Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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Decidió volver al barco, tomar una aspirina y disfrutar de una siesta reparadora antes de prepararse para la sesión vespertina con James Noone. La alternativa era llamar a Bonnie Fox. Y ya conocía las consecuencias: varios días en observación en la cama de un hospital y que le sometieran a pruebas diversas. Fox era tan concienzuda en su trabajo como a McCaleb le gustaba pensar que lo era él en el suyo. No dudaría en ingresarlo y él perdería al menos una semana en una cama del Cedars. Sin duda desperdiciaría su oportunidad con Noone y también malograría el impulso, que era lo único que tenía a su favor en la investigación.

16

Para los no informados -y en esta categoría se incluían muchos policías y agentes con los que McCaleb había trabajado a lo largo de su carrera-, la hipnosis era vista a menudo como una forma de vudú del trabajo policial, un último recurso por miedo a acudir a un médium. Se consideraba la práctica emblemática de una investigación estancada o fracasada. Para McCaleb la realidad era muy diferente. Estaba firmemente convencido de que se trataba de un medio fiable para sondar las profundidades de la mente. Los fracasos que había visto o le habían contado debían achacarse al hipnotista, y no a la ciencia.

A McCaleb le había sorprendido que Winston se hubiera mostrado favorable a volver a entrevistar a Noone bajo un trance hipnótico. Ella le había explicado que en un par de ocasiones se había sugerido la hipnosis durante las reuniones semanales de la brigada de homicidios, cuando abordaban la investigación estancada del caso Cordell. Pero la propuesta no había prosperado por dos motivos. El primero era también el más importante. La hipnosis había sido una herramienta utilizada con frecuencia por la policía hasta principios de los ochenta, cuando la corte suprema de California legisló que los testigos cuya memoria había sido refrescada con la hipnosis no podían testificar en juicios penales. Esto significaba que, antes de decidirse a usar esta técnica con alguien, los investigadores debían valorar si la posible ganancia que se derivaría compensaría la pérdida de esa persona como testigo en un juicio. El debate había paralizado el uso de la hipnosis en el caso Cordell, porque Winston y su capitán se mostraban reticentes a perder su único testigo.

La segunda razón era que después de la legislación de la corte suprema, el departamento del sheriff había interrumpido la preparación de detectives en el uso de la hipnosis. En consecuencia, transcurridos más de quince años, el número de detectives con estas habilidades se había reducido drásticamente. No quedaba nadie en el departamento preparado para hipnotizar a Noone, lo cual les obligaba a recurrir a un hipnoterapeuta. Esto complicaba la situación y costaba dinero.

Cuando McCaleb le dijo a Winston que había utilizado la hipnosis en casos del FBI durante más de diez años y que se ofrecía a hacerlo, la sugerencia la entusiasmó todavía más. Unas horas después había obtenido el visto bueno y había dispuesto todo lo necesario para la sesión.

McCaleb llegó a la sala de la brigada de homicidios del Sheriff Star Center con media hora de adelanto. Le dijo a Lockridge que la cosa iba para largo y lo animó a ir a cenar.

La fiebre le había bajado a menos de una décima después de la siesta. Se sentía descansado y preparado. Le excitaba la perspectiva de extraer una pista sólida de la mente de James Noone y dar un empujón al caso.

Jaye Winston lo encontró en el mostrador de la entrada y lo acompañó al despacho del capitán, sin parar de hablar en todo el camino.

– He puesto una orden de busca y captura de Bolotov. He mandado un coche a su apartamento, pero ya se había ido. Se ha largado. Es obvio que le has tocado la fibra.

– Sí, quizá cuando le llamé asesino.

– Todavía no estoy convencida, pero es lo mejor que tenemos ahora mismo. Arrango, claro, no está muy contento con lo que has hecho. He de admitir que yo no le dije que lo habíamos hablado de antemano. Cree que ibas por libre.

– No te preocupes por eso. Me da igual lo que piense.

