedaba visible más de medio centímetro de córnea bajo cada uno de los irises. Era un buen indicador de la receptividad a la hipnosis.
– Eso está muy bien. Ahora, quiero que se relaje, que respire hondo y nos diga lo que recuerda del incidente del 22 de enero. Sólo cuente lo que ahora recuerda de lo que vio.
Durante los diez minutos siguientes, Noone explicó cómo había llegado al final de los disparos y el atraco del cajero automático en Lancaster. Su relato no difirió de las versiones que ya había ofrecido en varias entrevistas desde la noche de los hechos. No agregó ningún pormenor nuevo ni tampoco pareció olvidar nada de sus declaraciones anteriores. Eso era poco habitual y animó a McCaleb. Los recuerdos de los testigos empiezan a palidecer al cabo de dos meses. Olvidan detalles. McCaleb confiaba en que la memoria oculta del programador informático fuera igual de aguda. Cuando Noone hubo concluido su relato de lo ocurrido, McCaleb hizo una señal a Winston, que entonces se acercó a Noone y le entregó la carpeta que contenía las seis fotografías.
– James, quiero que abra la carpeta y mire las fotos. Díganos si alguno de esos hombres era el que vio en el coche que salía huyendo.
Noone volvió a ponerse las gafas y tomó la carpeta, pero dijo:
– No lo sé. No tuve ocasión de…
– Ya lo sé -dijo Winston-, pero mírelas de todos modos.
Noone abrió la carpeta. Dentro había una cartulina con cuadrados cortados en dos filas de tres. En los cuadrados había fotos de hombres. La de Bolotov era la tercera de la fila superior. La mirada de Noone fue pasando de una fotografía a otra, y al final negó con la cabeza.
– Lo siento, no pude verle.
– Está bien -terció McCaleb, antes de que Winston dijera algo que Noone pudiera interpretar como negativo-. Creo que estamos preparados para continuar.
Le quitó la carpeta a Noone y la arrojó sobre la mesa.
– Bueno, ¿por qué no empieza por decirnos qué es lo que hace para relajarse, James? -preguntó McCaleb.
Noone lo miró con cara de no comprender.
– Ya sabe, ¿cuándo se siente más feliz? ¿Cuándo está más relajado y tranquilo? A mí me gusta trabajar en mi barco y salir a pescar. Ni siquiera me preocupa si pesco o no pesco, me gusta tener el anzuelo en el agua. ¿Y usted, James? ¿Le gusta hacer unas canastas, jugar a golf? ¿Qué?
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