– ¿Estás preocupado por Bolotov? Dijiste que tenía tu dirección.

– No, tiene la del puerto, pero no la del barco. Es un sitio grande.

Ella abrió la puerta y dejó pasar a McCaleb. En el despacho había tres hombres y una mujer esperando, apretados. McCaleb reconoció a Arrango y Walters del Departamento de Policía de Los Ángeles. Winston le presentó al capitán Al Hitchens y a la mujer, una dibujante llamada Donna de Groot. Estaría preparada por si era necesario preparar un retrato robot del sospechoso, siempre y cuando Noone no identificara de manera rotunda a Bolotov.

– Me alegro de que llegue temprano -dijo Hitchens-. El señor Noone ya está aquí. Quizá podríamos ir empezando.

McCaleb asintió y miró al resto de los presentes. Arrango lucía una sonrisita escéptica. Un centímetro de palillo sobresalía de sus labios apretados.

– Hay demasiada gente -dijo McCaleb-. Demasiada distracción. Necesito que este hombre se relaje, y eso no va a ocurrir con una audiencia como ésta.

– No vamos a entrar todos -dijo Hitchens-. Me gustaría que usted y Jaye estuvieran en la sala. Llame a Donna si es preciso. Vamos a grabarlo en vídeo, y aquí tenemos un monitor. Los demás lo veremos desde el despacho. ¿Le parece bien? -Señaló un monitor situado en un carrito en una esquina.

McCaleb miró la pantalla y vio a un hombre sentado con los brazos cruzados. Era Noone. Aunque entonces llevaba una gorra de béisbol, McCaleb lo reconoció de las cintas del cajero y la escena del crimen.

– Está bien. -McCaleb miró a Winston-. ¿Has preparado las fotos de un grupo de seis sospechosos con Bolotov?

– Sí, están en mi mesa. Se las enseñaremos antes, a ver si hay suerte. Si lo identifica no lo hipnotizaremos, así nos lo reservamos para el juicio.

McCaleb asintió.

– No hubiera estado nada mal -empezó Arrango-, enseñarle las fotos a Noone antes de que el pájaro volara. -Miró a McCaleb.

McCaleb pensó en una respuesta, pero decidió guardársela.

– ¿Hay algo en concreto que quiera que le pregunte? -dijo.

Arrango miró a su compañero y le guiñó un ojo.

– Sí, consíganos la matrícula del vehículo que salió huyendo. Eso estaría bien. -Sonrió brillantemente, pasándose el palillo al labio superior.

McCaleb le devolvió la sonrisa.

– No sería la primera vez. Una vez la víctima de una violación me dio una descripción exacta del tatuaje que el agresor llevaba en el brazo. Antes de la hipnosis ni siquiera recordaba que el violador estuviera tatuado.

– Bueno, entonces hágalo otra vez. Denos una matrícula. Denos un tatuaje, su amigo Bolotov tiene varios.

En su voz se percibía un tono de desafío. Arrango insistía en llevarlo todo a un nivel personal, como si la voluntad de McCaleb de detener a un asesino múltiple implicara de algún modo una falta de respeto hacia él. Era absurdo, pero la mera participación de McCaleb en el caso constituía un desafío para el detective de policía.

– Muy bien, chicos -intervino Hitchens para cortar la disputa y tratar de disipar las tensiones-. Vamos a intentarlo, eso es todo. Vale la pena hacerlo. Puede que consigamos algo, puede que no.

– Mientras, perdemos al tipo para el juicio.

– ¿Qué juicio? -dijo McCaleb-. No vamos ni siquiera a acercarnos a los tribunales con lo que ha conseguido. Esta es su última oportunidad, Arrango. Yo soy su última oportunidad.

Arrango se levantó de un salto, no para desafiar a McCaleb físicamente, pero sí para subrayar lo que se disponía a decir.

– Mire, capullo, no necesito ningún federal fracasado para decirme cómo…

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